Por Joaquín Morales Solá
La administración de Fernández y Kirchner denuncia que es víctima de violaciones a los derechos humanos mientras invita a Buenos Aires a los dictadores que violan en sus países todos los derechos de las personas
Fue una reunión de amigos en el café de la esquina. La excepción fue Uruguay y, por eso, la advertencia del presidente Luis Lacalle Pou de que así no se construyen las relaciones internacionales. La Celac es una de las organizaciones de los países latinoamericanos que intentó en su momento eclipsar a la OEA. Vano intento. La OEA (destacada ayer por el gobierno de Biden como “el principal foro multilateral del hemisferio occidental”) es la única organización que nuclea a todos los países de América, tiene una rica y larga historia y es reconocida en el mundo. No significa nada que su secretario general, el estricto Luis Almagro, no le guste al gobierno argentino. Poco a poco, la Celac se fue convirtiendo en lo que es: un conglomerado de gobiernos cohesionados por su ideología, generalmente bolivariana o cercana a los bolivarianos. No tiene ninguna influencia en la política internacional. Sus documentos son ladridos a la luna. Esta vez ni siquiera estuvo en la cumbre de Buenos Aires el presidente de México, López Obrador, mandatario de un país imprescindible en América Latina, ya sea por su demografía como por su economía. Con poco, casi nulo, contacto con el resto del mundo, Alberto Fernández convirtió esta reunión en la apoteosis internacional de su gobierno. En esa orgía de marketing lo ayudó mucho el flamante presidente de Brasil, porque Lula tiene objetivos más ambiciosos que la tapa de los diarios de mañana.
Hay dos Lula. Uno es el que está dentro de Brasil. Pragmático y realista, llegó por tercera vez a la presidencia aliado con la centroderecha que antes había combatido en las urnas. Era la única manera de sacar del Planalto a Jair Bolsonaro, una de las expresiones más patéticas y lamentables de la política antisistema. Solo Donald Trump y Cristina Kirchner han erosionado tanto como Bolsonaro el sistema democrático en el continente americano desde países, desde ya, que todavía lo preservan. En un apartado se inscriben los regímenes de Venezuela, Cuba y Nicaragua, países donde la democracia murió hace mucho tiempo. El otro Lula es el que se muestra fuera de Brasil, capaz de abrazar a los peores dictadores de la región, de suscribir las teorías demenciales del lawfare y los discursos inspirados en la nostalgia de los años 60. Alberto Fernández, con sus excesos de afecto hacia Lula, improcedentes en la relación entre presidentes, cree que el discurso progresista es el único discurso del mandatario brasileño. ¿Cuál es el verdadero Lula? Hay algo de auténtico en los dos. El que gobierna Brasil fronteras adentro es el político que sabe que debe construir riqueza en su país para no fracasar, sobre todo ahora que no lo acompañarán los buenos vientos internacionales de la economía que lo beneficiaron en sus primeros dos mandatos. El que se muestra en el exterior es el presidente brasileño que quiere para su país un liderazgo sin discusión de América Latina; el que solo admite como interlocutor válido a los Estados Unidos -nunca pierde la oportunidad de una visita a Washington-; el que trata de apartar a México de la región (¿qué fue si no eso su idea de la Unasur, que por definición excluía al país azteca?), y el que aspira a hacer de Brasil un protagonista central en la política mundial. Esos grandes objetivos deben empezar forzosamente por abroquelar a las naciones latinoamericanas alrededor de Brasil. Esa fue su estrategia durante sus primeros dos mandatos y consiguió entonces gran parte de lo que se propuso. La repite ahora, y ese es el interés nacional de Brasil. Alberto Fernández no se detiene en esas profundidades; se detiene solo en los iconos, en las imágenes de las apariencias.
Sin embargo, es cierto que la Argentina necesita a Brasil, ya sea presidido por Lula o por Bolsonaro, aunque costara relacionarse con este. Es el primer socio comercial del país y, por sobre todo, es el principal destino de las exportaciones industriales argentinas. Sin Brasil, el Mercosur no existiría. Moriría por falta de interés de parte del resto del mundo. Pero también es necesario Uruguay, uno de los socios fundadores de la alianza en el sur de América. Sucede, sin embargo, que el gobierno de Alberto Fernández no se cansa de chocar contra la pared. Es difícil entender de otra manera la declaración de Sergio Massa que calificó a Uruguay como un “hermano menor” de Brasil y la Argentina. En primer lugar, Uruguay supera a la Argentina en cualquier medición de calidad, ya sea institucional o económica. O en la ejemplar convivencia entre las distintas fuerzas políticas uruguayas. ¿Ejemplo? Cuando el 1º de enero asumió Lula en Brasil, Lacalle Pou invitó a formar parte de su delegación a dos expresidentes que no son de su partido, Julio Sanguinetti y José Mujica, porque estos tienen una relación personal con el presidente brasileño. Sana envidia para cualquier argentino. Es peor todavía cuando cerca de Massa aclaran que el ministro de Economía quiso agradar a los uruguayos. Massa sabe poco de economía, pero sabe menos de relaciones internacionales. Uruguay tiene un profundo sentido nacional y está orgulloso de ser un ejemplo de civilidad política en América Latina. El gobierno de Lacalle Pou viene planteando que no está cómodo dentro del corsé comercial que le impone el Mercosur y que se propuso impulsar una política propia de asociación con el mundo. Los estatutos del Mercosur obligan a sus socios a entablar negociaciones comerciales con terceros países solo en bloque. Uruguay ya se cansó del proteccionismo que predomina a veces en Brasil y otras veces en la Argentina. Esos son los intereses nacionales uruguayos y los otros miembros del Mercosur deberían adaptarse a sus necesidades. Uruguay no es un hermano menor de Brasil y de la Argentina. Es un socio del Mercosur en igualdad de condiciones y merece que lo traten con respeto. En ese contexto de ofensas, voluntarias o involuntarias, Lacalle Pou alzó este martes su voz para decirles a sus colegas latinoamericanos que no le gusta que la Celac se convierta en un club de amigos ideológicos. Quizás haya abierto también la puerta para irse de esa organización, como ya la abrió para despedirse del Mercosur, si este no cambia. También le contestó a Massa: “Parece Disneylandia”, lo ninguneó. Hay cosas que no se pueden contestar en serio. El dueto Alberto Fernández y Sergio Massa conseguirá hasta romper el Mercosur, que es (¿o era?) la única política de Estado de la democracia argentina.
Alberto Fernández chocó también con otras paredes. En la víspera del encuentro de compadres en Buenos Aires, el gobierno argentino se presentó ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra, para declararse víctima de violaciones de sus derechos humanos. Es un hecho inédito en la historia de esa Comisión. Allí van los ciudadanos o las organizaciones civiles para denunciar que los gobiernos violan los derechos humanos. Nunca se dio el caso de un gobierno que haya denunciado que sus derechos humanos fueron supuestamente violados. Se explica: son los gobiernos los que violan los derechos de las personas, no al revés. Del secretario de Derechos Humanos del gobierno argentino, Horacio Pietragalla, no se puede esperar nada que tenga cierta virtud, pero el representante argentino en esa comisión, el embajador Federico Villegas, es un diplomático de carrera con prestigio entre sus colegas. Villegas debería saber que siempre es posible decir que no antes de hacer un papelón. Pietragalla fue el que denunció, acompañado de Villegas, a la Corte Suprema, a los jueces en general y a los medios periodísticos de violar los derechos humanos del Gobierno y, sobre todo, los de Cristina Kirchner. Si bien el informe final de la comisión se conocerá el viernes, la representación de Alemania ya adelantó su opinión, acompañada por las de Chile y Eslovaquia. El gobierno de Berlín dijo, refiriéndose a la Argentina, que “expresa su preocupación por los intentos de ejercer influencia política en el sistema de Justicia. Alemania recomienda -agregó- que se fortalezca la independencia judicial y se proteja a jueces e investigadores (fiscales) ante presiones e intimidaciones”. Lo expresó con esa claridad el embajador alemán ante la Comisión de Derechos Humanos, delante de un estupefacto Pietragalla y de un avergonzado Villegas. Tal sinceridad es encomiable porque en los próximos días visitará el país el canciller alemán, Olaf Scholz, quien también estará en Brasil y Chile. Está claro que el gobierno alemán sabe discernir entre quiénes pueden violar los derechos humanos.
Pietragalla voló a Ginebra para hablar (mal) de la Corte Suprema de Justicia argentina porque seguramente le advirtieron que el show del juicio político camina hacia el naufragio. Los jueces de la justicia federal están haciendo o han hecho su trabajo antes de que la comisión estalinista de diputados cristinista comenzara su tarea de demolición del máximo tribunal del país. El juez Sebastián Ramos archivó la causa que investigaba al vocero del presidente del Corte, Silvio Robles, por la filtración de una conversación telefónica de este con el ministro de Justicia y Seguridad de Capital en uso de licencia, Marcelo D’Alessandro. Ramos señaló que eran inadmisibles como pruebas tareas de “inteligencia ilegal”. Esa era una de las razones del juicio político. En el despacho del juez Ariel Lijo se elabora una resolución que establece que el juez Juan Carlos Maqueda, miembro de la Corte Suprema, no está imputado ni existe ninguna posibilidad de que sea imputado en el futuro en el caso de obra social del Poder Judicial. Esa causa fue siempre una operación montada contra Maqueda. Era otro argumento del cantinflesco juicio político. Otro juez federal, Daniel Rafecas, propuesto por Alberto Fernández como procurador general de la Nación (jefe de los fiscales), propuesta que Cristina Kirchner nunca habilitó en el Senado, sobreseyó a los jueces Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz en una causa por presunto prevaricato. La causa había sido impulsada por el fiscal Guillermo Marijuan por la resolución de una mayoría de la Corte que hacía extensivo el beneficio del dos por uno para la prisión por casos penales a los condenados por delitos de lesa humanidad. Es el conocido como “caso Muiña”, que los diputados cristinistas incluyeron entre los argumentos del juicio político. Luego de que el Congreso sancionara una ley que les negaba ese beneficio a los condenados por crímenes de lesa humanidad, Rosatti y la entonces jueza Elena Highton de Nolasco rectificaron su posición.
Todos los miembros de la Corte Suprema, incluido Ricardo Lorenzetti, no aceptarán la citación de la comisión para someterse al espectáculo inconducente de una parodia de juicio. La unanimidad de la Corte coincidió en que el tribunal debe seguir trabajando normalmente, sin darle importancia a un teatro montado solo para quebrar moralmente a los máximos jueces del país. Difamar y deshonrar gratuitamente es también una violación de los derechos humanos. Esos jueces tenían más derecho que el Gobierno para viajar a Ginebra y denunciar ante la Comisión de las Naciones Unidas a la administración de Alberto Fernández y Cristina Kirchner por violación de los derechos humanos. La paradoja va más allá. La administración de Fernández y Kirchner denuncia que es víctima de violaciones a los derechos humanos mientras invita a Buenos Aires (y recibe en el caso del cubano Miguel Díaz-Canel) a los dictadores que violan en sus países todos los derechos de las personas. La paradoja y el absurdo son a veces sinónimos cuando se trata de un gobierno que siempre esquiva el camino que le toca.
Fuente La Nación