Por Nicolás J Portino González
Cristina Fernández de Kirchner, como un fantasma que insiste en reaparecer, regresa al centro de la escena con su último capricho: “Desregulen los medicamentos importados”. La frase, casi una orden, emerge de sus labios como una burla al país que dejó hecho trizas. Porque la arquitecta del “todo regulado” ahora pretende erigirse como la defensora del libre mercado. Sí, Cristina en modo think tank liberal. Lo que sigue sería cómico si no fuera tan grotesco.
¿Pero qué entiende Cristina por desregulación? Quizás deberíamos preguntarle a Lázaro Báez, el testaferro estrella que acumuló 470.000 hectáreas en Santa Cruz, es decir, 4.700 kilómetros cuadrados. Báez no necesita mapas; necesita cartografía propia. Posee tierras equivalentes a 22 ciudades de Buenos Aires juntas (205,9 km² cada una), más grandes que Islas del Ibicuy (4.500 km²) y que harían ver al Partido de Quilmes (125 km²) como una pecera. Con esa “desregulación”, el kirchnerismo patentó un modelo donde lo ajeno pasaba a ser propio con la firma de un decreto. Competencia justa, le dicen.
Sin embargo, Cristina no se conformó con repartir tierras entre los suyos; también dejó su huella en otros rubros. Ahí entra el negocio farmacéutico, esa mina de oro que ella y su círculo transformaron en un pantano de sangre. Porque no se puede hablar de medicamentos sin recordar el Triple Crimen de General Rodríguez, un capítulo que resume la esencia del kirchnerismo: ambición desmedida, corrupción descarada y muerte. Tres empresarios, vinculados al tráfico de efedrina, ejecutados en un ajuste que dejó al descubierto los nexos entre el poder político y el narcotráfico. Y detrás de todo, la misma mano que escribía decretos de desregulación: Cristina y su “narcoalfil”, Alberto Fernández, entonces jefe de gabinete y arquitecto de la ingeniería oscura.
El negocio de la efedrina no fue un accidente ni una excepción. Fue una política de Estado paralela, donde las drogas, el dinero y la sangre fluían con la misma naturalidad que las licitaciones armadas para Báez. Pero Cristina, siempre Cristina, hoy habla de altruismo farmacéutico. ¿Altruismo? Su legado en el rubro no son medicamentos accesibles ni tratamientos para los argentinos. Su legado son narcos con cargo público, ajusticiamientos mafiosos y un sistema corrupto hasta la médula.
¿Y ahora, qué? Ahora Cristina exige “desregulación”. Porque, al parecer, el discurso se adapta a las circunstancias. La misma líder que reguló todo lo que pudo –las importaciones, el dólar, las tarifas y hasta la narrativa oficial– ahora pretende ser la apóstol de la libertad económica. Claro, si desregular significa hacer lo que ella y Néstor hicieron con Báez o con la efedrina, entonces no hay nada de nuevo en el pedido. Se trata de la misma estrategia: abrir las puertas del negocio para los amigos y cerrarlas con candado para el resto.
La ironía no podría ser más grosera. Cristina, que en su momento convirtió al país en un laboratorio de controles, pide ahora “competencia justa”. Milei debería preguntarle cómo Báez logró “competir” para quedarse con media Patagonia. O cómo las farmacéuticas que traficaban efedrina lograron crecer bajo el amparo de su gobierno. Porque Cristina nunca creyó en el libre mercado; creyó en el mercado libre… para los suyos.
En el fondo, este pedido de desregulación es otro intento burdo de distraer. Cristina no busca resolver problemas; busca recuperar protagonismo. Mientras tanto, las hectáreas de Báez siguen ahí, el Triple Crimen sigue impune y los argentinos seguimos pagando las deudas del saqueo kirchnerista.
En definitiva, Milei tiene mucho que aprender. Si quiere entender la verdadera desregulación, que se siente a charlar con Cristina. Ella le explicará cómo desregular es sinónimo de apropiarse, cómo el poder político se mezcla con el narcotráfico y cómo la impunidad se construye con alianzas y bolsos voladores. Cristina seguirá reclamando lo que no le corresponde, mirando con nostalgia esa Santa Cruz que construyó para unos pocos. Porque la desregulación, en su manual, nunca fue política de Estado; fue una metodología para el saqueo.