Por Nicolás J. Portino González
BUENOS AIRES-26 de septiembre de 2025-Total News Agency-TNA- Han pasado cuarenta y dos años desde el retorno de la democracia argentina. Cuatro décadas que, más allá del relato institucional, dejaron una huella ambigua: una promesa de civilización que terminó convirtiéndose en una pedagogía del desorden. Lo que debía ser el fortalecimiento del Estado, la ciudadanía y la ley, se transformó en un proceso de corrosión cultural y estructural.
La democracia argentina, en su versión práctica, sustituyó la idea de autoridad por la de permisividad, la de orden por la de espectáculo y la de justicia por la de impunidad organizada.
Con la inyección intencional de narcocultura y romanticismo del delito bajo el influjo del peronismo tardío y el kirchnerismo, la cultura política se mezcló con la cultura del exceso. Se naturalizó el consumo de drogas, se estetizó la marginalidad y se celebró la transgresión como forma de identidad.
Lo “popular” pasó a confundirse con lo ilícito; lo marginal, con lo auténtico.
El discurso político y mediático alentó —de forma explícita o simbólica— la idea de que ser “chorro”, “mercado” o “rebelde” era un acto de resistencia social. Mientras tanto, quienes promovían esa estética desde los estratos de poder vivían blindados por choferes, custodia y cuentas en el exterior.
El costo lo pagaron los sectores más vulnerables: jóvenes que nunca entendieron que detrás de la retórica del “pibe de barrio” se escondía una ingeniería de dominación moral y económica.
La intencional bajada de linea en cuanto a la inversión de los valores y la demonización del orden, hizo que hablar de seguridad, autoridad o disciplina resultase “fascista”. En cambio, despreciar a quien porta un uniforme se volvió un signo de progresismo cultural.
Esta distorsión deliberada no fue casual: se trató de un proceso de erosión sistemática del aparato de defensa, inteligencia y seguridad. Las instituciones fueron degradadas a depósitos laborales, mal pagadas y carentes de formación.
El resultado: un sistema donde quienes debían garantizar el orden viven en las mismas zonas que patrullan, con salarios de subsistencia y sin horizonte profesional. Un Estado que desarma a quienes deben protegerlo es un Estado que decide voluntariamente su derrota.
La corrupción como normalidad estructural dejó de ser una anomalía para convertirse en un lenguaje compartido. La democracia argentina —que debía ser superior moralmente a la dictadura— terminó replicando sus vicios con legitimidad electoral.

Desde los contratos públicos hasta la militancia barrial, la lógica del “arreglo”, del “amigo” y del “retorno” se naturalizó como forma de vida. El mensaje descendió verticalmente: si los de arriba roban, los de abajo tienen derecho a sobrevivir como puedan.
Esa es la verdadera desigualdad argentina: no de ingresos, sino de códigos. Una desigualdad moral que fractura el tejido social mucho más que la pobreza material.
Lo que hoy observamos —la violencia juvenil, la anomia institucional, la indiferencia social ante el crimen— no es un accidente. Es la consecuencia directa de una estrategia cultural que eligió destruir la noción de responsabilidad individual y estatal.
Desde 2010 en adelante, los síntomas se hicieron evidentes y graves: expansión del narcotráfico en zonas urbanas, debilitamiento de la justicia, politización de la policía, colapso del sistema educativo y pérdida del sentido de autoridad en todos los niveles.
La democracia como simulacro conmemora 42 años, pero la pregunta esencial sigue abierta: ¿democracia para qué y para quién?
Si la libertad se reduce a la impunidad y la igualdad a la miseria compartida, entonces lo que se celebra no es una democracia, sino un simulacro moral.
La reconstrucción no será posible sin recuperar la cultura de la responsabilidad, del mérito y del respeto por la autoridad legítima.
Porque ningún pueblo sobrevive mucho tiempo cuando romantiza su propia decadencia.