Por Lilia Yapparova*
En noviembre de 2022, mis editores me pidieron que tuviera cuidado con lo que comía y que dejara de pedir comida para llevar. Al principio, no le di mucha importancia. Pero pronto me di cuenta de la relevancia de su consejo cuando, apenas un mes después, mi colega Elena Kostyuchenko descubrió que había sido envenenada en Alemania, en un probable intento de asesinato por parte del Estado ruso.
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Estas historias ahora son cada vez más comunes. El año pasado, una periodista de investigación, Alesya Marokhovskaya, fue acosada en la República Checa; en febrero, se encontró en España el cadáver acribillado a balazos de un desertor ruso, Maxim Kuzminov. En ambos casos, se supuso que el Kremlin estaba implicado. Los opositores rusos saben bien que, incluso en el exilio, siguen siendo objetivo de los servicios de inteligencia de Rusia.
Pero no son solo ellos quienes están en peligro. También están los cientos de miles de rusos que abandonaron su país porque no querían tener nada que ver con la guerra de Vladimir Putin, o fueron obligados a marcharse, acusados de no apoyarla lo suficiente. Estos disidentes de perfil bajo también son objeto de vigilancia y secuestros. Sin embargo, su represión se produce en silencio, lejos de la atención mediática y a menudo con el consentimiento tácito, o sin la prevención necesaria por parte de los países a los que han huido.
Es algo aterrador: el Kremlin está persiguiendo a gente en todo el mundo, y a nadie parece importarle.
He estado recopilando información sobre la persecución de exiliados por parte de Rusia desde el comienzo de la guerra en Ucrania. Mis fuentes van desde personas que han sobrevivido a secuestros y vigilancia hasta los líderes de las diásporas rusas en todo el mundo, y los pocos activistas de derechos humanos que los ayudan. Muchos hablaron conmigo con la condición de mantener su anonimato para poder hablar de la represión rusa sin temor a represalias. El Kremlin, por supuesto, niega cualquier implicación, sobre todo diciendo que no puede comentar lo que le ocurre a la gente en otros países. Pero las pruebas se acumulan.
Un profesor de canto que fue detenido en Kazajstán, a petición de Moscú, enloqueció en una cárcel local. Una cuidadora de ancianos fue detenida en Montenegro por orden rusa, y su detención fue llevada a cabo por Interpol. Guardias fronterizos armenios detuvieron a una maestra de escuela luego de que habló con sus alumnos de los crímenes de Rusia en Bucha. El propietario de una juguetería, un escalador industrial, un rockero punk: estas son algunas de las personas atrapadas en la red del Kremlin, en todo el mundo.
Y, en realidad, es una operación global. En el Reino Unido, se sigue a los exiliados y los actos de la oposición en Londres están plagados de agentes “que resaltan como un dedo herido”, me dijo Ksenia Maximova, una activista anti-Kremlin. Según Evgeny Smirnov, abogado especializado en casos de traición y espionaje, se han enviado agentes de inteligencia rusos a vigilar las diásporas en Alemania, Polonia y Lituania. Otros emigrantes han sido acechados y amenazados en Roma, París, Praga y Estambul. Y la lista continúa.
Algunos métodos son especialmente insidiosos. Lev Gyammer, activista exiliado en Polonia, lleva dos años recibiendo mensajes de texto, supuestamente de su madre. “Levushka, hijo, te extraño tanto, ¿cuándo me visitarás?”. Otro dice: “Hijo, te estoy esperando. Vuelve pronto”. Gyammer ignora los mensajes porque su madre, Olga, murió hace cinco años. Otro expatriado ruso —cuyos ancianos padres siguen vivos y muy enfermos— optó por creérselo cuando la enfermera que los ha atendido durante muchos años le avisó, por teléfono, de un incendio en su apartamento. Regresó a toda prisa, desde Finlandia, e inmediatamente fue llevado a prisión y torturado, según Smirnov. Por supuesto, nunca hubo un incendio.
A quien no se puede engañar para que regrese a Rusia se le somete a vigilancia. Una empleada de una organización que apoya a personas LGBTQ paseaba a su perro por el barrio de Tiflis, Georgia, cuando se dio cuenta de que la seguía un dron. Era una tarde de principios de mayo, hacía dos años que había huido de Rusia con el resto de sus compañeros. Se apresuró a esconderse en su apartamento, pero seguía oyendo el zumbido. Siguió el ruido hasta el balcón y se encontró cara a cara con el aparato, que colgaba al alcance de la mano.
Los países de acogida suelen ser cómplices. En algunos lugares, los agentes de la policía local incluso realizan labores de vigilancia para sus colegas rusos. En Kazajstán, los servicios especiales locales ayudan a Rusia a atrapar a quienes eluden el servicio militar. En Kirguistán, la policía utiliza tecnología de reconocimiento facial para localizar a las personas buscadas por el Kremlin, obligando a la gente a abandonar las ciudades para refugiarse en las montañas, según denuncian numerosos grupos de defensa de los derechos humanos. Cuando no ayudan de manera activa a la vigilancia rusa, las autoridades locales a veces se tardan en detenerla.
Este fue el caso de Sergei Podsytnik, periodista que investigaba los vínculos militares entre Rusia e Irán. En marzo de este año, todavía eufórico por la noticia de que una fábrica de aviones no tripulados que había descubierto iba a ser sancionada, regresaba a su habitación en Duisburgo, Alemania. Antes de exiliarse, Podsytnik formaba parte de la red opositora de Alexéi Navalny y adquirió el hábito de asegurarse de que no lo seguían. En la puerta de su casa, miró casualmente por encima del hombro y vio, asomándose desde la esquina, a un desconocido que seguía todos sus movimientos.
Un colega de Podsytnik también se dio cuenta de que lo vigilaba el mismo hombre, pero tardaron dos apelaciones en conseguir una investigación de las autoridades locales. Al parecer, la policía de Duisburgo simplemente no podía entender que en su ciudad hubiera vigilancia patrocinada por Rusia. El caso se cerró pronto sin encontrar al delincuente, lo que podría haber sido un error. Duisburgo es uno de los lugares, según el Dossier Center, una organización de investigación con sede en Londres, desde donde agentes de la unidad de inteligencia militar rusa han realizado sabotajes en el extranjero.
Podsytnik está a salvo ahora, pero no todo el mundo ha tenido tanta suerte. Los exiliados que han sufrido una vigilancia similar a veces terminan desapareciendo sin dejar rastro —ya sea a las puertas de una embajada en Armenia o de una iglesia rural en Georgia— solo para aparecer en centros de detención rusos. Es imposible saber con qué frecuencia ocurre esto. Pero podemos suponer, según mis fuentes, que hay muchos más casos como el de Lev Skoryakin, que fue detenido en su albergue en Kirguistán el pasado octubre, lo metieron en un coche y lo deportaron a Rusia. Simplemente no sabemos nada de ellos.
Muchos rusos en el extranjero son vulnerables y carecen de protección. En el verano de 2023, grupos de la sociedad civil solicitaron ayuda al Parlamento Europeo para legalizar a quienes se negaban a combatir en el ejército de Putin; no hubo ninguna respuesta significativa. El asilo político se deniega sistemáticamente no solo a quienes eluden el servicio militar, sino también a los activistas, a veces “con argumentos monstruosos como que la situación en Rusia es normal y que puedes tener un juicio justo”, me dijo Margarita Kuchusheva, abogada de inmigración en Chipre.
Los exiliados antibelicistas cuentan con el apoyo de un grupo de organizaciones de derechos humanos, siempre a punto de cerrar por falta de fondos. Rusia, por el contrario, prodiga una gran cantidad de recursos a los exiliados, mientras los acusa de traición y terrorismo y, movida por la paranoia, los persigue por todo el mundo. Corren un riesgo inmediato. Pero el mayor peligro es que el mundo se olvide por completo de estas personas y de por qué abandonaron su país en primer lugar.
Lilia Yapparova(@lilia_yapparova) es corresponsal especial de Meduza, un medio de noticias independiente ruso. Escribe desde Letonia
Fuente The New York Times