Por Luciano Román
Lo que vimos en La Matanza y en la avenida General Paz es mucho más que un hecho brutal de inseguridad y una reacción ciudadana que incluyó el ataque físico contra un funcionario. Vimos en carne viva el drama de la Argentina. Vimos a una sociedad impotente, harta de vivir con miedo, que se siente abandonada por el Estado y subestimada por el poder. Vimos a vecinos con una inmensa carga de frustración acumulada. Y asistimos a la expresión de algo que se ha naturalizado y que la política observa desde la lejanía de despachos y helicópteros: el sentimiento de gente que vive con el corazón en la boca porque sabe que un motochorro le puede arrebatar su vida o la de sus hijos en cualquier esquina.
Si hubiera que graficar la tragedia de La Matanza habría que dibujar un triángulo desolador: la muerte del que trabaja, la impunidad del que delinque y la improvisación del que gobierna.
El chofer Daniel Barrientos representa a ese ciudadano que se siente desamparado, descuidado y abandonado a su suerte. Tenía 65 años y le faltaban pocos días para jubilarse. Se levantaba antes de las 4 de la mañana para ir a trabajar. Ejercía su oficio con dedicación y compromiso. Ayer, mientras conducía el colectivo antes de que amaneciera, dos delincuentes subieron a robar y lo mataron de un tiro en el pecho.
No fue un hecho aislado, sino un nuevo eslabón de un horror interminable y cotidiano. En la provincia de Buenos Aires, según estadísticas oficiales, se comete un robo cada dos minutos. Solo en La Matanza, en 2020 hubo 140 asesinatos y más de 20.000 asaltos. Frente a la magnitud de esa tragedia, el Gobierno hace anuncios espasmódicos, exhibe exasperantes peleas internas y monta operaciones de marketing. Para el gobernador Kicillof, la seguridad es un misterio incómodo, al que solo se asoma desde los estereotipos ideológicos del zaffaronismo. Ha aceptado, entonces, delegarla en una especie de actor que interpreta a un “sheriff” de mano dura, carente de toda gestión. Berni se pasea por las redes sociales al frente de operativos para las cámaras, en moto y con ametralladora. Cuando se intenta ver qué hay detrás de esos spots y despliegues actorales, no se ve nada, es solo un decorado.
Ayer quedaron expuestos los límites de una gestión “para la tribuna”. Los compañeros del chofer asesinado, así como los propios vecinos, coincidían en un enojo profundo por anuncios en el aire y promesas incumplidas. En todos los testimonios se notaba el sentimiento de desamparo: “no ves un solo patrullero”; “las cámaras que anunciaron nunca se colocaron”; “prometieron botones antipánico en las paradas de colectivos y todavía estamos esperando”, “los gendarmes no aparecieron nunca”.
Son reclamos frente a un Estado ausente y una gestión que esconde su propia negligencia detrás de anuncios para salir del paso. Las mismas quejas se escuchan en todos los centros urbanos de la provincia. Lanzar medidas efectistas y esperar que baje la espuma se ha convertido en la verdadera política de seguridad.
Improvisación
La llegada de Berni ayer a la avenida General Paz desnudó una mezcla de improvisación y altanería que simboliza la desconexión entre el poder y la sociedad. Fue sin saber a dónde iba, sin calibrar los riesgos ni dimensionar el clima de indignación y crispación social que envolvía a una comunidad conmocionada y dolida por la tragedia. Apeló a esos impulsos de “llanero solitario” que lucen más orientados a su promoción personal que a la solución de los problemas. “Déjenme a mí”, parece decir antes de subirse al helicóptero sin analizar la situación con cautela y responsabilidad institucional. Detrás de esa reacción se esconde algo que el ministro simboliza bien, pero que a la vez lo excede: es la falta de profesionalismo en la actuación del Estado. No hay técnica ni planificación, solo espasmo y arrebato. Cuando se actúa de esa manera en la máxima conducción de seguridad, se entiende la falta de preparación que exhiben todos los estamentos de las fuerzas policiales.
La seguridad es, por supuesto, un desafío complejo que involucra a los tres poderes del Estado, tanto de la Nación como de las provincias.
Pero en lugar de coordinar esfuerzos, se ven tironeos y peleas miserables. Berni y Aníbal Fernández ofrecen un penoso espectáculo público con desacuerdos inentendibles. El ministro bonaerense le tira la pelota a la Justicia, pero es incapaz de proponer un diálogo constructivo con jueces y fiscales. El hipergarantismo ha impregnado los códigos y la jurisprudencia, pero la Legislatura bonaerense sesiona cada vez menos y elude cualquier debate de fondo sobre la legislación procesal que permite la “puerta giratoria”. El sistema penitenciario apenas administra una profunda crisis estructural, mientras las comisarías están desbordadas y los uniformados salen a la calle casi sin elementos ni preparación. La policía no siente respaldo ni autoridad para combatir el delito. En ese laberinto, el poder se muestra absolutamente desconectado de las demandas ciudadanas. Y esa ruptura profunda es la que se vio en La Matanza y en Mataderos.
Los que ayer reaccionaron contra el ministro son trabajadores formales que sienten que el Gobierno no los escucha ni los representa; tampoco los entiende. Pertenecen a una franja de la sociedad que reivindica el esfuerzo, que intenta progresar, que les transmite a sus hijos la cultura del trabajo y que espera que el Estado les provea cosas tan básicas como seguridad, justicia, educación y salud. El desborde que los llevó a reaccionar con furia es un grito de impotencia y desesperación. Por supuesto que la violencia nunca es conducente y siempre es repudiable. Pero ayer hubo, en esos golpes de puño y agresiones, un estallido de angustia muy profunda. Es el dolor de una sociedad que se ve acorralada y que por algún lado “explota”.
Los compañeros y vecinos de Daniel Barrientos representan a las víctimas del retroceso argentino. Les han prometido “Estado presente” y “ampliación de derechos”, pero hoy sienten que los han estafado y los quieren distraer con “retórica inclusiva”. Ven que detrás de un discurso hueco se impone una realidad cada vez más dolorosa: escuelas deterioradas, hospitales colapsados y calles asoladas por la delincuencia. Habitan un espacio público cada vez más degradado. En sus barrios sufren frecuentes apagones, mientras muchos esperan que llegue la red de gas o el asfalto que les prometieron hace décadas. En La Matanza, como en otros distritos del interior y el conurbano, sufren el avance narco en territorios dominados por la fragmentación y la anomia. Como si fuera poco, la inflación les devora sus salarios y aniquila las posibilidades de ahorro.
Seguir a pesar de todo
Son trabajadores que hoy lloran la muerte de un vecino, pero ayer fue la de otro, y saben que mañana les puede tocar a ellos. A pesar de todo, se siguen levantando todos los días a las 4 de la mañana para ir a una fábrica, a conducir un colectivo, a atender un pequeño comercio o a trabajar en una obra. Hacen un enorme esfuerzo para que sus hijos estudien. Muchos pagan un colegio parroquial para asegurarles una continuidad que la escuela de Baradel ha dejado de garantizarles.
Gastan lo que no tienen en rejas y alarmas vecinales mientras les ruegan a sus familias que no se resistan cuando les quieran robar. Sienten que el poder se ha desentendido de ellos. Escuchan a un gobierno que no cree en el esfuerzo ni en el mérito y que, en lugar de incentivarlo, castiga al que logra progresar. Ven que no hay premios ni castigos; que la impunidad juega a favor del delincuente y que, en muchas barriadas del conurbano, sacrificarse y trabajar ya no marca la diferencia. La ley ha dejado de ser en la Argentina el gran eje ordenador, y ahí reside el mayor peligro de una sociedad.
En esa realidad atravesada por el miedo, la frustración y el dolor, aterrizó ayer el helicóptero de Berni. Iba con esos aires actorales, esa suficiencia que cultiva el poder, y ese repertorio conocido de excusas y frases hechas. Se encontró con una sociedad desgarrada que empieza a dar inquietantes señales de hartazgo e impaciencia. ¿Se entenderá que ya no hay margen para palabras vacías?
Fuente La Nacion