Por Nicolás J. Portino González
Si usted pensó que habíamos llegado al fondo, se equivoca. Aquí, en esta república donde la creatividad para la decadencia nunca encuentra techo, ahora discutimos la necesidad de una ley de “ficha limpia”. En cualquier sociedad razonable, esta norma sería un insulto al intelecto colectivo. Pero en Argentina, es un tema prioritario. Aquí, donde la moral pública se encuentra en terapia intensiva desde hace dos décadas largas, necesitamos que el Congreso nos recuerde algo tan básico como no votar delincuentes. No es chiste. Es nuestra tragedia nacional.
La pedagogía de la devastación.
Porque, mire usted, si estamos donde estamos, no es casualidad. Es el resultado de un plan perfectamente ejecutado durante los 23 años de kirchnerismo. Sí, un plan. Porque sería ingenuo pensar que esta devastación fue fruto de la torpeza o la desidia. Nada de eso. Fue metódico, quirúrgico. Nos educaron para el desastre. Nos entrenaron en la mediocridad. Convirtieron la ignorancia en política de Estado, la pobreza en modelo económico, y la corrupción en virtud moral.
El resultado: un país donde el sentido común es una rareza, y la dignidad, una extravagancia. Donde la escuela dejó de enseñar, la universidad se transformó en un búnker de militantes, y la cultura del mérito fue reemplazada por el mérito de la militancia. ¿Y qué tenemos ahora? Una sociedad fragmentada entre los que entienden el desastre y los que lo veneran. Entre los que todavía recuerdan lo que significa la ética, y los que creen que robar es una forma válida de redistribuir riqueza.
¿Una ley para no votar ladrones?
Ahora bien, la idea de una ley de “ficha limpia” tiene un atractivo irresistible. Es un monumento al absurdo. Porque legislar lo obvio es el síntoma final de una sociedad que ha perdido el rumbo. Es como si tuviéramos que aprobar una ley para que la gente no se tire al fuego o no coma vidrio. Pero aquí estamos. Proponiendo que alguien que ha sido condenado por robar, estafar o defraudar no pueda presentarse como candidato. Algo tan elemental, que debería estar grabado en el ADN de cualquier ciudadano medianamente lúcido.
Pero no. Aquí necesitamos una ley. Porque un cuarto de la población, fanatizados por la religión política, no distingue entre un líder y un ladrón. Es más, en muchos casos, el ladrón les parece más auténtico. “Por lo menos roba, pero hace”, dicen, con ese cinismo tan típico de la Argentina que hemos heredado.
El plan maestro del kirchnerismo.
Pero esto no es casual. Es el resultado de un plan sistemático, maquiavélico en su perfección. Un plan que, bajo la fachada de la inclusión y la justicia social, destruyó todo lo que daba sustento a la sociedad: la educación, la cultura, el trabajo digno, y, por supuesto, la ética. Nos convirtieron en un país de dependientes, de ignorantes funcionales que ven en el Estado no un árbitro, sino un salvador. Y en esa dependencia, florece el voto cautivo. Porque quien no tiene nada, no tiene más opción que votar a quien le da las migajas.
Esos 23 años no solo multiplicaron pobres; multiplicaron ignorantes. Gente que no puede imaginar un país mejor porque ni siquiera sabe cómo luce. Gente que cree que la vida es esto: sobrevivir, esperar un plan, y agradecerle al líder de turno por no dejarte morir del todo. Y ahí está el gran éxito del kirchnerismo: no solo nos arruinaron económicamente, sino que nos arruinaron moralmente. Nos hicieron creer que no merecemos más que esto.
La ley de lo inútil.
Entonces, discutimos la ley de “ficha limpia” como si fuera a salvarnos. Como si prohibir que un condenado por corrupción sea candidato fuera a resolver el problema de fondo. Pero no lo hará. Porque el problema no es el corrupto que se presenta; el problema es el electorado que lo vota. Esos miles, millones, que todavía ven en una ladrona confesa, o en un burócrata impresentable, a su salvador. Que votan no con la cabeza, ni siquiera con el corazón, sino con el estómago.
La ley de “ficha limpia” es un parche en una hemorragia moral que lleva décadas. Es como ponerle una curita a un país que se desangra de ignorancia y fanatismo. Porque mientras una parte de la sociedad siga creyendo que la corrupción es tolerable, que la ética es un lujo, y que el mérito es una trampa neoliberal, no hay ley que nos salve.
El verdadero desafío.
Lo que necesitamos no es una ley. Es una revolución cultural. Una reconstrucción total de la educación, del trabajo, de la dignidad. Que la gente vuelva a creer en el esfuerzo, en el estudio, en el progreso. Que los jóvenes puedan terminar la escuela, ir a la universidad, conseguir un buen trabajo, y soñar con una casa propia. Que el mérito vuelva a ser un valor, y no un insulto.
Pero eso es mucho pedir en un país que lleva décadas celebrando la mediocridad y la corrupción. Un país donde legislar lo obvio es un triunfo, y exigir decencia, una utopía.
Conclusión: el eterno retorno de lo mismo.
Así que aquí estamos, debatiendo una ley que no debería existir, en un país que debería ser otro. Y mientras seguimos perdiendo el tiempo en estos debates absurdos, el kirchnerismo, ese monstruo de mil cabezas, sigue ganando. Porque, al final, no es solo un proyecto político; es una mentalidad. Una que nos condena a repetir, una y otra vez, la misma tragedia.