Por Héctor Gambini
La ex Presidenta podría ser citada como testigo por el crimen del fiscal. Había dicho que no creía en el suicidio, habló de los servicios de inteligencia y dijo que Lagomarsino le parecía “muy raro”.
Nisman fue el primer gran embate de Cristina Kirchner contra la justicia. En la Corte no estaba Horacio Rosatti pero sí Raúl Zaffaroni, que no faltaba a ningún cumpleaños de Amado Boudou sin que eso significara un escándalo.
Tampoco era un problema, ni lawfare, que el juez Oyarbide dictara la falta de mérito por enriquecimiento ilícito de Néstor y Cristina Kirchner en una oficina de la SIDE, acomodando los números de la pareja presidencial no con peritos oficiales sino con el contador privado del matrimonio imputado.
Un tiempo después, el juez Oyarbide diría que le habían “apretado el cogote” para adecuar aquel fallo a favor de los Kirchner.
Cristina nunca tuiteó sobre eso.
Nisman recibía escuchas de su investigación del ataque a la AMIA cuando comenzó a detectar extrañas conversaciones sobre un pacto con Irán que llevaban a dirigentes vinculados al gobierno de Cristina como Luis D’Elía, el Cuervo Larroque y el jefe de Quebracho Fernando Esteche, entre otros.
El punto no era la estatura política de los sospechosos sino su función: parecían cumplir órdenes desde lo más alto del poder para “arreglar” cuestiones del Memorando con Irán que vería la luz más adelante y cuyo efecto práctico inmediato sería -como se confirmaría luego- la impunidad de los acusados de volar la AMIA.
El atentado (85 muertos) sigue impune hasta hoy.
Nisman analizó miles de llamadas, las agrupó en 961 cedés, escribió una denuncia y la presentó a la justicia para que se investigara.
No tenía margen para decidir. Sospechó y denunció. De eso trabaja un fiscal.
Tras su denuncia, el Gobierno de Cristina hizo tres cosas.
Salió a atacar a Nisman desde lo más alto del poder con virulencia salvaje -con el fiscal vivo, pero mucho más aún con el fiscal muerto-; embarró la escena del crimen tras el hallazgo del cuerpo e instaló la hipótesis del suicidio, por distintas vías, seis veces en menos de 24 horas.
Sin embargo, esto sufriría un vuelco fugaz e inesperado.
El arma que mató a Nisman, fotografiada en una pericia.
Cuatro días después -el 22 de enero de 2015-, Cristina diría no tener pruebas pero tampoco dudas de que Nisman había sido asesinado.
Y escribió estar convencida de que lo que el propio gobierno intentaba imponer como suicidio no era un suicidio.
¿Cómo llegó ahí?
La nueva hipótesis había nacido en un razonamiento peculiar basado en una especulación electoral (ese año 2015 eran las presidenciales): decir que Nisman se suicidó sería, de algún modo, victimizarlo.
Mejor decir que lo mataron para tirarle el cuerpo a Cristina y victimizarla a ella.
Tres fuentes del gobierno de entonces dijeron a Clarín que quien convenció a Cristina para ir por ese lado fue Horacio Verbitsky, para desesperación del ala política y de Seguridad del gobierno, que habían apostado al suicidio desde el minuto uno.
Este sector sostenía que admitir que Nisman pudo ser asesinado era demasiado peligroso, porque el Gobierno tendría que buscar a los culpables y tirar de una cuerda que nadie sabría dónde podría terminar.
Sobre todo por el desquicio en la SIDE, entonces a cargo de Parrilli y cuya responsable era la propia Cristina.
Aún así, Cristina escribió un análisis de 39 párrafos donde demolía, además de la denuncia de Nisman contra ella, cada una de las razones del presunto suicidio.
“¿Por qué el fiscal iba a pedir prestada un arma para suicidarse si tenía dos armas a su nombre?”, se preguntaba.
Hablaba de los servicios de inteligencia, decía que el papel del colaborador Lagomarsino en el caso era “muy raro” y afirmaba que la verdadera operación contra ella no era la denuncia de Nisman sino asesinar al fiscal.
Siete veces repetía la pregunta: ¿Por qué se iba a suicidar…? y la refutaba con un argumento contundente.
En el Gobierno estalló el desconcierto por el súbito cambio de rumbo.
Sergio Berni, que militaba el suicidio, vio la carta de Cristina en Facebook y salió por radio a la velocidad del rayo: “A medida que se van obteniendo pruebas, la teoría del suicidio queda un poco más lejos“, dijo.
Sergio Berni, al declarar como testigo por la muerte de Nisman.
Por aquellos días, el Gobierno hacía un esfuerzo titánico por controlar el expediente: Parrilli mandó agentes a vigilar la fiscalía de Fein, que investigaba la muerte de Nisman; el Gobierno operaba para que el caso quedara en la justicia ordinaria (cuando era obvio que Nisman había muerto por su trabajo como fiscal federal), y el abogado kirchnerista Maximiliano Rusconi le ofrecía a la jueza Sandra Arroyo Salgado -madre de las hijas de Nisman- ser su abogado querellante.
Entreviendo la maniobra, Arroyo ni lo atendió.
Le mandó decir por su secretaria que no, gracias.
Seis días después de la carta de Cristina, Rusconi dio un salto ornamental y apareció como abogado del acusado Lagomarsino.
El Gobierno entraba al expediente por la vereda opuesta.
Allí se selló el lado definitivo del kirchnerismo en el caso, porque ya no podrían dejar solo al “raro” Lagomarsino, cuya arma apareció en la escena del crimen.
Diego Lagomarsino y su sorpresivo abogado, Maximiliano Rusconi. FOTO LUCÍA MERLE
Sería un suicidio contra viento y marea, aún cuando elementales pruebas forenses demolieran esa posibilidad, como había hecho antes la propia Cristina, acaso con información que hasta hoy no conocemos.
Nunca más importaron los hechos ni la investigación del fiscal Taiano.
La estrategia sería esa -que Nisman se suicidó- y todos detrás.
Aún los que repostearon de inmediato aquel análisis de Cristina avalando la hipótesis de que Nisman había sido asesinado, como la agrupación La Cámpora, El Cuervo Larroque, Wado de Pedro y la hoy vocera presidencial Gabriela Cerruti.
Para el suicidio, Nisman debía tener pólvora en las manos, pero no tenía.
La pistola podría tener huellas de Nisman, pero no tenía.
El arma debía estar a la derecha del cuerpo, pero estaba a la izquierda.
Las manchas de sangre chocaban contra algo que ya no estaba en la escena del crimen, como una persona que salió.
Y el departamento no estaba cerrado por dentro, sino con la llave puesta pero sin cerrar.
Cualquiera pudo salir de allí tras matar a Nisman.
La muerte del fiscal nos sigue interrogando sobre los zócalos del poder y su mensaje mafioso, con espías que declaran ocho años después y sin embargo se contradicen.
El ex jefe del Ejército César Milani, aún señalado como un polo activo de espionaje ilegal, está en las llamadas de aquel fin de semana de Nisman muerto. Igual que Mena, hoy secretario de Justicia de la Nación.
Hasta ahora ninguno de ellos declaró.
Tampoco Cristina, que dirigió todo desde Olivos durante la madrugada en que hallaron el cuerpo -todo lo que Berni hizo esa noche fue con ella en el teléfono– y escribió con la convicción de los hechos cercanos y la sangre caliente que Nisman no podría haberse suicidado nunca.
Cristina es la testigo final de la muerte de Nisman y alguna vez deberá contar lo que sabe, sobre las órdenes que dio aquella noche y por qué escribió lo que escribió sobre el asesinato.
Quizá sea citada este año.
Fuente Clarin