Por Daniel Gallo
Con diferentes particularidades, los festejos del Bicentenario y el control del G-20 expusieron otras alternativas para organizar el espacio público
odo se desbordó. Pero era una situación esperable. Y por lo tanto, se podía planificar un recorrido de festejos que deseaban los campeones del Mundo y su gente. Afirman que cuatro millones de personas coparon las calles. Previsible. ¿Difícil de organizar? El resultado muestra que si. Aunque antecedentes exponen lo contrario. El objetivo era la imagen emblemática de Messi, sus gladiadores, la Copa y los hinchas frente al Obelisco. No pudo lograrse por la ausencia de un elemento clave para encarrilar la euforia: las vallas.
Complicado resultaba que tres jurisdicciones que desconfían entre si pautasen un trabajo combinado en poco tiempo. Desde el momento en que entró el último penal. Una planificación desde, quizá, la victoria frente a Países Bajos hubiese tomado a todos mejor parados. Y si el Dibu Martínez no hubiese estirado esa pierna salvadora, todo hubiera quedado en los papeles. Pero se hubiese contado con un plan de contingencia. Todo fue distinto cuando se organizaron dos eventos, también con jurisdicciones distintas implicadas en un armado conjunto del operativo de seguridad: el festejo del Bicentenario y el G-20.
Fueron dos situaciones completamente diferentes entre sí, pero con un mismo objetivo básico: tener disponible la 9 de Julio.
Las crónicas de los festejos del Bicentenario permiten la comparación con los sucedido hoy, ya que dos millones de personas se movilizaron por el centro porteño el día de mayor concentración. Las vallas, bajas, las normales para el orden del tránsito, permitieron que la principal avenida estuviese liberada desde el Obelisco hasta la autopista, pese al intenso flujo de personas.
Eso vale también para el recorrido desde el predio de la AFA por territorio bonaerense. Y luego no se evitó que la gente estuviese sobre los puentes, a centímetros de los futbolistas en el ómnibus sin techo. Hasta algunos fanáticos saltaron al micro en el puente Olavarría, en La Matanza. Esa situación fue de extrema peligrosidad. Y una falla grave en el objetivo central de un operativo de esta clase: proteger a los futbolistas.
Vallas para cubrir el proyectado recorrido del ómnibus hay disponibles. Tal vez pesó la idea política de no poner un límite al fervor popular. Claro que no hacía falta establecer un perímetro compacto, como se hizo en el G-20.
En ese momento el objetivo era evitar que los manifestantes se acercasen al Teatro Colón. Y se armó para eso un callejón de protesta desde la autopista 25 de Mayo hasta el Congreso. Cada cruce de calles fue bloqueado con vallas de dos metros de altura. No era ese el clima de hoy. Pero sirve el ejemplo para señalar que esta clase de operativos de seguridad no puede organizarse durante una madrugada.
Las primeras explicaciones de fuentes gubernamentales mencionan que no se podía vallar un recorrido tan extenso desde Ezeiza al Obelisco. Quedará en el cruce de acusaciones políticas si se podía o no establecer perímetros de seguridad en lugares específicos. Al menos, dos antecedentes importantes de organización del espacio público terminaron mejor.
Diferente fue el caso de la despedida a Diego Armando Maradona. Podrá decirse que no funcionó la colocación de vallas en la Plaza de Mayo. Pero otro era entonces el espíritu de la convocatoria. Había dolor. Y barras. La ceremonia en la Casa Rosada terminó con disturbios porque los fanáticos, especialmente los que hacen de la violencia en el fútbol una forma de vida, arremetieron contra el vallado en el intentó de llegar a los restos del ídolo.
La manifestación de alegría por la tercera estrella estaba en manos de jóvenes y familias que, difícilmente, hubiesen derribado un cordón que les permitiese disfrutar de un evento esperado mundial tras mundial. En el episodio del velatorio de Maradona, además, no existía diálogo alguno en las áreas de Seguridad de la Nación y la ciudad. Esta vez hubo charlas y reuniones. Pero pocas horas antes. Y con un actor adicional, la AFA, que no es precisamente una garantía para llevar adelante una concentración de estas características. Aquí, por ejemplo, no se pudo jugar la el último partido de la Copa Libertadores entre River y Boca. Sin embargo, de nuevo puede consignarse que ese fue un problema de barras y la vuelta al Obelisco de Messi con la Copa era una masiva fiesta popular que solo requería un poco de orden.
Eso quedó expuesto en la reacción de las millones de personas que estaban en las calles al enterarse que todo había sido cancelado: se siguió festejando, con algunos pocos incidentes menores durante todo el día, que no alteraron el movimiento de tanta gente que comprendió la situación. No hubo escenas de furia colectiva por no poder ver de cerca al seleccionado de fútbol, porque la idea siempre fue agradecer el éxito y la sintonía que demostró siempre con el público, a diferencia de lo ocurrido con otros equipos que usaron la camiseta albiceleste, como el de 1998 que ni siquiera saludaba a los hinchas que lo alentaban en Francia. Cambió la situación con las primeras horas de la noche, cuando la infantería de la Policía de la Ciudad se enfrentó con un grupo que, con varias horas de consumo de alcohol, generó incidentes en el Obelisco.
Frente al panorama que dominó la mayor parte del día, parece más frustrante que no se hubiese podido establecer un operativo que no dejase el movimiento del ómnibus a la autogestión de la gente. Si cualquiera podía acercarse hasta tocar el micro, resulta previsible que todos lo harían. Y entonces si el desborde sería un inevitable resultado. Eso ocurrió, finalmente.
Un esquema resuelto a las apuradas como si hubiese sido algo inesperado y protagonistas que no confían el uno del otro parecen haber dejado todo a la suerte. Y salió mal. Justamente, todo lo contrario que ese grupo de futbolista mostró en Qatar.
Fuente La Nación