Por Claudio Jacquelin
Los juegos de corto plazo entrañan demasiados riesgos, sobre todo si para la política la sociedad sigue resultando “opaca” y no advierte ni se reparan las muchas precariedades que la habitan
Los giros y revelaciones que va ofreciendo la investigación por el intento de magnicidio contra la vicepresidenta subrayan cada día con más nitidez los nuevos retos que enfrenta un gobierno cada día más anómalo en su estructura y funcionamiento y una dirigencia política desafiada en su capacidad de representación.
“La banda de los copitos” no responde a los estereotipos de los autores de hechos de violencia política hasta ahora conocidos, pero sí parece reflejar las nuevas realidades sociales fragmentadas que se han ido cristalizando en la Argentina de los últimos 25 o 30 años. Realidades para las que los gobiernos nacionales y subnacionales (y la dirigencia en general) han tenido respuestas que se han mostrado más que deficientes. O, mejor dicho, no han logrado ofrecerles a muchísimos habitantes del país un presente aceptable y ni siquiera un futuro deseable, para no decir posible.
Lo que hasta ahora se sabe y ha trascendido sobre Brenda Uliarte y Fernando Sabag Montiel revela su pertenencia a un grupo marginal y marginalizado, que expresan como pocos una visión antisistema, sin adhesión firme a ningún sistema alternativo, enojados con la vida que tienen y con lo que la política les ofrece en casi todo su espectro. Indignados, sobre todo, con quienes ellos creen que les (y se) robaron, en sentido lato y figurado, su presente y su futuro.
Son los que se indignan ante algunos privilegiados y representan “la rabia porque no tendrán [ningún privilegio] por culpa de otros”, como señaló el sociólogo Ariel Wilkis en una muy interpelante columna publicada en diarioar.com.
Allí, el intelectual caracteriza a Sabag Montiel como un “hijo legítimo de la economía popular”. Pero de otra economía popular que la que encarnan los movimientos sociales, de los que no solo “los copitos” se sienten en la vereda de enfrente. Ellos expresan el “antipopulismo popular de los precarizados”, manifestaciones del “cuentapropismo económico y el cuentapropismo existencial”, según la categorización de Wilkis.
El fenómeno, que ahora ya no interpela sino que amenaza a la política, sin embargo, no es nuevo, como bien señaló otro agudo sociólogo como Eduardo Fidanza en su columna dominical de Perfil, en la que subraya que hay estudios que dan cuenta de ello desde hace más de dos décadas. “La vida de Fernando, Brenda y sus amigos está signada por lo precario. Para entender sus crímenes hay que analizarlos desde allí”, señala el director de la consultora Poliarquía.
Los integrantes de la pareja que ideó y consumó el atentado aparecen así como emergentes extremos, probablemente patológicos de esa transformación radical de la Argentina de los últimos 30 años.
Son imágenes del viaje del país de la movilidad social ascendente al de la movilidad social descendente, sin freno ni piso para ese descenso, que arrastra a muchos argentinos a la nada. Al nihilismo militante de algunos Fernandos y Brendas y otros integrantes de esa franja de los más jóvenes pobres y empobrecidos, que componen más de la mitad de su segmento etario. Aunque no todos busquen resolver sus frustraciones vitales con la violencia contra otros.
Una sociedad opaca
Sin embargo, la dirigencia parece no haberlos registrado, visto venir o haberlos interpretado adecuadamente. “Para la política, la sociedad es cada vez más opaca”, dice Wilkis, quien suma a su análisis las consecuencias devastadoras que tuvieron y tienen la pandemia y la inflación indomable para la relación entre sociedad y política y entre Estado y ciudadanía.
“La política y las clases acomodadas se confrontaron con un fenómeno social subyacente al que temen, no entienden y prefieren borrar de su conciencia. Mejor hablar de discursos de odio y atribuirlos al otro”, afirma Fidanza en una interlocución involuntaria con su colega.
Brenda Uliarte podría así aparecer como símbolo en el espejo invertido de Cristina Kirchner, también en su representación simbólica. Se trata de dos mujeres surgidas ambas de hogares de las clases populares de barrios suburbanos, pero la vida y el destino de una y otra terminan mostrando los extremos caricaturizados de un recorrido que muchos de sus congéneres transitaron un poco más en el medio y algo menos en los márgenes, pero no tan alejados, a lo largo de los últimos 45 años. Los que separan a una de la otra.
No ya la presidencia de la Nación, pero sí una carrera universitaria, un desarrollo profesional y una cierta realización personal resultaban expectativas probables y alcanzables para la generación de los nacidos en la década del 50 en esos segmentos sociodemográficos.
En cambio, la pobreza estructural y la marginalidad no serían un destino impensable para los que nacieron en medio de carencias de toda índole (económicas, sociales, educativas y familiares) entre fines del siglo XX y principios del siglo XXI, sobre todo en la periferia empobrecida de las grandes ciudades de una Argentina en crisis permanente.
Lo que Brenda expresa en sus chats y en la demencial deriva de su acción es esa idea de que alguien le robó los “privilegios” (o las expectativas) de los que otros gozan y tienen asegurados, como diría Wilkis. Y decidió reivindicarlos. El resentimiento es un motor poderoso y peligroso. Criminal, en algunos casos.
Otro orden, otro país
Se trataría de una constatación trágica de que los principios ordenadores y generadores de expectativas de la democracia recuperada en 1983, resignificada por la hiperinflación y el neoliberalismo menemista, y reconfigurada por la matriz populista de 2003, son instrumentos que resultan obsoletos y merecen revisarse para que el costo no lo termine pagando la democracia, como bien advierte Fidanza.
El país todo es otro. Y peor. La sociedad, las instituciones, el aparato productivo, los partidos políticos, la dirigencia sectorial, ya no son, no significan ni representan lo mismo. Aunque las discusiones sigan siendo similares y las antinomias no se modifiquen o solo tiendan a profundizarse y multiplicarse.
En ese contexto casi empieza a carecer de relevancia (no para la dilucidación del caso y la atribución de responsabilidades y condenas imprescindibles), pero sí para la gobernabilidad y el futuro, si “los copitos” fueron instigados o manipulados por oscuros poderes u organizaciones sofisticadas. Sobre lo que tanto se ha especulado sin encontrar nada hasta ahora.
Tampoco resuelve nada, más que obturar cualquier discusión seria, la atribución del atentado al discurso del odio, que termina siendo más que un término polisémico un arma lanzada contra los adversarios. Hay realidades que pueden disparar balas perdidas. Son desafíos de segunda generación para la dirigencia política que emergió de la crisis de 2001.
El gobierno anómalo
Sobre ese sustrato explosivo, evidente, pero invisibilizado o invisible para muchos dirigentes se mueve un gobierno cada vez más anómalo. La gestión es conducida hoy por sus alas aparentemente más antagónicas. La “derecha” de Sergio Massa está al mando de la economía y la “izquierda” del cristicamporismo en la política, mientras que el centro escenificado por Alberto Fernández terminó implosionado. Todo cabe ponerlo entre las relativizadoras comillas a las que obligan las particularidades del renacido Frente de Todos.
La singularidad adquiere mayor relevancia cuando se advierte que esta anomalía significa que el centro de gravedad del poder se ha trasladado de la presidencia al Ministerio de Hacienda y el Instituto Patria, o la presidencia del Senado, en el mejor de los casos. Otro mentís para el fallido hiperpresidencialismo argentino, según dice el politólogo Andrés Malamud.
Como advierte su colega Pablo Touzon, “el kirchnerismo llegó en 2003 teniendo como premisa recuperar el poder en el sillón de Rivadavia y va en camino de terminar su cuarto mandato dejándolo pulverizado”. Otro capítulo de la deconstrucción kirchnerista, que la gesta y los viajes de Massa van a acercando aceleradamente a su etapa menemista.
Ni siquiera los funcionarios con los que Fernández intentó reencauzar su gestión antes de que la cooptaran Massa y el cristicamporismo conservan la legitimidad ni la autoridad con la que empezaron. Ni logran el objetivo de defender al Gobierno que se les asignó como misión.
Las preguntas nodales que dejó sin responder anteayer ante los diputados el jefe de Gabinete, Juan Manzur, fueron una muestra elocuente de que su cargo de ministro coordinador es casi otra formalidad. Las decisiones se toman lejos de su oficina y su concurso y él está obligado a refrendarlas.
Otro tanto ocurre con Aníbal Fernández y Agustín Rossi, que asomaron como el binomio retórico de defensa presidencial y tropiezan con sus propias palabras.
El atentado contra Cristina Kirchner los volvió a dejar reiteradamente en offside. Ya había pasado con el avión venezolano-iraní en el que sus apresuradas declaraciones chocaron con realidades bastante diferentes de las que ellos pintaron.
El caso del jefe de los espías oficiales es quizás el más inquietante. Su enjundia y lealtad, sumadas a su apuro por cerrar los casos, ponen en cuestión su rol sensible y su aptitud para la tarea asignada. Aníbal Fernández y Rossi son los encargados de la seguridad del Estado y de los ciudadanos. La inseguridad sigue siendo una de las grandes preocupaciones de los argentinos. No sorprende.
Así, aunque la formalidad otorga capacidad operativa a la Casa Rosada, casi nadie mira hacía ahí con alguna expectativa de poder encontrar respuestas a sus inquietudes y preocupaciones. Puede ser un error. Las últimas acciones presidenciales en busca de recuperar el protagonismo revelan que la resignación todavía no habita a Alberto Fernández. Lo demuestra aun a riesgo de caer demasiado reiteradamente en acciones que lo dejan al borde al ridículo (o algo más).
La centralidad de Massa y Cristina Kirchner le dio sobrevida a una administración tambaleante, que se refleja en el termómetro del mercado cambiario. Todo un logro del “superministro” que a veces se viste de presidente de hecho. Como si hubiera cambiado el gobierno. Pero esa también es una conclusión errónea. No solo Fernández sigue ocupando ese sitial, sino que el cristicamporismo no bajó banderas ni resignó expectativas.
De todas maneras, la sociedad en esta etapa sigue intacta. Aun con recetas y gestos que irritan la epidermis de Cristina Kirchner y sus herederos, Massa se permitió ganar el tiempo que se les escurría y, además, les brinda protección para que los temas que más les preocupan no se salgan de control en los ámbitos en los que él tiene influencia. Su relación con algunos poderes les da, al menos por ahora, cierto blindaje más allá de los espacios que el cristicamporismo controla. Sociedades y soluciones de emergencia.
Para los ciudadanos, especialmente los que no se enrolan en los espacios más intensos, el futuro es tan incierto que el mediano plazo apenas si llega al fin de semana en el que tiene que ir al supermercado. La inflación, que sigue desestructurando la vida de los argentinos como lo hizo la pandemia, no tiene, al menos por ahora, vacuna ni plan serio que permita avizorar un control.
Los juegos de corto plazo entrañan demasiados riesgos, sobre todo si para la política la sociedad sigue resultando “opaca” y no advierte ni se reparan las muchas precariedades que la habitan. Los desafíos son de nueva generación.
Fuente La Nación