Por Jorge Raventos
Cuando la autoridad presidencial se invisibiliza y la política se disgrega, se asila en Tribunales o en carpas clandestinas y abandona el timón, la realidad se manifiesta al desnudo, y se vuelve una fuerza centrífuga, sin contención.
La realidad hoy muestra una brecha cambiaria que desordena la economía, una inflación indomable que empobrece a la población, aceleración de la puja distributiva, una atmósfera social tormentosa (inseguridad en los vecindarios, robos piraña motorizados, crímenes monstruosos, avance de los grupos ligados a la droga), áspera conflictividad, política acompañada de un creciente descreimiento social en la mayoría de las instituciones que suele derivar en acción directa y surgimiento de redes violentas crecidas fuera de los radares del Estado o al amparo de su negligencia, como las de grupos radicalizados que, invocando reivindicaciones territoriales, desafían la autoridad del estado nacional o las que emergieron con el frustrado intento de asesinato de la vicepresidenta.
El episodio del magnicidio fallido revela varias facetas del fenómeno: según muchas encuestas, más de la mitad de las personas consultadas consideran que ese hecho, que quedó registrado en imágenes repetidas hasta el hartazgo por los medios, no fue real, fue un simulacro. Cuatro siglos atrás, el poeta Nicolas Boileau adivinó que “lo verdadero puede a veces no ser verosímil”. Ese extendido descreimiento refleja el descrédito de la política (particularmente, del oficialismo)
Si bien se mira, los personajes que aparecen involucrados en la trama criminal ofrecen una configuración inconcebible, parecen salidos de “Los Siete Locos”: una organización de vendedores de copos de nieve y un trío de estudiantes suburbanos, un remisero reticente que omite cargar la pistola con la que se dispone a dispararle a la vice en medio de un gentío de partidarios de ella. Lo que luce, en verdad, como un relato alucinado, se convierte, después del estupor, en un signo inquietantemente real: ese puñado de jóvenes de poco más de 20 años ha acumulado un odio reconcentrado contra políticos con los que apenas si convivieron mientras ellos gobernaban. ¿Cómo se cultivaron esos sentimientos y esa pulsión por matar? Pregunta más alarmante: ¿son ejemplares excepcionales o están reflejando un fenómeno más amplio, todavía subterráneo?
El repudio encarnizado a la política -expresada principal pero no excluyentemente por el kirchnerismo- mostró una cúspide con el intento de magnicidio y sus ecos, pero se asienta en una orografía más amplia. La palabra “casta”, acuñada por los dirigentes libertarios se ha generalizado. La palabra para algunos indica maldad. Para la mayoría, ineficacia o impotencia. El famoso “no quieren, no saben o no pueden”.
La estadística ofrece algunos argumentos. A mediados de septiembre se conoció la inflación de agosto: 7% (un promedio que esconde aumentos considerablemente más altos en varios artículos de primera necesidad). Kristalina Georgieva, titular del FMI, consideró que entre los “problemas significativos que afronta la Argentina” la inflación está “en el primer lugar de la lista” porque- dijo- “es devastadora, en especial para las personas pobres”. Efectivamente, aunque el INDEC acaba de registrar una leve baja del índice de pobreza, también marcó un incremento de casi un punto en el porcentaje de indigentes (que alcanzó en el primer semestre al 8,8 por ciento, es decir, 2.568.671 personas). El resultado indicaría que la caída en el número de pobres fue hacia la indigencia.
La inflación ofrece el flanco más fácil para el ataque al gobierno y a la política. La administración Fernández va camino de duplicar este año la ya temible marca del gobierno anterior (100 contra 50%, para redondear). Se trata de un fenómeno nefasto, claramente visible para el conjunto de la sociedad. Es improbable que el ministro de Economía, que ha logrado éxitos en otros campos, consiga soluciones rápidas para ese flagelo. El presupuesto que acaba de presentar Sergio Massa en el Congreso prevé (“con seriedad y siendo conservadores”) bajarla a un 60% para 2023, una meta que -dijo-, “si lo hacemos entre todos juntos y bien, podemos bajarla aún más. Y que en tal caso todos tenemos que cumplir nuestra parte”.
Pero la gestión económica se ve tensada por reclamos que, por razonables que sean en su raíz, a menudo son contradictorios. La inflación y la pugna distributiva se realimentan y se aceleran y ese ritmo conspira contra el objetivo de alcanzar una mayor estabilidad e introducir mayor equilibrio en los precios relativos.
En un gobierno en el que el Presidente se esforzado en alcanzar irrelevancia y la vice consigue simultáneamente centralidad en su fuerza política y aislamiento o rechazo en el conjunto de la sociedad, la figura del ministro de Economía aparece como la más sólida y empeñada en dotar de un rumbo a la gestión. Por esa vía va ejerciendo cuotas mayores de poder.
En principio, el rumbo que encara, aunque contradictorio con el que preferiría la corriente kirchnerista (sin excluir a la señora de Kirchner), ha sido admitido hasta el momento con resignación y pocos reparos por este bando. Designó inclusive como número 2 del ministerio a Gabriel Rubinstein, un economista de prestigio que había sido vetado en primera instancia por el sector K.
Durante su gira por Estados Unidos, Massa recibió un trato “casi presidencial” tanto en la Casa Blanca como en el Congreso y, sobre todo, en la secretaría del Tesoro, donde estuvo con su titular, Janet Yellen, una figurita difícil que hasta ahora no había recibido a ministros argentinos. Tuvo óptimas repercusiones en su diálog0 con inversores y el gobierno de Joe Biden recibió con entusiasmo la idea de proyectar la cooperación argentina en el abordaje de la crisis energética disparada por las sanciones occidentales a la Rusia de Putin a partir de la invasión a Ucrania.
Massa consiguió compromisos de financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mundial y la promesa del FMI de un aporte que llegará antes de fin de año. El objetivo que Massa encaró como prioritario al iniciar su superministro fue el de recuperar reservas para el Banco Central. Las que gestionó en el exterior fueron una parte, pero la porción sustancial surgió de una medida que él propició: la devaluación temporaria (hasta fin de septiembre) a las exportaciones de soja. El incentivo del dólar especial fue un éxito que fortaleció al ministro: las liquidaciones de los productores superaron las expectativas (llegaron a 8123 millones de dólares y permitieron al Banco Central recomponer reservas en el orden de los 5.000 millones).
Massa intervino también decisivamente en la resolución del insidioso conflicto generado en la industria del neumático, que se prolongó durante meses sin que el ministerio de Trabajo pudiera contenerlo y culminó con una toma del ministerio y un bloqueó a las plantas productoras que dejó al borde de la inactividad por falta de insumos a las terminales automotrices.
El SUTNA, un pequeño sindicato que agrupa a los trabajadores de las tres plantas productoras (con poco más de 3.000 afiliados), está conducido desde hace seis años por sectores de la izquierda radicalizada hegemonizados por el Partido Obrero, del que forma parte el secretario general, Alejandro Crespo. Con sus medidas de fuerza, la pequeña organización gremial mostraba su capacidad de daño inmovilizando a un amplio y estratégico sector industrial que es el centro de un denso tejido que incluye empresas pequeñas y medianas y que, por vía directa e indirecta, ocupa a decenas de miles de personas.
Massa subrayó esa circunstancia y advirtió que no admitiría que “una intransigencia caprichosa” pusiera en peligro “150.000 puestos de trabajo”. Dijo que si la situación no se resolvía permitiría a los fabricantes que importaran neumáticos para poder satisfacer adecuadamente la demanda de las automotrices y mantener en pie la actividad productiva. Se trataba de una señal de decisión política. A partir de esa definición, las partes consiguieron un acuerdo que no se había obtenido en 36 reuniones paritarias anteriores. El gremio firmó una paritaria satisfactoria pero resignó el reclamo más duro, la duplicación del pago de horas extras los días feriados.
Los gremios más importantes de la CGT no veían con buenos ojos que la conducción trotskista del SUTNA emergiera victoriosa de una pulseada en la que había apelado a procedimientos muy irregulares (“Tomaron el Ministerio y no hubo sanciones”). Reclamaban una gobierno una intervención enérgica del gobierno para resolver el conflicto. Si Crespo ganaba la pulseada y obtenía todo lo que pedía, el riesgo era que por todo el paisaje sindical se extendiera la modalidad “salvaje” en los reclamos y crecieran las tendencias radicalizadas. La definición de Massa tuvo en cuenta esa perspectiva, que agregaría velocidad a la puja distributiva …y a la inflación.
Todo el mundo admite como natural que las empresas trasladen a precios los aumentos de costos que soportan. No es menos natural que los trabajadores -a través de los sindicatos- imiten ese comportamiento. Si suben sus costos por la inflación (por los pecios incrementados), ellos aspiran a aumentar al menos en la misma medida el precio de su propio producto, el trabajo. Esa dinámica, sin control, daña al conjunto. Se requieren poder y una perspectiva clara para acotarla.
Pero los controles que se requieren desde distintos sectores (y que la señora de Kirchner le recordó amablemente por tweet a Massa la semana última) no son una política consistente. Massa, en otra señal de aplomo, impulsó a su número 2 a responder e instruir sobre el tema. “Hasta que no logremos la unificación cambiaria, habrá cierto desorden y márgenes empresariales más altos que los normales” -explicó Rubinstein- pero esa convergencia no es posible en estos momentos: “Unificar el mercado de cambios, sin robusto superávit fiscal primario, y casi sin reservas, luce demasiado riesgoso”. Consideró que ese es un objetivo razonable a tres años. “: El norte debería ser ese. Es nuestra responsabilidad que todo esto mejore”. En suma: la responsabilidad es del gobierno, que debe esforzarse en alcanzar un superávit fiscal primario robusto y, entonces, unificar el mercado de cambios. Hay que pensar en un plazo de tres años (es decir, más allá de las próximas elecciones).
A un año de distancia de las urnas en Argentina, la atención política de nuestro país se centra ahora en el gigante vecino, Brasil, que ya ha empezado a definir su próximo presidente. Todo parecía indicar (pero ya se sabe que las previsiones de los encuestadores pueden fallar) que Luis Inacio Lula Da Silva triunfaría por un margen considerable en la primera vuelta de la elección y que quizás podría evitar el ballotage. Los presagios fallaron en detalles importantes: la diferencia a favor de Lula no fue de quince puntos, sino de 5. Y no llegó a liquidar el duelo en primera vuelta.
Bolsonaro ha hecho ya mucho por modificar la política brasilera: ha corrido el sentido común muchos grados a la derecha, ha trabajado por una apertura económica, ha articulado una base social para esa postura y ha condicionado inclusive a sus adversarios a ubicarse más al centro del espectro. Si las encuestas le daban menos votos que los que sacó es, probablemente, porque no tuvieron suficientemente en cuenta el rechazo que todavía inspiran Lula y el PT. Ese voto “anti”, que pensaba, al ser encuestado, canalizarse por otra fuerza no izquierdista, al llegar al cuarto oscuro se polarizó y votó por Bolsonaro para evitar que Lula ganara en primera vuelta. Este logro de Bolsonaro quizás deba contabilizarse como una dificultad para el ballotage: esa fuente de votos ya la utilizó. La fuente que queda para explotar son los 5,5 millones de votos en blanco o abstenciones. Si consigue movilizar ese caudal, puede sumar los casi 7 puntos electorales que necesita para ser reelecto.
Lula, por su parte, ha conducido a su fuerza política hacia el centro con naturalidad. Ya había mostrado esa prudencia en la transición que le permitió suceder a Fernando Henrique Cardoso asumiendo buena parte de las políticas de éste y ahora está pulsando la misma cuerda, como lo muestra la elección de su compañero de fórmula, Geraldo Alckmin, antiguo adversario y miembro del partido que fundó y orienta Cardoso. No haber triunfado en la primera vuelta lo empuja más al centro todavía.
A contramano de lo que imaginan cierto sector K y una parte del antikirchnerismo más cerril, un triunfo de Lula no debería contabilizarse como una victoria de “la izquierda”, sino más bien como la oportunidad de que las reformas liberales que la derecha de Bolsonaro quiso imponer sin anestesia sean desarrolladas por el realismo de un liderazgo popularmente acreditado.
Ahora queda menos de un mes hasta la decisión del ballotage. Bolsonaro llega a este tramo con palancas de poder en sus manos y con el entusiasmo de su fuerza por haber hecho una elección que desmintió los vaticinios más amargos. Lula, por su parte, tiene que seguir corriéndose al centro, como venía haciendo. Como suele ocurrir con los líderes sociales que se guían por la realidad y saben que hay que hacer lo que se necesita, y hay que cambiar cuando es preciso, no será cuestionado sólo desde la derecha sino también desde su ala izquierda.
Gane quien gane, para la Argentina, Brasil es un aliado marcado por el destino.