Por Javier Ansorena
En Atlanta, un estado decisivo, las campañas que hacen Kamala y Trump y sus seguidores no podían ser más diferentes: entre los primeros prima la esperanza y en los segundos la idolatría
Veinte millas y veinte horas no son nada. Pero a mediados de esta pasada semana, a las afueras de Atlanta, son un mundo. Esa es la distancia en el espacio y en el tiempo que separa a Donald Trump y Kamala Harris en la noche del miércoles y la del jueves. Los candidatos a la presidencia de Estados Unidos instrumentan casi un cara a cara en los suburbios de la mayor ciudad de Georgia, estado decisivo donde se juegan parte de sus opciones de atrapar las llaves de la Casa Blanca.
La colisión de sus campañas en un territorio tan cercano resalta el contraste. Son dos mítines, dos candidatos. Y dos Américas. Tan cerca y tan lejos.
Actúa primero Trump, en un pabellón deportivo de Duluth, al noroeste de Atlanta, con capacidad para 13.000 espectadores. Viene con el viento de cola, empujado por las encuestas y la movilización republicana. Dos días antes, el ‘Atlanta Journal-Constitution’, el principal diario del estado, ha publicado una encuesta en la que le da cuatro puntos de ventaja frente a Harris (47%-43%), algo por encima del margen de error. Y los datos de voto anticipado, tanto en persona como por correo, muestran que los votantes republicanos sí han ido a las urnas de forma temprana y masiva. No lo hicieron en 2020, cuando Trump condenaba el voto temprano como una forma de fraude. Ya no lo hace.
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La muchedumbre serpentea por una cola interminable y exuda optimismo. Algunos están apostados aquí desde las cinco de la mañana. No quieren perderse al líder. Muchos, miles, se quedarán fuera.
«Trump ha conseguido avances en grupos demográficos en los que antes los republicanos teníamos desventaja», dice David Currie, quien demuestra con una gorra con el lema ‘Trump 2020’ que él no es nuevo en la causa.
La cola para entrar en su mitin es una representación de ello. Nada que ver con la América blanca rural o del declive industrial, nada que ver con la caricatura del ‘redneck’ (blanco pobre) del ‘cinturón del óxido’ en el norte, ni con los ‘hillbillies’ (pueblerinos) del ‘cinturón de la Biblia’ en el sur.
Aquí, en la fila llena de gorras rojas con las letras MAGA (‘Make America Great Again’, ‘Hacer a EE.UU. grande otra vez’, el gran lema del ‘trumpismo’), aparece una América suburbial y diversa. El condado de Gwinnett, donde está Duluth, es el que tiene más diversidad racial de Georgia y el quinto de todo el país. La espera es una pequeña Torre de Babel donde, además de inglés, se escucha español, tagalo, chino, ruso.
«Kamala representa fronteras abiertas, precios altos, problemas», dice Vasili Buta, con un fuerte acento eslavo. «Trump defiende nuestra independencia y nuestra libertad, hay un sentimiento de urgencia por devolverle a la Casa Blanca», asegura en español Dee Torres. «Con él vivíamos bien. Sin preocupaciones, se llevaba bien con los enemigos, no había guerras. Y míranos ahora», añade con un inglés primerizo Ron Chack, de origen vietnamita.
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Las colas son también fenomenales en el mitin de Harris en Clarkston, otro suburbio de Atlanta. Los detectores de metales son un cuello de botella que deja pasar una a una a las miles de personas que vienen a apoyar a la candidata demócrata. Según la campaña de Harris, 23.000 personas llenarán las gradas y el terreno de juego de un campo de fútbol americano del instituto local.
Aquí la minoría negra es mayoría. Es el músculo electoral de Harris en Georgia. Atlanta es la gran ciudad de la clase media negra y necesita movilizarla en masa. «Tengo hijos jóvenes y una nieta», dice Elise Alexander, sentada entre la muchedumbre en gradas de granito. «Estoy aquí por su futuro». Daniel Wright añade: «Trump representa el odio y la división, hemos llegado muy lejos en este país para dejar que eso ocurra».
El mitin de Kamala es más festivo en sus prolegómenos. Un DJ anima a la gente a bailar. Hay canciones para cada electorado: un montón de ‘hip hop’ para los afroamericanos, una de Bob Marley para los caribeños, ‘Danza Kuduro’ para los hispanos, ‘Sweet Caroline’ para las señoras blancas, que también hay muchas. En el de Trump, hay menos fiesta y más energía. En los discursos previos, hay erupciones de gritos con ‘U-S-A’ o con el ‘Fight, fight, fight!’ (‘¡Luchad, luchad, luchad!’) que dijo Trump tras su intento de asesinato en Pensilvania a mediados de julio, convertido en grito de guerra.
Las estrellas abundan en el mitin de Harris. «¡No iremos hacia atrás!», proclama el actor Samuel L. Jackson. Después, Spike Lee hace reír a la gente cuando dice que él llama a Trump «el agente naranja». Bruce Springsteen sale con una guitarra y una armónica y canta eso de ‘creo en la tierra prometida’. A una señora, algo más joven que el ‘Boss’, se le escapan las lágrimas. «¿Es más fan de Bruce o de Kamala?». Solo responde: «esto no es nada, verás cuando salga Obama». Porque sí, Barack Obama también está aquí. Es la gran estrella de la noche y hace su número habitual, agudo, divertido, sermoneante, contra Trump.
El expresidente Obama es la estrella del mitin de Kamala Harris JAVIER ANSORENA
Trump no necesita estrellas alrededor porque la estrella es él. Sí, invita al escenario a gente como Robert F. Kennedy Jr., Tucker Carlson o Tulsi Gabbard. Pero el brillo es solo suyo. Con Kamala, quizá los asistentes sientan esperanza. Con Trump, es idolatría.
En el mitin de la demócrata, mucha gente va de paisano, sin llevar nada que le asocie con la candidata. En el de Trump, su cara, su nombre, su lema MAGA está por todas partes. Un mitin del multimillonario neoyorquino es como un pequeño Woodstock de la política. A la entrada, hay un mercado persa con decenas de puestos donde los ambulantes tratan de ganar clientes con modelos ingeniosos. Entre ellos, una camiseta que trastoca unos conocidos versos infantiles: ‘Las rosas son rojas, Kamala no es negra, Joe tiene demencia y Hunter está pasado de crack’. «Se ha vendido como rosquillas», dice el joven que las vende.
También hay otras con alusiones al destino divino de Trump (‘Dios tenía otro plan’, dice una sobre el intento de asesinato) o vulgares: ‘Say no to the hoe’ (‘Di no a la zorra’), en referencia a Kamala.
La gente aguanta aquí horas de cola al sol por devoción a Trump. Pero también por devoción a su bolsillo. Dos pasiones que, para muchos, van unidas. «Es la economía, estúpido», dice Rick Marlette, que no tiene la intención de insultar, sino de recordar el manido adagio político de Jimmy Carville, el estratega de Bill Clinton en 1992. Dice que votó a Hillary Clinton en 2016 y a Joe Biden en 2020. Pero que, tras años de precios disparados, ya no da más: «La economía afecta a todo el mundo». Va tocado con un sombrero de ‘cowboy’ con el nombre del candidato republicano. Cuando a Ron Chack, aquel ‘trumpista’ vietnamita, se le pregunta qué es lo que le importa en la elección solo dice una cosa: «La inflación».
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En el mitin de Kamala, también se habla de economía. De crear oportunidades para la clase media, de políticas fiscales «que no beneficien solo a los de arriba y a las grandes empresas», dice Kenneth Woghien. Pero hay una visión en las antípodas sobre lo que está en juego en la elección. «Trump nos quitó muchos de nuestros derechos», dice Jessie Javore, con los ojos humedecidos. Habla de la eliminación de las protecciones federales en el acceso al aborto – determinado por el Tribunal Supremo de mayoría conservadora tras la nominación de tres jueces por parte de Trump-, una de las grandes bazas electorales de Kamala. Otros repiten el calificativo de «fascista» contra Trump, que ha ganado peso en la recta final de la campaña, como forma de expresar la amenaza que Trump supone para la democracia de EE.UU.. Springsteen, antes de que hable Kamala, dice que el expresidente busca ser un «tirano americano».
Ya en el podio, Harris larga su discurso habitual. Cualquiera que haya ido a un par de sus mítines puede anticipar y repetir las frases. El mensaje puede ser importante, pero sabe enlatado. Y desata aplausos y ovaciones, pero no pasión. A veinte millas y veinte horas de allí, el de Trump es otro mundo. Se alarga hora y media. Se pierde en meandros dialécticos, se encuentra en ataques personales contra su rival. Cuenta anécdotas, imita a Emmanuel Macron, recrea con teatralidad conversaciones en la Casa Blanca. La gente se parte de risa. Es un ‘stand up’ político, es comedia y mitin a la vez.
Son dos mítines y dos visiones de América muy diferentes. Solo se igualan en dos cosas: todos los que asisten tienen un voto para tratar de imponer la suya. Y todos se encuentran con un atasco fenomenal para volver a casa, entre las autopistas que se desparraman a las afueras de Atlanta.