Por Nicolás J Portino González
Ah, Argentina. Un país donde la lógica económica funciona al revés y el progreso es un espejismo que se agita frente a nuestros ojos solo para desaparecer en la próxima devaluación. Hoy, amables lectores, nos encontramos frente a un enigma económico planteado los últimos días. Según el análisis, si el peso argentino sube, somos “caros”; si baja, somos “competitivos”; pero si el real brasileño se deprecia, eso, al parecer, es un problema para nosotros. Un razonamiento que, aunque suene brillante en su momento, solo perpetúa una cruel realidad: Argentina está destinada a ser barata, para que el argentino común siga siendo pobre.
Devaluaciones: El gran deporte nacional
Desde 2003 hasta 2023, el peso argentino ha pasado de una paridad 1 a 1 con el dólar a un monumental 1.500 pesos por dólar. Esto equivale a una devaluación de nada menos que 149.900%. Sí, leyó bien. En apenas dos décadas, hemos destruido nuestra moneda a una velocidad que haría sonrojar incluso a los países más caóticos. Y, sin embargo, aquí estamos, preguntándonos si acaso no nos hemos vuelto lo suficientemente “competitivos”.
¿Acaso no debería este “esfuerzo patriótico” de pulverizar el valor del peso haber traído consigo la prosperidad y el crecimiento? Pero no. En lugar de eso, llegamos a diciembre de 2023 con un resultado brillante: 54% de pobreza y 16% de indigencia. Porque, aparentemente, destruir el poder adquisitivo de los argentinos no era suficiente; había que garantizar que el único “progreso” fuera el de nuestras cifras de miseria.
La competitividad que nadie pidió
Hablemos claro: esta idea de que un país es más competitivo mientras más barata es su moneda no solo es absurda, sino que también es profundamente inmoral. ¿Competitivos para quién? ¿Para el productor extranjero que se lleva nuestras materias primas a precios irrisorios? ¿Para el turista que encuentra una ganga en nuestras desgracias? ¿O para los empresarios amigos del poder que se enriquecen mientras los trabajadores apenas sobreviven?
La verdad es que esta política de competitividad es, en el fondo, una política de pobreza estructural. Una que convierte al ciudadano común en rehén de un sistema que nunca le permitirá prosperar. Porque en esta Argentina barata, comprar una casa no es un derecho, sino un lujo. Ahorrar en dólares no es una opción, sino un delito. Y tener sueños se ha vuelto una actividad demasiado cara para el presupuesto promedio.
El cambio libertario: Milei y la ruptura del dogma
Es aquí donde entra Javier Milei, con un martillo dispuesto a dinamitar el relato de los últimos 80 años. Porque Milei no promete “competitividad” basada en la pobreza, sino en la libertad. Su propuesta no es simplemente la dolarización, sino la competencia genuina entre monedas. En lugar de seguir atados a un peso que no vale ni el papel en que se imprime, Milei sugiere abrir el juego a una canasta de monedas, dejando que el mercado —ese gran villano para los progresistas— decida.
La idea es revolucionaria porque ataca el corazón del problema: no se trata de devaluar más, sino de salir de la lógica absurda de la devaluación perpetua. Es dejar atrás un sistema donde el Banco Central actúa como una imprenta para financiar gobiernos ineficientes y comenzar a construir un país donde la moneda sea un reflejo del esfuerzo y no del relato.
Un cambio en la dirección correcta
Lo que Milei propone es justo lo contrario de lo que hemos vivido en las últimas ocho décadas. No más controles absurdos. No más inflación galopante. No más relatos de “competitividad” que terminan en más pobreza. Su plan, que muchos llaman extremo, es en realidad un acto de cordura: darle valor a la moneda (o a las monedas) para que el esfuerzo de los argentinos no se diluya en la nada.
Porque la verdadera libertad no es solo poder hablar sin miedo, sino también poder ahorrar, invertir y prosperar sin que el Estado te robe con la inflación. Y si eso significa destruir el peso y enterrar para siempre el verso nacional de los últimos 80 años, que así sea. Es hora de que Argentina deje de ser barata para convertirse, por fin, en libre.