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Carta abierta al votante Champagne

6 noviembre, 2023
Primera encuesta electoral del año: cae el oficialismo, en medio de un fuerte clima antigrieta
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“La libertad de votar va acompañada de la responsabilidad por las consecuencias de ese voto, y el derecho al voto en blanco no suprime el derecho que tenemos los demás a señalar sus consecuencias.”

Por Diputado Nacional Fernando Iglesias

De Cámpora a Néstor, de Néstor a Cristina, y de Cristina a Massa. Hay una foto que no lo explica todo pero dice bastante sobre la manera en que los argentinos elegimos presidentes. Es una foto magnífica. Casi todos la hemos visto alguna vez. Se trata del abrazo entre Evita y Perón en ocasión del 17 de octubre de 1951, sexto Día de la Lealtad Peronista y primera trasmisión de la televisión argentina. Es el último discurso de Evita, su despedida, aunque con fines propagandísticos peronistas es recordada como “la foto del renunciamiento histórico”, lo cual es inexacto. Se produjo un mes y medio después de su renuncia a la candidatura de vicepresidenta de la Nación y nueve meses antes de su muerte, y merece un breve estudio.

En primer plano, una Evita conmovida abraza a Perón. No se ve la cara de ninguno de los dos pero se adivina su llanto, y que Perón trata de consolarla. Evita, apenas sostenida por Perón, acababa de pronunciar uno de sus discursos más paranoicos y sectarios, el de “caiga quien caiga”: “Que vengan ahora los enemigos del pueblo, de Perón y de la Patria. Nunca les tuve miedo porque siempre creí en el pueblo… Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga”. Se trata de una pieza perfectamente reconocible de la oratoria fascista del peronismo original, en la que se identifica al peronismo con Dios, el pueblo y la Patria, y a sus opositores con la ignominia y la traición. Se anuncian también futuras expurgaciones del cuerpo sagrado de la nación (“La victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga”), que el mismo peronismo terminó sufriendo en carne propia.

Pero no es esto lo que quería destacar. Lo que quería destacar es que Evita se está muriendo, y ella sabe que se está muriendo, y todos saben que ella se está muriendo. Por eso sus rostros se ven apropiadamente acongojados. Todos, menos uno. Se lo ve sonriente y satisfecho en el segundo plano de la foto, como si no comprendiera la situación o fuera incapaz de conectarse emocionalmente con ella. Se asoma a la escena histórica desde atrás, y sonríe y aplaude. Como hizo durante toda su vida, aplaude. Estúpida e insensiblemente, aplaude. Mientras decenas en el balcón y miles debajo del balcón y millones en sus casas se conmocionan y lloran, él sonríe y aplaude. Se trata de Cámpora, el odontólogo providencial. Ya es presidente de la Cámara de Diputados aquel año, el de 1951, y veintidós años más tarde su sistemática obsecuencia lo llevará a la Presidencia de la Nación, para desgracia del país.

Lo que me interesa señalar es esto: de todos los que estaban en ese balcón, y debajo del balcón, y en el resto del país, que escuchaba emocionado por la radio, peronistas y gorilas, la despedida política de una de las figuras centrales de la Historia argentina, elegimos para la Presidencia de la República en 1973 al único sujeto con capacidades emocionales diferentes que en un momento como aquél sonreía y aplaudía. ¿Cómo lo hicimos? ¿Por qué? ¿Qué mecanismos empleamos? No pueden ser cuestiones secundarias. Sobre todo porque treinta años después de aquella proeza, de entre la abundante oferta de candidatos de mayo de 2003, con esa compulsión por la repetición de desgracias que nos caracteriza, pusimos la Presidencia del país en manos de otro salvador de la Patria con capacidades emocionales diferentes, Néstor Kirchner, y aquel obsecuente de la foto del Renunciamiento Histórico, el odontólogo providencial, tuvo su reivindicación histórica y hasta su propia agrupación política post-mortem: La Cámpora.

Con excepción de la primera línea, escribí esto en el año 2015 en “Es el peronismo, estúpido”. A pesar de haber sido publicado por una pequeña editorial, el libro se convirtió en el best seller político de aquel año, vendió más de 100.000 ejemplares y, más allá de sus méritos y sus deméritos, corrió la línea de lo que podía decirse sobre el peronismo en este país. Su éxito anunció lo que se venía: el primer gobierno no peronista después de Duhalde, de Néstor y de los dos de Cristina. Fue la primera y única vez que voté lo mismo que la mayoría de los argentinos; mi único voto al candidato ganador.

La referencia a 2003 no era gratuita. Aquel año el peronismo cumplió la increíble hazaña de ganar la Presidencia a pesar de ir dividido en tres candidaturas: Menem, Kirchner y Rodríguez Saá. Al ballotage llegaron Menem (24%) y Kirchner (22%). Después Menem renunció a competir y Néstor fue presidente. Nada cuesta reflexionar que si los candidatos republicanos López Murphy (16%) y Carrió (14%) hubieran competido unidos habrían ganado la Presidencia y viviríamos hoy en otro país. Lamentablemente, para Carrió y para sus votantes champagne, cualquier alianza con López Murphy era inaceptable porque representaba lo mismo que Menem: el odiado neoliberalismo. Así nos fue.

Son, todas éstas, interesantes lecciones acerca de la necesidad de la unidad opositora al peronismo, que los republicanos empleamos con éxito en 2015 pero parecemos haber olvidado hoy. No solo porque no votamos masivamente a Juntos por el Cambio, que con todos sus defectos era la única propuesta de unidad opositora; sino porque dudamos hoy en votar a la única propuesta opositora disponible, que es -nos guste o no- Javier Milei.

La realidad es lo que es, no lo que nos gustaría que fuera. El peronismo logró partir el frente opositor apoyando no muy subrepticiamente a Milei con el objeto de evitar el triunfo de Juntos por el Cambio en primera vuelta y meter a su candidato en el ballotage a pesar del horroroso gobierno de estos cuatro años y las espantosas consecuencias que estamos sufriendo. Y la cosa le salió mejor de lo esperado: la candidatura de Milei no solo puso a Massa en el ballotage sino que dejó afuera a Patricia Bullrich. Momento en el cual el peronismo, en la persona de Luis Barrionuevo, declaró cumplida su misión, le retiró todo apoyo al plan B con excusas morales que provocan carcajadas, y volvió a apoyar su plan A: Massa presidente, bien custodiado desde la provincia por Cristina y Kicillof.

La única propuesta opositora disponible, que es -nos guste o no- Javier Milei

Con lo que volvemos al dilema original, el de la foto: ¿cómo hacemos los argentinos para elegir, de entre todos los candidatos posibles, al peor? ¿Cómo hacemos para entregarle el país a Sergio Massa, el más hipócrita, el más ventajero, el más hijo de puta -al decir de Néstor Kirchner-, el más comprometido (ver el caso Scapolan) con las mafias del narcocrimen organizado, el candidato visible de la mafia corporativa empresarial que sigue haciéndose el festín mientras la Argentina se cae a pedazos?

La respuesta es simple. La dirigencia peronista no tiene ningún prurito ni ningún escrúpulo y por eso le es fácil reunir al agua y el aceite en su propia coalición al mismo tiempo que divide el frente opositor. Es una cuestión de poder, negocios e impunidad, no de ideas ni mucho menos de honor. Así, Cristina y Grabois se han escondido para que resuene otra vez en el país la exitosa melodía de 2019: Massa moderado. Cristina, lista para retirarse a cuidar nietos. Votalos sin temor.

Todo esto se sostiene, evidentemente, en la capacidad de retener el 36% de los votos a pesar de los 140.000 muertos de la cuarentena eterna administrada bajo el designio de los negociados con las vacunas, las festicholas en Olivos y el vacunatorio VIP; del desastre económico de quienes volvieron a reventar la tarjeta que Cambiemos había dejado en orden en 2019, del Banco Central sin un dólar, los déficits y la inflación volando, la falta de insumos médicos y combustibles, los 80.000 millones de dólares más de deuda y los dos millones de nuevos pobres; la mayoría de ellos, creados este último año por el ministro de Economía y candidato a la Presidencia Sergio Massa.

Se trata del voto peronista, basado en el miedo, la dependencia clientelista, la imposibilidad de pensar en un país diferente en el cual el único problema no sea qué comer mañana, además de factores identitarios delirantes: el tío Juan, que era un laburante macanudo y votaba siempre al peronismo, y la abuela Ramona, a quien Evita le regaló su primera muñeca en 1949.

Y bien, del otro lado está el votante no peronista y antiperonista, que es un votante champagne. Por eso, descontentos con los innegables errores de Juntos por el Cambio, muchos votaron a Milei y nos dejaron fuera del ballotage. Y por eso ahora, muchos no comprenden la gravedad de la situación, la posibilidad concreta de que Massa abra un nuevo ciclo de veinte años peronistas después del cual ya no habrá nada para recuperar. De manera que piensan votar en blanco porque, por razones perfectamente comprensibles y que yo mismo he explicitado varias veces, no les gusta y desconfían de Milei.

Comencemos por lo evidente, por las dudas: 1) Cada uno tiene derecho a votar cómo le parece. 2) Nadie es dueño de la verdad ni de los votos de los demás. 3) Votar en blanco también es una opción. Una opción que tiene hoy excelentes razones dada la debilidad evidente de la opción opositora. Pero la libertad de votar va acompañada de la responsabilidad por las consecuencias de ese voto, y el derecho al voto en blanco no suprime el derecho que tenemos los demás a señalar sus consecuencias.

La cosa es simple: es muy difícil que quien votó a Massa o a Milei vaya a cambiar su voto. Por lo tanto, la elección se define por las preferencias de quienes no los votaron. Milei arranca del 30%, y si no suma la casi totalidad del voto por Patricia Bullrich (24%), Massa será nuestro próximo presidente. Si es así, imagínense lo que va a ser este país cuando el psicópata peronista saque la conclusión inevitable de que -sin importar las barrabasadas que cometa- el poder sigue en sus manos. No quiero ese país para mí ni para nadie. Por eso, por poco que me guste el candidato y por difícil que sea la posibilidad de que gane y nos saque de esta catástrofe, voy a votar por Javier Milei. El champagne habrá que tomarlo en otra ocasión.
“La libertad de votar va acompañada de la responsabilidad por las consecuencias de ese voto, y el derecho al voto en blanco no suprime el derecho que tenemos los demás a señalar sus consecuencias.”

Por Diputado Nacional Fernando Iglesias

De Cámpora a Néstor, de Néstor a Cristina, y de Cristina a Massa. Hay una foto que no lo explica todo pero dice bastante sobre la manera en que los argentinos elegimos presidentes. Es una foto magnífica. Casi todos la hemos visto alguna vez. Se trata del abrazo entre Evita y Perón en ocasión del 17 de octubre de 1951, sexto Día de la Lealtad Peronista y primera trasmisión de la televisión argentina. Es el último discurso de Evita, su despedida, aunque con fines propagandísticos peronistas es recordada como “la foto del renunciamiento histórico”, lo cual es inexacto. Se produjo un mes y medio después de su renuncia a la candidatura de vicepresidenta de la Nación y nueve meses antes de su muerte, y merece un breve estudio.

En primer plano, una Evita conmovida abraza a Perón. No se ve la cara de ninguno de los dos pero se adivina su llanto, y que Perón trata de consolarla. Evita, apenas sostenida por Perón, acababa de pronunciar uno de sus discursos más paranoicos y sectarios, el de “caiga quien caiga”: “Que vengan ahora los enemigos del pueblo, de Perón y de la Patria. Nunca les tuve miedo porque siempre creí en el pueblo… Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga”. Se trata de una pieza perfectamente reconocible de la oratoria fascista del peronismo original, en la que se identifica al peronismo con Dios, el pueblo y la Patria, y a sus opositores con la ignominia y la traición. Se anuncian también futuras expurgaciones del cuerpo sagrado de la nación (“La victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga”), que el mismo peronismo terminó sufriendo en carne propia.

Pero no es esto lo que quería destacar. Lo que quería destacar es que Evita se está muriendo, y ella sabe que se está muriendo, y todos saben que ella se está muriendo. Por eso sus rostros se ven apropiadamente acongojados. Todos, menos uno. Se lo ve sonriente y satisfecho en el segundo plano de la foto, como si no comprendiera la situación o fuera incapaz de conectarse emocionalmente con ella. Se asoma a la escena histórica desde atrás, y sonríe y aplaude. Como hizo durante toda su vida, aplaude. Estúpida e insensiblemente, aplaude. Mientras decenas en el balcón y miles debajo del balcón y millones en sus casas se conmocionan y lloran, él sonríe y aplaude. Se trata de Cámpora, el odontólogo providencial. Ya es presidente de la Cámara de Diputados aquel año, el de 1951, y veintidós años más tarde su sistemática obsecuencia lo llevará a la Presidencia de la Nación, para desgracia del país.

Lo que me interesa señalar es esto: de todos los que estaban en ese balcón, y debajo del balcón, y en el resto del país, que escuchaba emocionado por la radio, peronistas y gorilas, la despedida política de una de las figuras centrales de la Historia argentina, elegimos para la Presidencia de la República en 1973 al único sujeto con capacidades emocionales diferentes que en un momento como aquél sonreía y aplaudía. ¿Cómo lo hicimos? ¿Por qué? ¿Qué mecanismos empleamos? No pueden ser cuestiones secundarias. Sobre todo porque treinta años después de aquella proeza, de entre la abundante oferta de candidatos de mayo de 2003, con esa compulsión por la repetición de desgracias que nos caracteriza, pusimos la Presidencia del país en manos de otro salvador de la Patria con capacidades emocionales diferentes, Néstor Kirchner, y aquel obsecuente de la foto del Renunciamiento Histórico, el odontólogo providencial, tuvo su reivindicación histórica y hasta su propia agrupación política post-mortem: La Cámpora.

Con excepción de la primera línea, escribí esto en el año 2015 en “Es el peronismo, estúpido”. A pesar de haber sido publicado por una pequeña editorial, el libro se convirtió en el best seller político de aquel año, vendió más de 100.000 ejemplares y, más allá de sus méritos y sus deméritos, corrió la línea de lo que podía decirse sobre el peronismo en este país. Su éxito anunció lo que se venía: el primer gobierno no peronista después de Duhalde, de Néstor y de los dos de Cristina. Fue la primera y única vez que voté lo mismo que la mayoría de los argentinos; mi único voto al candidato ganador.

La referencia a 2003 no era gratuita. Aquel año el peronismo cumplió la increíble hazaña de ganar la Presidencia a pesar de ir dividido en tres candidaturas: Menem, Kirchner y Rodríguez Saá. Al ballotage llegaron Menem (24%) y Kirchner (22%). Después Menem renunció a competir y Néstor fue presidente. Nada cuesta reflexionar que si los candidatos republicanos López Murphy (16%) y Carrió (14%) hubieran competido unidos habrían ganado la Presidencia y viviríamos hoy en otro país. Lamentablemente, para Carrió y para sus votantes champagne, cualquier alianza con López Murphy era inaceptable porque representaba lo mismo que Menem: el odiado neoliberalismo. Así nos fue.

Son, todas éstas, interesantes lecciones acerca de la necesidad de la unidad opositora al peronismo, que los republicanos empleamos con éxito en 2015 pero parecemos haber olvidado hoy. No solo porque no votamos masivamente a Juntos por el Cambio, que con todos sus defectos era la única propuesta de unidad opositora; sino porque dudamos hoy en votar a la única propuesta opositora disponible, que es -nos guste o no- Javier Milei.

La realidad es lo que es, no lo que nos gustaría que fuera. El peronismo logró partir el frente opositor apoyando no muy subrepticiamente a Milei con el objeto de evitar el triunfo de Juntos por el Cambio en primera vuelta y meter a su candidato en el ballotage a pesar del horroroso gobierno de estos cuatro años y las espantosas consecuencias que estamos sufriendo. Y la cosa le salió mejor de lo esperado: la candidatura de Milei no solo puso a Massa en el ballotage sino que dejó afuera a Patricia Bullrich. Momento en el cual el peronismo, en la persona de Luis Barrionuevo, declaró cumplida su misión, le retiró todo apoyo al plan B con excusas morales que provocan carcajadas, y volvió a apoyar su plan A: Massa presidente, bien custodiado desde la provincia por Cristina y Kicillof.

La única propuesta opositora disponible, que es -nos guste o no- Javier Milei

Con lo que volvemos al dilema original, el de la foto: ¿cómo hacemos los argentinos para elegir, de entre todos los candidatos posibles, al peor? ¿Cómo hacemos para entregarle el país a Sergio Massa, el más hipócrita, el más ventajero, el más hijo de puta -al decir de Néstor Kirchner-, el más comprometido (ver el caso Scapolan) con las mafias del narcocrimen organizado, el candidato visible de la mafia corporativa empresarial que sigue haciéndose el festín mientras la Argentina se cae a pedazos?

La respuesta es simple. La dirigencia peronista no tiene ningún prurito ni ningún escrúpulo y por eso le es fácil reunir al agua y el aceite en su propia coalición al mismo tiempo que divide el frente opositor. Es una cuestión de poder, negocios e impunidad, no de ideas ni mucho menos de honor. Así, Cristina y Grabois se han escondido para que resuene otra vez en el país la exitosa melodía de 2019: Massa moderado. Cristina, lista para retirarse a cuidar nietos. Votalos sin temor.

Todo esto se sostiene, evidentemente, en la capacidad de retener el 36% de los votos a pesar de los 140.000 muertos de la cuarentena eterna administrada bajo el designio de los negociados con las vacunas, las festicholas en Olivos y el vacunatorio VIP; del desastre económico de quienes volvieron a reventar la tarjeta que Cambiemos había dejado en orden en 2019, del Banco Central sin un dólar, los déficits y la inflación volando, la falta de insumos médicos y combustibles, los 80.000 millones de dólares más de deuda y los dos millones de nuevos pobres; la mayoría de ellos, creados este último año por el ministro de Economía y candidato a la Presidencia Sergio Massa.

Se trata del voto peronista, basado en el miedo, la dependencia clientelista, la imposibilidad de pensar en un país diferente en el cual el único problema no sea qué comer mañana, además de factores identitarios delirantes: el tío Juan, que era un laburante macanudo y votaba siempre al peronismo, y la abuela Ramona, a quien Evita le regaló su primera muñeca en 1949.

Y bien, del otro lado está el votante no peronista y antiperonista, que es un votante champagne. Por eso, descontentos con los innegables errores de Juntos por el Cambio, muchos votaron a Milei y nos dejaron fuera del ballotage. Y por eso ahora, muchos no comprenden la gravedad de la situación, la posibilidad concreta de que Massa abra un nuevo ciclo de veinte años peronistas después del cual ya no habrá nada para recuperar. De manera que piensan votar en blanco porque, por razones perfectamente comprensibles y que yo mismo he explicitado varias veces, no les gusta y desconfían de Milei.

Comencemos por lo evidente, por las dudas: 1) Cada uno tiene derecho a votar cómo le parece. 2) Nadie es dueño de la verdad ni de los votos de los demás. 3) Votar en blanco también es una opción. Una opción que tiene hoy excelentes razones dada la debilidad evidente de la opción opositora. Pero la libertad de votar va acompañada de la responsabilidad por las consecuencias de ese voto, y el derecho al voto en blanco no suprime el derecho que tenemos los demás a señalar sus consecuencias.

La cosa es simple: es muy difícil que quien votó a Massa o a Milei vaya a cambiar su voto. Por lo tanto, la elección se define por las preferencias de quienes no los votaron. Milei arranca del 30%, y si no suma la casi totalidad del voto por Patricia Bullrich (24%), Massa será nuestro próximo presidente. Si es así, imagínense lo que va a ser este país cuando el psicópata peronista saque la conclusión inevitable de que -sin importar las barrabasadas que cometa- el poder sigue en sus manos. No quiero ese país para mí ni para nadie. Por eso, por poco que me guste el candidato y por difícil que sea la posibilidad de que gane y nos saque de esta catástrofe, voy a votar por Javier Milei. El champagne habrá que tomarlo en otra ocasión.

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