Por Javier R. Casaubon
Impartir justicia, especialmente para un juez penal, es uno de los más dignos ejercicios de las cualidades humanas, donde no puede estar ausente una concienzuda y serena reflexión y meditación, dado que el fiel de la balanza no debe inclinarse por derecha (mano dura) o por izquierda (garantismo bobo).
Por eso, el Padre de la Patria se obtuvo de desenvainar su sable corvo en temas internos o políticos dentro de nuestro territorio (ejemplo que si hubiésemos bien imitado nos habríamos evitado cientos de miles de muertos en el siglo pasado y ahorrado muchísimos entuertos legales o de derecho ahora), en la inteligencia de que era necesario una reunión o el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos de 1852, el cual daría paso a la sanción de la Carta Fundamental.
Además, porque para el general don José Francisco de San Martín y Matorras, de mayor trascendencia independentista Hispanoamericana e institucional que Simón Bolívar, demostrado en la entrevista de Guayaquil por la renuncia del primero y la desmedida apetición y ambición de figuración y conquista del segundo; y dado que para San Martín la recta administración de justicia fue siempre una de sus mayores preocupaciones y una vez concretada la expedición libertadora al Perú y a escasos días de asumir como Protector, dictó un Estatuto Provisional en el que dejó bien claro que si bien se haría cargo transitoriamente de las funciones ejecutivas y legislativas, se abstendría _“de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las judiciales porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo”_.
¡Qué bien le vendría la lectura del párrafo anterior al convulsionado pueblo y sus autoritarios dirigentes de la por ahora llamada República Bolivariana de Venezuela!