MADRID, España. — Acabo de ver la ópera de John Adams sobre Nixon en China. Una obra de esa envergadura sólo puede verse en el Teatro Real de Madrid o en el Palau de la Música Catalana. Su grandiosa escenificación, sus coros, su instrumentación, requerían un edificio adecuado. Tardó más de treinta años en verse en Madrid. Se estrenó en 1987 sobre sucesos que habían ocurrido en 1972. Se ve, se palpa, que le han pasado los años por las ojeras y las mataduras. Alice Goodman, una judía estadounidense que eligió ser sacerdotisa anglicana, hizo el libreto de la ópera. Actualmente es Capellana del Trinity College en Gran Bretaña. Está casada con Geoffrey Hill, un poeta inglés (Benny Goodman, músico y director de una gran banda de jazz, era también judío, y su mujer se llamaba Alice, pero creo que nada tuvo que ver con esta nueva Alice Goodman, poetisa nacida en 1958).
En febrero 22 de 1972 Nixon está en Pekín. Recuerda que en ese día nació George Washington y lo ve como un buen augurio. Pero oculta lo que sería un leit motiv de Henry Kissinger, su consejero más importante: sacar a Estados Unidos del reñidero europeo y asiático. Esencialmente, se trata de la lección sobre política internacional que ofrece George Washington en su “Discurso de Despedida” (1796) sobre la recién nacida república americana. Lo hizo publicar en el más importante diario estadounidense de la época, naturalmente de Filadelfia. Hay que separarse de las disputas de Europa —dice GW—. Estados Unidos no debe mezclarse con esa clase de sangrientos incidentes (Eso es lo que predica Henry Kissinger, junto a su evaluación de que no hay nada excepcional en el devenir americano). Washington muere dos años y medio después de pronunciar su “Discurso de Despedida”. Está dedicado, como Cincinato, a sus asuntos privados tras la proeza de derrotar a los ingleses.
Zhou Enlai es el Primer Ministro cuando preparan el viaje de Richard Nixon para reunirse con Mao Zedong. Mao habla como un profeta en apotegmas. Zhou está a cargo de las relaciones exteriores. Dice cosas inteligentes e inteligibles. Pat Nixon, la mujer del Presidente de USA, está llena de empatía por las mujeres chinas y lo comunica de una manera excelente. Entre todos están preparando la traición de Taiwán.
En la vida real, no en la ópera, se produce el Watergate (1972) y tras ese escándalo la renuncia de Nixon (1974), precedida por la entrega de la vicepresidencia (1973). Gobierna y preside el país Gerald Ford, exportavoz del Partido Republicano en la Cámara de Representantes (el único republicano que tenía ascendencia entre la bancada demócrata), sucesor constitucional del vicepresidente Spiro T. Agnew (1969-1973), quien llegó a un arreglo con sus captores por una cuestión fiscal de apenas 29.000 dólares: él no se presentaría a otro cargo electoral mientras pudiera acogerse a no visitar la cárcel. Agnew responsabilizó a Nixon de sus sufrimientos y pesares. Según él, Nixon entregó su cabeza inútilmente. Después pidieron la suya y las de otros colaboradores. Casi 70 personas fueron acusadas. 48 fueron condenadas a cárcel.
Si la ópera hubiera sido escrita en el año 2000 no traería las locuras de Mao (“El salto adelante” y, sobre todo, “La revolución cultural”), sino sobre las realizaciones de Deng Xiaoping. Hechas todas bajo un aforismo que implicaba que había terminado la época del voluntarismo de Mao: “qué importa si el gato es blanco o negro, con tal de que cace ratones”. China había sido hasta el siglo XV la primera nación de la Tierra. Y había ocupado ese puesto envidiable, precisamente por eso: porque se enfrentó a los problemas con una visión no ideológica, sino práctica. Deng focalizó en la filosofía la solución de los problemas. De ahí que es inútil tratar de encontrar un “modelo” en la China que comparece ante la historia (en nuestros días, claro está). Fueron abriendo el mercado en la medida que lo permitía la reforma.
Deng disparó un dardo envenenado contra el marxismo-leninismo cuando dijo que “enriquecerse es bello”. No hay otra forma de enriquecerse que con los capitanes de empresas devorando y reinvirtiendo la diferencia entre lo que valen las cosas al pie de la máquina y el precio de venta al público, la famosa plusvalía que, de acuerdo con Marx, debería ser asignada a los trabajadores. Sólo que hay factores subjetivos que no entran en la ecuación como demostraron los marginalistas en la época misma de Marx, comenzando por William S. Jevons, Carl Menger y León Walras, hasta Eugen von Böhm-Barwek, que le dedicó todo un capítulo de su libro (Capital e Interés, 1884), el cual Marx no pudo leer porque apareció un año después de que él muriera en 1883.
Pero vivimos en la era de Xi Jinping y no en la época de Deng Xiaoping (1904-1997), “el arquitecto de la China moderna”, como le llaman los compatriotas más reverentes, quien tenía una gran prensa, pese a la matanza de la Plaza de Tiananmén en 1989, donde murieron, quizás, miles de personas, aunque el gobierno reconoce menos de 500. ¿En qué coinciden Deng y Xi? Por lo pronto, ambos son reformistas y no confían en el marxismo, aunque se sirven del Partido Comunista Chino. En la reunión que Biden y su homólogo chino sostuvieron en noviembre de 2022 se reafirmó que no habría una “Guerra Fría” entre USA y China. Xi fue a decirle a Biden que Rusia tira la toalla en Ucrania a cambio de internacionalizar el mar en torno a la península de Crimea. ¿Se animaría el equipo —John Adams y Alice Goodman— a forjar una nueva ópera? Lo que cambia son los personajes que mueven los hilos de la historia.
Fuente Cubanet.org