Por Alberto Amato
Mark Felt fue la fuente que reveló a los periodistas del Washington Post la información confidencial del escándalo Watergate. Era el número 2 del FBI y sus datos contribuyeron a la caída de Richard Nixon en 1974. Su identidad se mantuvo oculta a lo largo de treinta y tres años. Un día, sobre el final de su vida, se hartó y decidió contarlo todo
Y un día, harto del silencio y del secreto, sobre el filo de su larga vida, decidió hablar. Tres décadas de secreto le parecieron demasiado secreto. Dio un reportaje a la revista Vanity Fair, que fue publicado el 31 de mayo de 2005, hace dieciocho años, y que llevaba un título revelador, el que todos esperaban en Estados Unidos y en buena parte del mundo que había seguido el ya legendario Caso Watergate, un escándalo todavía proyectaba su sombra ominosa sobre la política, y condicionaba al poder, a la prensa y a las relaciones entre ambos.
El título revelador de Vanity Fair decía: “Yo soy el tipo al que llamaban Garganta Profunda”. Al lado, estaba la fotografía de Mark Felt, que había sido el número dos de la Oficina Federal de Investigaciones de Estados Unidos, el FBI, y que se había convertido en la fuente de información secreta de Bob Woodward, por entonces joven periodista del Washington Post, que investigó, junto a su joven colega Carl Bernstein, el caso que sacudió a la sociedad americana y terminó con la renuncia a la presidencia de Richard Nixon, el primero, hasta ahora el único, de los presidentes de Estados Unidos en renunciar.
El título revelador de Vanity Fair decía: “Yo soy el tipo al que llamaban Garganta Profunda”. La noticia salió a la luz el 31 de mayo de 2005
La historia hay que contarla de nuevo. Porque hace muchos años que pasó y porque es apasionante recordarla. El 17 de junio de 1972, cinco ladrones entraron al edificio Watergate de Washington, y a las oficinas del cuartel general del Partido Demócrata, rival del Partido Republicano al que representaba Nixon. No eran ladrones. Eran agentes de la CIA contratados por la Casa Blanca para pinchar los teléfonos de sus rivales e instalar micrófonos que permitieran monitorear sus conversaciones. Algo por completo ilegal, pero que financiado y sostenido por el presidente de Estados Unidos, aparecía como mucho peor.
Bob Woodward, por entonces joven periodista del Washington Post, que investigó, junto a su joven colega Carl Bernstein, el caso que sacudió a la sociedad americana y terminó con la renuncia a la presidencia de Richard Nixon, el primero, hasta ahora el único, de los presidentes de Estados Unidos en renunciar (Getty Images)
Los pescaron a todos y los pasaron a disposición de un juez que les tomaría declaración al día siguiente, domingo 18, en un juzgado de la calle Quinta de la capital americana. Todos dijeron que eran plomeros. Era una broma interna. La Casa Blanca los había contratado para evitar filtraciones a la prensa y uno de ellos, Frank Sturgis, decidió que si estaban destinados a evitar filtraciones debían llamarse a sí mismos plomeros. Eso dijeron a la policía cuando los detuvieron y cuando les secuestraron, entre otras un aparataje infernal destinado a escuchas telefónicas, quinientos dólares a cada uno, todos en billetes nuevos, de cien dólares y con numeración correlativa. Era algo demasiado inusual.
Además de Sturgis, integraban el grupo de plomeros, Bernard Baker, también de la CIA, Virgilio González, contratado por la agencia de inteligencia, Eugenio Martínez, un mercenario anticastrista que había llegado desde Miami y un pez gordo, muy gordo: James McCord, oficial de la CIA y, en esos días, jefe de seguridad de la campaña de reelección de Nixon. El tiempo y la Justicia probarían que los dólares nuevos de los “plomeros” provenían de la recaudación diaria del fondo de CREP (Comité por la Reelección del Presidente).
El presidente Richard Nixon muestra transcripciones de grabaciones de audio de la Casa Blanca después de que en un discurso televisado a la nación anunció que entregaría las transcripciones a investigadores de la Cámara de Representantes sobre el caso Watergate, el 29 de abril de 1974, en Washington (AP)
En el Post sonó la alarma. Lo que primero se había tomado como un asalto común a una dependencia de los demócratas, pasó de inmediato a ser lo que era: un asalto al Comité Nacional de ese partido. Woodward fue enviado al juzgado, mientras Bernstein hablaba con sus fuentes en Miami para averiguar el pasado de algunos de los “plomeros”. En la tarde de ese día, cuando el juez preguntó por su profesión verdadera a los detenidos, McCord no tuvo más remedio que admitir que trabajaba, o había trabajado, para un organismo del gobierno. “¿En cuál servicio del gobierno?”, quiso saber el juez. Y, en un susurro, McCord dijo: “En la CIA”. Woodward, que había buscado una mejor ubicación mejor en la sala, lo escuchó con claridad y pegó un salto: “Mierda, la CIA”, dijo. Y marchó hacia el Washington Post. Así empezó la investigación del Caso Watergate.
Más historia. En mayo de ese año, un mes antes de la incursión de los “plomeros” en Watergate, murió en su cama quien había sido por muchos años el jefe del FBI, J. Edgar Hoover, dueño de muchos secretos. Muerte natural mientras dormía, dijeron los partes oficiales. Y en esos casos mejor no preguntar. Pero la casa de Hoover fue invadida por agentes del FBI al mando del temido, y controvertido, jefe del contraespionaje americano, James Jesus Angleton: los agentes se alzaron con casi todos los archivos de Hoover.
Durante su juicio, los acusados de irrumpir en las oficinas del Comité Nacional Demócrata en el complejo Watergate, se fotografiaron junto a su abogado. De izquierda a derecha: Virgilio Gonzales, Frank Sturgis, el abogado Henry Rothblatt, Bernard Barker y Eugenio Martínez (© Wally McNamee/CORBIS/Corbis vía Getty Images)
Mark Felt era el número dos del FBI y esperaba, ansiaba también, ser nombrado en su lugar. Pero Nixon eligió a L. Patrick Gray como director interino y lo confirmó el 17 de febrero de 1973: Gray había sido un aliado de Nixon en la campaña electoral de 1960 que perdió frente a John Kennedy.
Relegado y, tal vez, resentido, Felt tuvo acceso a toda la información oficial sobre el Caso Watergate y decidió contar lo que sabía a Bob Woodward. Ambos se conocían. A principios de 1970, Woodward era un joven oficial de la Armada al servicio del almirante Thomas Moorer, titular del Estado Mayor Conjunto, y enlace del almirante con la Casa Blanca. Fue en los pasillos alfombrados de azul o de rojo, según las dependencias, donde Woodward y Felt trabaron amistad. El joven periodista del Post tuvo oro en las manos: un informante de primera línea, que soltaba información muy valiosa, si bien con cuenta gotas, y a quien el periodista no podía nombrar, aunque podía acercarse a su identificación, sin revelar o dar pista alguna sobre su identidad. Para el Post, Mark Felt fue “Una fuente de la Rama Ejecutiva que tenía acceso a la Casa Blanca y al CREP (Comité por la Reelección del Presidente)”, lo que era verdad. Pero, en la intimidad, para Woodward y para Bernstein, la fuente pasó a ser Garganta Profunda.
El domingo 12 de junio de 1972, cinco días antes del asalto al edificio Watergate, se estrenó en trescientos cines de Estados Unidos “Deep Throat – Garganta Profunda”, una película porno que lanzó a la fama a la actriz Linda Lovelace. El azar y el humor le dieron ese nombre secreto a Felt (Gettyimages)
El azar y el humor le dieron ese nombre secreto a Felt, y bautizaron, en todo el mundo y hasta hoy, a la fuente que brinda muy buena información y no quiere ser identificada. El domingo 12 de junio de 1972, cinco días antes del asalto al edificio Watergate, se estrenó en trescientos cines de Estados Unidos“Deep Throat – Garganta Profunda”, una película porno que lanzó a la fama a la actriz Linda Lovelace, que se haría famosa por actuaciones en ese tipo de films. En esta producción, Lovelace encaraba a una muchacha que padecía, o sobrellevaba, una alteración genética. Si no era una alteración, al menos era una rareza: tenía al clítoris en la garganta. El dato exime de mayores explicaciones chungas sobre el guion que, justo es decir, no estaba destinado a enaltecer el cine americano cómo sí lo hicieron los de “Matar un ruiseñor” o “El Padrino”, por citar sólo dos ejemplos.
La cosa es que Felt se ligó el apodo de Garganta Profunda sin que al parecer le haya molestado mucho. En 1973, al terminar la investigación del caso Watergate, Woodward y Bernstein publicaron un libro excepcional, “All the president’s Men-Todos los hombres del Presidente”, que ganó el Pulitzer ese año. En esas páginas inolvidables, que de alguna manera marcaron a los jóvenes periodistas de entonces, revelaron el rol que tuvo Felt en la investigación y los peligros que corrieron los dos periodistas, y quienes se confiaban a ellos, amenazados por la todopoderosa CIA de Nixon.
Aquel de fuentes anónimas y encuentros ocultos era un juego del gato y el ratón en el que todos eran gatos y todos ratones, según las circunstancias. Richard Nixon y sus asesores más cercanos, su temido jefe de gabinete, Harry Haldeman y el asistente presidencial John Ehrlichman, supieron siempre que el informante del Post era Felt. Pero que el presidente y sus asesores directos supieran quién era el que filtraba información al Post, se supo años después, cuando fueron dadas a conocer las grabaciones de Nixon en la Casa Blanca.
Katharine Graham, editora de The Washington Post, y Ben Bradlee, editor ejecutivo del diario, soportaron las presiones para que los periodistas pudieran investigar el caso Watergate (Getty Images)
La Casa Blanca no quiso frenar a Felt, tampoco pudo, porque todos temieron. Primero, el presidente quiso saber qué pretendía Felt. “Ser director del FBI”, le reveló Haldeman. “¿Es judío?”, preguntó Nixon. “No voy a poner a un judío allí…” Luego el presidente temió que, si despedía a Felt, el número dos del FBI fuese a la televisión a contarlo todo: “Y lo sabe todo”, aseguró el presidente. ¿Qué era “todo”? Nixon no inmoló su presidencia, ni su vida política, sólo por el asalto a la sede Demócrata en el edificio Watergate, ni por el intento de pinchar los teléfonos de sus adversarios, o de instalar micrófonos en sus oficinas. Fue por el encubrimiento que hizo del caso, por su decisión de pedir a la CIA que impidiera la investigación del FBI, fue por obstruir a la Justicia y por dejarlo todo grabado en el sistema que había instalado y perfeccionado en la Casa Blanca que su presidencia se derrumbó. Y lo fue, cuando la justicia pidió que el Presidente cediera esas grabaciones.
El libro de Woodward y Bernstein reveló el curioso procedimiento para citarse el uno al otro e ideado por ambos. Felt había elegido como punto de encuentro para pasar información el estacionamiento D32, del garaje Rossly, de Arlington, Virginia, bajo el edificio Oakhill. Si Woodward necesitaba encontrarse con Felt, debía cambiar de lugar una maceta, con un banderín rojo, ubicada en el balcón de su departamento en el 1718 de la calle P North West de Webster House, Washington. Si era Garganta Profunda quien quería comunicarse, o aceptaba el pedido de Woodward, el periodista hallaba en la página 20 de la edición del New York Times que recibía a diario en su casa, el dibujo de un reloj con la hora de la cita.
Fuente Infobae