Por Enrique Guillermo Avogadro
“El poder para moldear el futuro de una República estará en manos del periodismo de las generaciones futuras”.
Joseph Pulitzer
Lamento enormemente la muerte, producida el 30 de diciembre de 2024, de Jorge Ernesto Lanata, el irrepetible maestro y gran señor del periodismo argentino, que hizo de su lucidez, su inteligencia, su desenfado, su honestidad intelectual, su humor y la tan infrecuente virtud del coraje, armas para intentar convencer a una ciudadanía, adormecida por la estupidez y la hipocresía, de la necesidad de defenderse del infaltable saqueo al que la sometieron tantos de sus representantes, elegidos por un voto popular comprado con falsas dádivas y populismo ladrón.
Algunas microscópicas hormigas fanatizadas, con voz en las redes sociales, hablan de sus adicciones privadas y dicen ahora, con tono de reproche, que el origen de “Página.12”, ese fantástico diario que creó hace décadas, fue financiado con dinero del ERP, algo que no me consta, como lo fue sí en otros tiempos el diario “Noticias”, bancado y dirigido por Montoneros, en el cual trabajaron tantos que luego se convirtieron en “jóvenes idealistas” y “próceres” del kirchnerismo. Si así fue y luego decidió cambiar de ideas y volverse un verdadero liberal, ello sólo acredita su capacidad de repensar el pasado y evolucionar, algo que pocos lúcidos pueden hacer, sobre todo cuando no media un bastardo interés, sea político o pecuniario.
Sin embargo, la enorme trayectoria de Lanata no se limitó a ese magnífico periódico sino que encaró muchos otros proyectos, la mayoría muy exitosos y algunos fracasos, con sus muchas obras históricas sobre la endémica corrupción argentina (el último, “Óxido”, es una fiel muestra), en la prensa escrita, en la radio y la televisión, dejando hitos imborrables en la memoria de todos ya que, con esa valentía que lo caracterizó como a nadie, investigó, denunció y exhibió bajo crudas luces los más terribles latrocinios del poder, en una época en que hacerlo era asumir el riesgo de morir en confusos episodios, como le sucedió a tantos que se atrevieron a molestar, con sus saberes y experiencias propias, a algunos de los poderosos jerarcas de turno. Alberto Nisman, el Fiscal asesinado por llevar a juicio el siniestro pacto con Irán, fue sólo el más destacado de esa luctuosa y muy larga lista.
La enumeración sería extremadamente prolongada, pero se destacaron los escándalos del “Swift-gate” en la época del menemismo, la desvergüenza de “La Rosadita” y sus millones de dólares pesados en bolsas, la “compra” de la fábrica de dinero Ciccone, la “ruta del dinero K”, los hoteles de Cristina, los campos de Lázaro Báez, los negociados de Cristóbal López, Fabián de Souza y de Gerardo Ferreyra, el vaciamiento de Aerolíneas Argentinas, los horrores de los gobernadores feudales opresores, y decenas más. Entre otras audacias valerosas, llamó “vieja ladrona” a Cristina Fernández en el programa más visto de la televisión abierta, y expuso a los más cobardes y viles de sus colegas, que eran cómplices ensobrados de la corrupción o simplemente callaban, en sucesivas entregas de premios.
Lo conocí cuando tuvo la amabilidad de invitarme a su programa en radio Mitre, mientras yo era abogado en un juicio de divorcio en el que, como sucede en muchísimos casos, la madre usa a sus hijos como armas arrojadizas contra su marido, formulando denuncias falsas de terribles violencias y abusos sexuales sobre ellos para evitar la re-vinculación con el padre. Más tarde, me recibió también en su casa, para conversar de otros temas menos dramáticos, aunque disentimos seriamente mucho, en especial en cuanto a su errada postura frente a los presos políticos militares. Confieso que me pesa no haber llegado a ser su amigo.
Fue extremadamente generoso con sus jóvenes colegas, a muchos de los cuales convidó a andar en su ilusión super-sport, los incitó a ponerse una peluca de alondras y, con ésta, alcanzar a volar por sí solos a partir de todos los proyectos periodísticos que creó y dirigió. El dolor y el llanto de tantos de ellos, mostrado sin pudor alguno en todos los medios de prensa y, sobremanera en su velorio, me exime de probar esta afirmación.
Como diría Luis Landriscina, el Gordo se fue, pero el pueblo argentino lo estará esperando en sus numerosos libros, en las hemerotecas que guardan sus periódicos y en los registros audio-visuales que se conservan y que dan testimonio de su enorme aporte para construir un país mejor.
¡Dios te guarde, Jorge Lanata, pues te lo has ganado con creces!