Por Nicolás J. Portino González
Qué lindo es sentarse a ver el circo de la Bombonera, ese coliseo donde el país se refleja con la nitidez de un charco en la 9 de Julio después de una tormenta. La platea, señores, es la crema de la crema: los que laburan, los que invierten, los que pagan impuestos para que el Estado haga malabares con sus billetes y encima generan empleo. Son los que, con el corazón en la mano y la billetera sangrando, sostienen el sueño bostero mientras el equipo juega como si tuviera los botines atados con alambre.
Y después, claro, está la popular. Esa masa fervorosa, noble en su pasión, pero que siempre termina arriada como ganado a los piquetes del sentimiento. Gritan, saltan, se desgarran por la azul y oro, pero a la hora de la verdad, son los que se comen el verso de los que les venden espejitos de colores mientras les meten la mano en el bolsillo.
¿Y la 12? Ay, la 12, esa joyita del folclore nacional. Son los sindicatos del tablón, las mafias que manejan el negocio del aliento, los gerentes de la pobreza que lucran con la pasión ajena. Pagos, dicen las malas lenguas, por el kirchnerismo, ese movimiento de burros ilustrados que se creen próceres mientras destrozan el club como quien tira una granada en un vestuario. Siempre la misma cantinela: la culpa es del otro, del árbitro, de la Conmebol, del viento, de Macri, de la oligarquía, de los extraterrestres. Típico del negro resentido, cagador en balde, que se envuelve en la bandera del peronismo y su furgón de cola, esa izquierda que aplaude mientras el barco se hunde.
Y nosotros, los hinchas, con nuestra fe de paradigma religioso. Nos enseñaron que hay que bancar, que no se insulta, que no se critica, aunque el equipo juegue como si los jugadores sortearan la pelota con una papa caliente. Nos piden que aplaudamos mientras el dinero del socio —nuestro dinero, carajo— se despilfarra en jugadores que son amigos del Consejo de Fútbol, esos Grabois y Bellibonis del césped, esos Emilio Pérsico con botines que prometen un futuro brillante que nunca llega. Como el país, la Bombonera es un loop eterno: gastan, mienten, pierden, y nosotros seguimos poniendo la cara, la voz y la guita.