Por Carlos Manfroni
La Teología de la Liberación está en decadencia, pero quedaron sus estructuras intelectuales; la Iglesia pierde feligreses y muchos suponen que es porque se necesita mayor compromiso social y político, pero la deserción se produce hacia confesiones donde sólo se habla de Dios
En 1909, León Bloy escribió que “el deseo de los pobres es lo que un día acusará con voz terrible a los ricos” y que “todo el mundo que posee más de lo que necesita para su vida material y espiritual es un millonario y, por eso mismo, un deudor de aquellos que nada poseen”. Por entonces, faltaban todavía ocho años para que estallara la revolución que dio paso al primer régimen comunista de la historia y que esclavizó a Rusia durante más de siete décadas.
Bloy, quien murió, precisamente, en 1917, no llegó a conocer la Unión Soviética. Tampoco pudo comprobar los beneficios que medio siglo más tarde trajo al mundo el capitalismo, especialmente en materia de alimentación. Sin embargo, ya existían los socialistas, y este escritor católico francés, que dedicó a los pobres su pluma y su vida, no simpatizaba con el socialismo. ¿Cuál era la diferencia? ¿Qué distinguía a su retórica encendida contra los ricos, de aquellos que proponían una distribución igualitaria de los bienes por parte del Estado? La diferencia era, precisamente, el Estado. Resultaba tan simple que cuesta creer que hasta el día de hoy no se comprenda.
El ideal que sitúa a Bloy y a los socialistas en veredas opuestas es el de la libertad, sin la cual no hay virtud. Él casi no la menciona, por no decir que no menciona en absoluto la libertad en sus libros. Sin embargo, la presencia de la libertad es tan notoria que la prosa con la que amenaza una y otra vez a quien posee más de lo necesario –es decir, a casi todos nosotros– carecería de sentido si no fuera porque Bloy busca estimular la libre determinación de los hombres y mujeres de su tiempo en favor de quienes nada tienen.
Ni siquiera aquellas amenazas son contradictorias con el libre albedrío, porque no contienen un solo elemento de coacción a cumplirse en esta vida. Se trata de una advertencia que se apoya exclusivamente en la fe.
Bloy presiona con el párrafo más temido del Evangelio, como él mismo lo califica y transcribe: “Apartaos de mí, malditos… Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber…”
Con su dureza intransigente, con su verbo destemplado, León Bloy, cuyos libros impulsaron la conversión de Jacques Maritain, busca conmover el corazón de todos nosotros para que nos detengamos frente a una realidad amarga que tantas veces intentamos pasar por alto. Prueba de ello es que, cada tanto, a pesar de su aspereza inveterada, se le escapaba un párrafo que revela su delicada sensibilidad: “El hombre está tan cerca de Dios, que la palabra pobre resulta una expresión de ternura. Cuando el corazón rebosa de compasión o de amor, cuando apenas se pueden contener las lágrimas, esta es la palabra que nos viene a los labios”.
El pobre como objeto de ternura; ése era su objetivo, no como motor de la revolución ni como excusa para el avance del Estado y su máquina infernal de despojo.
¿Por qué no se habrá entendido esto? ¿Por qué no lo habrán escuchado tantos laicos y sacerdotes en los 60 y los 70, cuando dieron vuelta el Evangelio como una media y crearon la Teología de la Liberación, que llenó de sangre, atraso y más pobreza al continente?
Porque algunos grupos guerrilleros se inspiraban en el trotskismo, otros en el maoísmo, pero el más numeroso, que fue aquí Montoneros, era en su superficie una creación parroquial. Los revolucionarios brotaban como lava de colegios católicos, parroquias, universidades confesionales y del gobierno nacionalista del general Juan Carlos Onganía. Algo parecido sucedió inicialmente en Nicaragua con el sacerdote Ernesto Cardenal a la cabeza de la inspiración revolucionaria. En Colombia, con el padre Camilo Torres, quien se integró al izquierdista y violento Ejército de Liberación Nacional. Por supuesto, no puede omitirse al creador de la Teología de la Liberación, el padre Gustavo Gutiérrez Merino, en Perú.
A partir de entonces, el Estado expropió la caridad, confiscó la virtud y monopolizó la solidaridad, por lo cual, como era previsible, desaparecieron la caridad, la virtud y la solidaridad. No podía esperarse otra cosa. Únicamente los seres humanos poseen virtudes; el Estado tiene funciones, aparatos, sistemas de apropiación y despilfarro. Y esto en el mejor de los casos, cuando la pobreza no es la excusa para la corrupción, como sucede la mayoría de las veces.
Los teólogos, los sacerdotes y los cristianos en general eran los últimos de quienes podía esperarse que reemplazaran por una propuesta socialista la caridad que nos faltaba a todos. Era como pretender afianzar la castidad mediante la castración. Estaba muy claro que donde existe imposición por la fuerza no hay virtud. El mensaje religioso se convirtió en una retórica política y los religiosos en oradores de tribuna. Unos pocos, incluso, oficiaron de capellanes de los movimientos insurgentes.
La contradicción con el mensaje evangélico era clara: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Pero hasta esta misma advertencia se interpretó –o se buscó interpretar– como una exhortación al compromiso político. Cuando las cosas van barranca abajo, generalmente no se detienen hasta el final.
Los resultados no podían haber sido peores. Si la solución dependía del poder público, había que arrebatar el gobierno. Y eso es lo que buscó hacerse. De sobra conocemos lo que ocurrió en la Argentina…, o no; porque el tiempo hace olvidar demasiado rápidamente los acontecimientos en estas latitudes y de los hechos sólo queda lo que el establishment eligió conservar. Porque en el medio de esta sucesión de tergiversaciones y arrebatos, también se confiscó la memoria.
Miles de jóvenes, muchos de ellos procedentes de clases altas, se lanzaron a la acción armada, que no desechó los métodos terroristas, bajo la dirección de una cúpula con fines inconfesables que jamás creyó en lo que estaba promoviendo, salvo en la parte que le sirviera para tomar el poder.
A pesar del riesgo extremo, era más aceptable para la mayoría de ellos matar y morir en un segundo, que dedicar años de humildes esfuerzos al alivio de una realidad amarga que resultaba demasiado difícil de soportar. En este último sentido, casi todos estamos en falta.
Pero en aquel momento, había una culpa sembrada sobre los que habían crecido con una infancia acomodada, en contraste con quienes debían trabajar como obreros en una fábrica. Y, así y todo, todavía había obreros y eran, en los 60 y comienzos de los 70, los de mejores ingresos de Iberoamérica.
En diez años explotaron 4380 bombas, más de una en promedio por día. En eso quedó convertido el amor por los pobres. El resto de la historia ya lo conocemos; nos lo cuentan todos los días, desde las organizaciones de derechos humanos, que también hacen su negocio con la desgracia ajena y, en algunos pocos casos, con la propia.
Hoy, la Teología de la Liberación está en decadencia, pero quedaron sus estructuras intelectuales. La Iglesia está perdiendo feligreses y muchos suponen que es porque se necesita mayor compromiso social y político; pero la realidad es que la deserción se produce hacia confesiones donde sólo se habla de Dios.
En aviación, se denomina “desorientación espacial” al fenómeno que confunde el cielo con la tierra.
Fuente La Nación