Por Joaquín Morales Solá
El kirchnerismo tiene la habilidad de crear problemas donde no los hay, además de no resolver ninguno de los que realmente existen
Habita en el pasado. Cristina Kirchner les habló ayer a los argentinos de 65 años o más. ¿Qué argentino con menos edad que esa podría tener una vaga noción de los fusilamientos de Trelew, que sucedieron hace 50 años, en 1972, durante el gobierno de facto de Alejandro Lanusse? Está tan absorbida por ese pasado de muerte y sangre entre militares y guerrilleros que comparó aquel episodio, que terminó con la muerte de 16 militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (un violento e intransigente grupo armado), con el alegato final del fiscal Diego Luciani sobre la corrupción en la obra pública durante las administraciones de los dos presidentes Kirchner. Aficionada a hacer de la inferencia una información y de la deducción una certeza, Cristina Kirchner subrayó que el alegato de Luciani coincidió con el 50 aniversario de aquellos fusilamientos. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada. Fue la expresión de una persona desesperada, y también un mensaje para amedrentar a los jueces que dictarán sentencia el próximo martes. La vicepresidenta nunca se detiene en las consecuencias violentas de sus palabras violentas. No necesitaba exponerlos a los magistrados que la juzgan a un acto de revancha por parte de los fanáticos que la siguen; bastaba con que hiciera una buena defensa técnica de su situación y desarticulara las pruebas y los argumentos de Luciani. No lo hizo; no pudo o no quiso.
La mendacidad vicepresidencial no se detuvo ahí. Ella intentó vincular a Luciani con el intento fallido de asesinarla, porque aseguró que era seguido en sus cuentas de Twitter y de Facebook por Brenda Uliarte, sospechada por la Justicia de haber formado parte de aquel magnicidio que no sucedió. Le falto corroborar una información clave: Luciani no tiene cuenta en Twitter ni en Facebook. Solo abrió una cuenta privada, reservada solo a su familia, en Instagram. Otra vez la misma reacción de Cristina Kirchner: solo una enorme conspiración nacional e internacional (en la que no faltan ni Mauricio Macri ni el propio Luciani) podía atentar contra su vida. Ya recusó a la jueza María Eugenia Capuchetti solo porque esta no encontró detrás de ese atentado frustrado más que a un grupo de lúmpenes sociales, de resentidos políticos que buscaban cinco minutos de notoriedad. El fiscal Carlos Rívolo, en quien Capuchetti delegó la investigación luego de que la Cámara Federal rechazara su recusación, tampoco encontró mucho más que esa pobreza delincuencial. No puede ser. Algo, alguien o muchos debieron estar detrás del intento de matarla. Un grupo de vendedores de copitos es demasiado poco para su monumental ego.
Regresemos a la defensa que Cristina hizo ayer. Fue un alegato político. Se olvidó de la técnica jurídica o simplemente carece de una refutación seria a las acusaciones de Luciani, a quien también expuso a una venganza por parte del fanatismo. Luego difundió un escrito supuestamente más serio que su discurso, en el que las conjeturas se mezclaron con las presunciones. Dijo que el fiscal la había acusado de asignar arbitrariamente las obras públicas (a Lázaro Báez). Respondió que no existe un marco jurídico que limite esas decisiones políticas. Es decir: fueron decisiones políticas no justiciables. No aseguró que las obras se asignaron correctamente, sino que se enmarcaron en las atribuciones de los funcionarios políticos de la administración. Puede que sea así, pero ninguna ley puede prever que un gobierno le adjudicaría casi todas las obras públicas de una provincia, la de Santa Cruz, a un solo empresario, Báez, que no había sido ni empresario ni constructor de obras públicas antes del acceso al poder por parte de los Kirchner. Solo fungía como monotributista. Aferrada a los formalismos, también aseguró que esas obras públicas figuraron en los presupuestos aprobados por el Congreso. Es cierto, como es cierto que la aprobación del Congreso a las decisiones del Poder Ejecutivo en su época era solo un trámite burocrático. Los Kirchner manejaban las mayorías parlamentarias como si fueran secretarios indolentes. De hecho, en diciembre de 2009, luego de que perdiera las elecciones de mitad de mandato de ese año y de que cambiara la relación de fuerzas parlamentaria, prefirió que no le aprobaran el presupuesto de 2010 antes que hacer cambios impulsados por la oposición. “A ganar o morir”, instruyó a sus legisladores. Perdieron, pero no murieron, porque ella simplemente prorrogó el presupuesto de 2009 para 2010.
Otra aseveración que hizo en su escrito es que Lázaro Báez no recibió trato preferencial de parte de su gobierno. No es cierto. Cuando el gobierno del entonces Cambiemos se hizo cargo del poder, en diciembre de 2015, Báez era el único empresario al que el Estado no le debía un solo peso. Había cobrado las obras que terminó y también las que no terminó, mientras la mayoría de los proveedores y adjudicatarios del Estado reclamaban viejas deudas de los gobiernos de los Kirchner. El viejo monotributista se había convertido en un multimillonario empresario bajo la sombra del matrimonio político más poderoso del país. De todos modos, ella volvió una y otra vez al mero formalismo, la ejecución del presupuesto, según la Constitución, es responsabilidad del jefe de Gabinete, no del presidente de la Nación. La Constitución dice eso, en efecto, Pero, ¿alguien puede creer que los jefes de Gabinete de los Kirchner eran entes autónomos del matrimonio, sobre todo cuando se destinaban recursos a las obras públicas en Santa Cruz, la cuna del feudo? Decir eso es otra muestra de desesperación y, en todo caso, una prueba más del estilo Kirchner: la culpa es siempre de otro. No podía ignorar la seria advertencia sobre el manejo de las obras públicas en Santa Cruz que había hecho la Auditoría General de la Nación cuando la dirigía el impecable Leandro Despouy, prematuramente muerto. Despouy, un radical que ejerció ese cargo en representación de la oposición según el mandato constitucional, llamó la atención varias veces sobre cómo se asignaban las obras públicas en la provincia de los Kirchner. Respuesta de ayer de Cristina Kirchner: “Simples opiniones de Despouy”, aseguró, y despachó de ese modo el trabajo serio y cargado de pruebas del exauditor general de la Nación. Tampoco se olvidó de Macri. Dijo que en el teléfono celular de José López, exsecretario de Obras Públicas, había muchos intercambios de mensajes con Nicolás Caputo, un amigo íntimo del expresidente. Caputo tiene una empresa constructora desde hace muchos años, desde mucho antes que Macri llegara al poder. ¿Cómo no iba a hablar con el entonces todopoderoso secretario de Obras Públicas? López, que se hizo famoso por revolear bolsos con millones de dólares en una noche ingrata del oscuro conurbano, tuvo ese relevante y crucial cargo para los Kirchner durante los 12 años que duró el reinado del matrimonio. De eso, que es la única prueba que existe, Cristina Kirchner no habló. En síntesis, si hubo una culpa o un error o una mala decisión es de Macri, no suya, aunque López haya sido suyo durante más de una década.
La presión sobre los jueces no se limitó solo al discurso de Cristina Kirchner. ATE, el sindicato de empleados estatales, amenazó con “parar el Estado” si la condenan a la vicepresidenta el próximo martes. Los jueces del tribunal oral tienen fama de serios, honestos e independientes. Saben que su función en la vida es hacer justicia e interpretar las leyes, y que no pueden -ni deben- dejarse amenazar por los disparates discursivos de la vicepresidenta ni por las provocaciones de los sindicatos. Si llegaran a parar el Estado, como anticipan, será responsabilidad de los dirigentes sindicales, no de los jueces, cuya responsabilidad es otra.
Cristina Kirchner dijo que se sentía ante un “pelotón de fusilamiento” y ATE denunció el lawfare que la tendría a ella como víctima. Mal momento para hablar de lawfare, porque si esa práctica existe en la Justicia es para beneficiar al cristinismo. La decisión del juez Martín Cormick de negarle a la diputada radical Roxana Reyes la representación de la Cámara de Diputados en el Consejo de la Magistratura es directamente un mamarracho jurídico. Cormick fue designado juez en lo Contencioso Administrativo en 2020 por Alberto Fernández, pero antes había sido funcionario del PAMI en la gestión del actual Presidente. Y también fue un alto funcionario de la Inspección General de Justicia en los años de Cristina Kirchner como presidenta. Las versiones indican que abreva el Derecho en las aulas de La Cámpora. El caso es raro porque formalmente su decisión es contra la presidenta de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau, criatura del oficialismo, porque fue esta quien designó a los cuatro representantes de ese cuerpo ante la Magistratura. Dos por el oficialismo y dos por la oposición. Una buena relación de fuerzas si se tiene en cuenta que el Gobierno perdió las elecciones legislativas de 2021. Resulta que Cristina Kirchner quiere otra cosa: que sean seis los representantes parlamentarios de ella en la Magistratura de un total de ocho. Tres senadores y tres diputados para ella; solo un diputado y un senador para la oposición. Quiere todo y cuanto antes, antes, si fuera posible, del próximo martes, día del veredicto del tribunal oral sobre la corrupción en la obra pública. Otra presión sobre los jueces. El Consejo de la Magistratura decide sobre la designación, ascensos y destitución de los jueces.
El bloque radical, la diputada Reyes y la propia Unión Cívica Radical deberían pedir hoy mismo ser parte de la causa para poder apelar. El presidente del bloque, Mario Negri, le reclamó ayer a Moreau que apele, pero es posible que esta no lo haga. Está demasiado vinculada al cristinismo. Si no lo hiciera, y el radicalismo no fuera parte de la causa, el fallo de Cormick quedará firme hoy a las 13. Si el radicalismo pudiera apelar, en cambio, no importará la decisión de Cormick porque esta podrá ser apelada. La otra alternativa es que Moreau retire la nota que le envió al Consejo de la Magistratura con los nombres de los diputados que representarán al cuerpo. Pero en ese caso retiraría también a los diputados propios, como el infaltable Rodolfo Tailhade y la hipercristinista Vanesa Siley. El kirchnerismo tiene la habilidad de crear problemas donde no los hay, además de no resolver ninguno de los que realmente existen. La jefa política de la coalición peronista gobernante está en otra cosa. Cristina Kirchner oscila entre la interpretación antojadiza y parcial del pasado y su desesperación por cambiar un destino inminente.
Fuente La Nación