Por fuera del espanto en privado de la madre y su pareja, hubo alarmas públicas que nadie quiso escuchar.
En el Museo del Prado, en Madrid, puede verse (no sin cierto espanto) la obra más negra de la llamada “serie negra” de las pinturas de Goya: Saturno devorando a su hijo.
Aunque toda la escena es dantesca, son los ojos del dios caníbal los que aterran.
Su mirada extraviada en la profundidad de la locura. Ojos monstruosos que parecen mirar hacia el horror, a la vez que horrorizan.
Saturno devoraba a sus hijos porque temía que lo destronaran, como él había hecho con su padre Urano. Mitología.
Pero Goya transmite el pavor humano ante lo incomprensible: nunca entendemos que un padre -o una madre- mate a su hijo.
Saturno devorando a su hijo, la obra de Goya en el Museo del Prado.
El espanto de la tela de Goya -que antes fue un mural- voló en el tiempo y el espacio hasta un sitio del confín del mundo llamado La Pampa, donde un par de mujeres escuchará este jueves la sentencia sobre el asesinato a golpes del hijo de una de ellas. Lucio, de 5 años.
La acusación sostiene que ambas -o cualquiera de ellas, con el consentimiento de la otra- sometían al nene a palizas feroces porque las enfurecía que la criatura fuese un estorbo en su cotidianeidad.
Una espina molesta en la intimidad de la pareja.
La idea quedó tan instalada que la abuela de Lucio le pidió a la Justicia que la madre y la pareja del nene asesinado no estén juntas en la cárcel si son condenadas.
Lo mataron para estar a solas y eso sería la consumación de su deseo, interpreta la mujer.
Como si hubiera un anhelo de estar presas, pero a solas.
Presas, pero sin la molestia del nene molido a palos.
En cierto modo, libres, aunque queden privadas de la libertad.
La locura que llevó a Lucio a un hospital cuando ya estaba muerto excede, sin embargo, la patología asesina de las mujeres que estaban a cargo de su cuidado, si es que el tribunal termina validando esa hipótesis.
También los abusos sexuales a los que el nene era sometido, según las pericias.
Estos -que impulsaron pedir el agravante por “odio de género”– hacen que la escena de Goya, al lado del horror de Lucio, parezca un ingenuo cuento infantil.
Esa demencia privada había pasado muchas veces bajo la lupa pública.
El nene lastimado, con su madre y su madrastra, en un lugar público.
Antes del crimen feroz, hubo una madeja de burocracia insensible que no reacciona ni cuando la zamarrean con asesinatos atroces.
Una jueza le había dado la tenencia de Lucio a Magdalena Espósito, su madre, ya en pareja con Abigail Páez. La denuncian por no exigir los estudios socioambientales.
Lo vemos en las películas. Llega un asistente social y la familia se prepara para una de las grandes citas de su vida.
¿Dónde va a dormir el nene? ¿Quiénes convivirán con él? Lo necesario para un entorno adecuado.
Aún después de esa tenencia a ciegas, el nene entró cinco veces a emergencias médicas.
Siempre herido por palizas, mordeduras o quemaduras. Y siempre lo devolvían al infierno.
La noche de su muerte, unos vecinos trataron de reanimarlo en la calle después de que policías ignoraran los pedidos de socorro.
Lucio llevaba dibujos al Jardín en los que, según los peritos, “pedía ayuda a los gritos”.
Hay demasiadas fotos suyas lastimado.
El terror después del terror es pensar que Lucio seguiría sufriendo las palizas de la demencia ciega si no lo hubieran asesinado.
Que nada ni nadie lo salvarían del infierno imparable.
Es posible que, si no hubiésemos sabido de Lucio por su muerte, él aún siguiera allí, conteniendo la respiración en el abismo.
¿Cuántos Lucios no estamos viendo ahora?
Por afuera del horror privado, pocas cosas muestran la precariedad de un país como la abulia autómata de la burocracia sorda, indolente, en medio de las alarmas sonando por todas partes.
Fuente Clarin