Por Carlos A. Manfroni
La última acción que actualmente necesitamos en la Argentina es la de encogernos de hombros: sobre la tierra arrasada, el narcotráfico construiría pistas para su negro negocio y las empresas abandonadas le servirían para lavar su dinero
En 1957 se publicó la famosa novela de Ayn Rand La rebelión de Atlas, tomada durante muchos años y hasta hoy como el libro central del pensamiento libertario en el género de la ficción. La obra, que la autora comenzó a escribir en 1946 y que en su edición en español tiene más de 1000 páginas, es una reacción contra el New Deal de Franklin Delano Roosevelt, presidente de los Estados Unidos desde 1933 hasta 1945.
A través de sus personajes, Rand va describiendo una tendencia estatizante y socializante en los Estados Unidos y en el mundo, así como los métodos con los que los gobiernos asfixian, en perjuicio de la nación, la iniciativa privada y el espíritu creativo de los empresarios.
Como nota de color, la novela en su primera parte deja a salvo a la Argentina de esa crítica, hasta que nuestro país también se suma al conjunto de “repúblicas populares”. De hecho, uno de sus personajes principales es el empresario argentino Francisco D’Anconia, en cuya boca pone la escritora el famoso discurso sobre el dinero, que en realidad es en la trama una respuesta dada durante una fiesta a un invitado que había dicho en voz alta que el dinero es la causa de todos los males.
“…Usted asegura que el dinero lo consiguen los fuertes a expensas de los débiles. ¿Pero a qué fuerza se refiere? No es la fuerza de las armas ni de los músculos, ya que la riqueza es el producto de la capacidad del hombre para pensar. Entonces, ¿el dinero lo obtiene quien inventa un motor a expensas de quienes no lo inventaron? ¿Lo obtiene el inteligente a expensas del idiota? ¿El capaz a expensas del incompetente? ¿El ambicioso a expensas del holgazán? El dinero debe hacerse, antes de que pueda ser saqueado, y es hecho a través del esfuerzo de las personas honradas, en la medida de la capacidad de cada una; y el honrado es aquel que comprende que no puede consumir más de lo que ha producido”.
D’Anconia continúa, ante el silencio impávido de su interlocutor: “¿Ha conseguido su dinero por medio del fraude? ¿Siendo alcahuete de los vicios o de la estupidez humana? ¿Sirviendo a los imbéciles con la esperanza de conseguir más de lo que su capacidad merece? ¿Degradando sus ideales? ¿Realizando una tarea que desprecia para vendérsela a quienes aborrece? En tal caso, su dinero no le proporcionará ni un momento de felicidad, pues todo lo que compre no será un elogio hacia su persona, sino un reproche; no un triunfo, sino un constante recordatorio de la vergüenza. Entonces gritará que el dinero es malo. ¿Malo porque no sustituye el respeto que se debe a sí mismo? ¿Malo porque no le deja disfrutar de su corrupción?”.
Premonitoria, esta última cita de las palabras de un argentino –en la fantasía de la escritora– nos resulta demasiado familiar. Hemos soportado años y décadas de gobernantes corruptos que maldicen el dinero, pero se enriquecieron y después, crispados ellos por el infortunio, podemos comprobar que realmente su riqueza mal habida no les ha proporcionado un momento de felicidad. Y esto ocurre, como sabiamente lo expresa la autora en los labios del mismo personaje, a causa de una ley que los corruptos desconocen: “La de que nadie puede ser menos que su dinero”.
La respuesta de Francisco D’Anconia es mucho más extensa –abarca casi cinco páginas– y nos motiva a hacer una crítica formal al estilo de Rand, quien escribe larguísimas reflexiones en sus diálogos, a modo de monólogo, como si el interlocutor pasivamente escuchara todo lo que se le dice sin intercambiar siquiera un monosílabo. Esto no opaca, por cierto, la profundidad de las sentencias de la obra.
La trama consiste –contada la parte esencial en pocas líneas– en la acción de un grupo de fuertes empresarios de los Estados Unidos que, ante el avance del intervencionismo estatal, cada vez más asfixiante, abandonan sus fábricas, sus líneas de transporte, sus plantas de energía, que terminan expropiadas por el gobierno, y se retiran a un valle oculto a esperar que se derrumbe todo a causa de la incapacidad de los burócratas. Esto es, precisamente, lo que ocurre sobre el final y ellos vuelven para reconstruir el país. Por eso la novela se titula La rebelión de Atlas, porque en la mitología griega, Atlas es quien sostiene al mundo sobre sus hombros (o la bóveda celeste), al modo como los emprendedores –en la visión de la escritora– sostienen la vida del resto, sin recibir reconocimiento.
En realidad, el título original en inglés es Atlas shrugged, que indica la acción de encogerse de hombros. Es una expresión sumamente gráfica, porque ese gesto implica desinterés. Al mismo tiempo, como Atlas lleva al mundo sobre sus hombros, también revela que, con ese movimiento, el gigante se ha desprendido de él.
Una vez más, las imágenes parecen demasiado cercanas cuando comprobamos que los empresarios más creativos se trasladan a otros países y los jóvenes que realmente buscan trabajo hacen lo mismo.
Una crítica de fondo que podríamos hacer a la novela es su acusación al cristianismo de ser el responsable de una estructura de pensamiento que promueve la acción del Estado en perjuicio de los empresarios, a punto tal que, en la utopía del valle en el que se refugian los personajes principales, está prohibida la caridad.
Sin embargo, no es verdad que el cristianismo promueva el intervencionismo estatal. No existe una sola sentencia política en el Evangelio, sino un mandato de amor al prójimo.
“Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos”.
¿Quién escribió esto? Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus annus.
La caridad se ejerce en el contexto de la libertad humana. No hay acción más libre que la caridad, porque con ella ni siquiera estamos cumpliendo el mandato de una ley positiva. Resulta contradictorio que, desde un pensamiento liberal, se considere una acción libre como censurable y hasta objeto de prohibición. La crítica obedece, sin duda, a la adhesión de Ayn Rand a la filosofía de Friedrich Nietzsche, cuya obra estudió en la Universidad de San Petersburgo y su influencia está presente en toda la novela.
Pero de vuelta al tema de fondo del libro: ¿sería hoy posible una “rebelión de Atlas”? Sí y no. Algunos creadores de bienes podrán irse, pero no todos. La mayoría de los dueños de campos y chacras, principal fuente de riqueza y sostenimiento del pueblo argentino, están ligados a la tierra que trabajan. Ni siquiera la oprobiosa resolución 125 consiguió expulsarlos. Por otro lado, el éxodo de quienes sí pueden retirarse no provocaría el mismo efecto que en la obra de Rand. En la época de la novela, el narcotráfico no tenía el inmenso poder que hoy despliega en el mundo. Sobre la tierra arrasada, los mercadores de la muerte construirían pistas para su negro negocio y las empresas abandonadas les servirían para lavar su dinero. No ha caído el Estado venezolano, a pesar del éxodo de sus principales cerebros productivos.
La última acción que hoy necesitamos en la Argentina es la de encogernos de hombros.
Fuente La Nación