Por Tomás A. Casaubon
Actualmente en la civilización asistimos a comportamientos éticos estancos, individualizados, relativizados y bastardeados con discordias en la presunta era de la «posverdad», de la «posmodernidad» y de la «posbondad», incluso en nuestro país (pese a que el ser trascendentalmente se identifica con el bien y tiende a la bondad).
Una anécdota personal creo que sirve para ilustrar, aunque sea parcialmente, sobre ese aspecto de la vida humana que jamás puede ser soslayado, la tan declamada y no siempre practicada Ética, desde Sócrates para acá.
Luego de haber estudiado tres años de Filosofía en la Universidad Católica Argentina (universidad privada), me pasé a la Universidad Nacional de Tucumán (obviamente estatal), donde debí recursar unas materias puesto que no me reconocieron las equivalencias de algunas de ellas (ya cursadas) por prejuicios intelectuales e institucionales.
La mayoría de los profesores de Filosofía de la UNT, habían vuelto a sus cátedras luego de haber estado ausentes mientras esa Universidad estuvo intervenida por el gobierno de facto. Con el regreso de la democracia, esos docentes fueron reincorporados a esa casa de estudios y casi todos ellos optaban por pensamientos izquierdistas y en filosofía eran por lo menos no-realistas, cuando no racionalistas, nietzscheanos, sartreanos, etc. Se caracterizaban por ignorar soberbiamente todo el aporte filosófico de la Edad Media y muchos de ellos ignoraban o “ninguneaban” a Santo Tomás de Aquino, como si fuera un pensamiento superado.
Cuando cursé Ética, la profesora solo enseñó a Immanuel Kant y dedicándole todo el año a ese autor, ciertamente no realista, partidario de una moral formal, racionalista, ilustrada y claramente no metafísica. La profesora dejaba de lado tantísimos pensadores que dieron su parecer a través de los siglos sobre temas éticos.
Siguiendo las clases del profesor Iturralde Colombres, que nos había explicado en la UCA el pensamiento kantiano desde una perspectiva realista y tomista, leí durante la cursada de Ética allí en Tucumán, un libro de Sofía Vanni-Rovighi, quien desarticulaba el pensamiento inmanentista de Kant. La autora señalaba que, según el filósofo prusiano de la Ilustración, solamente podemos alcanzar los fenómenos y luego categorizarlos en la mente. Al negar la posibilidad de conocer el noúmeno, es decir la cosa “en sí”, (Crítica de la Razón Pura), luego era fácil concluir que tampoco se puede alcanzar el bien “en sí” (Crítica de la Razón Práctica). Es decir, Kant escribió con toda intención la primera obra negando la posibilidad de alcanzar la verdad en sí, para justificar la imposibilidad de alcanzar el bien en sí en la segunda obra. Un idealismo moralista universal fundado más en la razón que en la ética del ser.
En el examen final, desarrollé ese razonamiento de Vanni-Rovighi en vez de todos los conceptos kantianos que había enseñado la profesora, pensando que me iba a bochar por haber expuesto mis convicciones filosóficas más profundas sobre la Ética.
Grata fue mi sorpresa cuando la profesora dio las notas en voz alta y dijo: “Casaubon, muy original, tiene un 7 (siete)…”.
Reconozco –nobleza obliga– que esta profesora, si bien no enseñaba lo que dijeron otros cientos de filósofos sobre la Ética, antes y después de Kant, se mostró con una mente abierta y no prejuiciosa en la oportunidad de calificar mi examen, sin tampoco evidenciar una cerrazón de pensamiento. Al contrario, debió advertir mi convicción intelectual.
El pensamiento del Aquinate y el kantiano no son totalmente antagónicos sino, al menos en este punto, complementarios, toda vez que coincidieron en que el hombre, por su dignidad ontológica, nunca puede ser utilizado como un medio sino siempre como un fin. Es decir posee una dignidad fundada en el ser. Por eso San Juan Pablo II “perdonaba bastante a Kant y no así a Descartes” (según el filósofo e historiador Mariano Fazio).
Santo Tomás, sostenía que esa dignidad proviene de que la persona humana es la más perfecta criatura de toda la naturaleza y ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, origen y fundamento de esa dignidad. Kant no fundamentaba esa dignidad de la persona en la metafísica, sino que la motivaba en su enfrentamiento con el deber ser.
Agradezco a aquella profesora de Tucumán, que si bien tenía casi el deber ético de bocharme como docente, tuvo la virtud humana y profesional de aprobarme. Una “maestra” de verdad y con todas las letras. Su ejemplo de respeto intelectual, más allá de pensar casi diametralmente distinto a mí, fue un ejemplo de vida.
Ciertamente fue grande el aporte a la filosofía del pensamiento kantiano y sus seguidores, pero a los clásicos (Platón, Aristóteles, etc.) no hay que matarlos, así como el cenit de la sabiduría medieval, mi patrono Santo Tomás, nunca morirá. Más aún en la era del conocimiento y el saber, en el que el hombre busca unidad y síntesis del pensamiento y en la universalización de las palabras, las ideas y las cosas.
Tomás Agustín Casaubon
tcasaubon64@gmail.com