MIAMI, Estados Unidos. – En circunstancias ideales, el fallecimiento de Carlos Alberto Montaner y de Umberto Peña, recientemente, hubiera repercutido, como es merecido, en la clase intelectual cubana.
Los creadores de la Isla ahora mismo, sin embargo, se preocupan por arbitrariedades que sufren “los suyos”: un distinguido humorista y actor que ha caído en desgracia ―José Fernández Era― y Ángel Kike Díaz Núñez, titiritero, querido entre los niños, expulsado de su sitio laboral por falta de preparación académica y luego redimido ante las protestas virtuales de sus congéneres.
Peña se desvanece. Pocos pintores cubanos de las novísimas generaciones, posteriores a la emblemática de los años 80, le rinden el tributo público justo; y la grandeza de Montaner sufre la mezquindad operativa del castrismo ―el asesinato de carácter―, a la hora de fulminar a sus enemigos inteligentes.
Los creadores atrapados en la telaraña de la indigencia, acostumbrados a los mendrugos del viaje al extranjero, de la próxima película autorizada o el nuevo libro a publicar, prefirieron aceptar la acusación de “agente de la CIA”, esgrimida por la dictadura, e irrespetar al intelectual que más reflexionó sobre la necesidad de libertad y democracia en la Isla.
El miedo y la cautela siguen primando “dentro de la Revolución”. Los cineastas han logrado reunirse con los cancerberos ideológicos del régimen. Los encuentros son resumidos en notas oficialistas que no reflejan lo que ocurre realmente en los cónclaves. Hasta ahora no se habla del regreso de la Muestra Joven ICAIC y las disculpas públicas para el cineasta Juan Pin, por los atropellos sufridos, siguen ausentes.
Un recorrido sucinto por la información cultural de medios electrónicos del régimen manifiesta la decadencia y anacronismo de sus intereses.
En el mismo sitio donde el dictador Fidel Castro solía publicar sus monsergas, Amaury Pérez, se explaya sobre el placer de disfrutar a la diva Liza Minnelli en vivo, con entradas de $120 cortesía de su cuñado, el pintor Ulises González.
En su arrebato descriptivo, Pérez encuentra semejanzas con la emblemática cantante y actriz: “Los dos, Liza y yo, crecimos en un mundo encantado y oloroso (con sus diferencias, claro) donde el canutillo, la lentejuela, el maquillaje, los encajes y las joyas eran más comunes que el pan y el arroz”.
En medio de tanta frivolidad y falta de principios, en las antípodas, corre la noticia del fallecimiento del escritor Milan Kundera a los 94 años, a quien también debimos leer a escondidas en Cuba.
Sus novelas La insoportable levedad del ser, La broma y La inmortalidad, entre otras, colocan al individuo en el profundo tormento de la encrucijada totalitaria y existencial.
Cuánto placer y certeza el haber podido leer en la soledad de la debacle cubana a aquel autor que nos adentró en lo que siempre sospechamos: la imposibilidad de concertar el “socialismo con rostro humano”, que sus mismos compatriotas especularon antes de ser aplastados por tanques rusos en 1968.
Suspicazmente Kundera no obtuvo ni el Premio Nobel ni el Príncipe o Princesa de Asturias, concedidos a otros escritores de méritos menores.
Desde 1975 el régimen de Checoslovaquia lo empujó al exilio. Kundera se estableció en Francia como tantos otros intelectuales que debieron lidiar con crímenes y abusos de varios de los siniestros “ismos” emergidos en la vieja Europa durante el siglo XX. La dictadura comunista también lo despojó de su ciudadanía.
Al cumplir 94 años y gracias a ingentes gestiones de su esposa, la Biblioteca Nacional de Brno ―ciudad donde nació el escritor― abrió una sección dedicada al regreso de su hijo pródigo, donde figura un donativo personal de 3.000 libros.
En una entrevista de 1982 concedida al diario El País, Kundera dejó bien claro parte de su designio literario, que busca la trascendencia estética y conceptual lejos de la perentoria caducidad política.
“No me siento cómodo en el papel del disidente. No me gusta reducir la literatura y el arte a una lectura política. La palabra disidente significa suponerle a uno una literatura de tesis, y si algo detesto es precisamente la literatura de tesis. Lo que me interesa es el valor estético. Para mí, la literatura procomunista o la anticomunista es, en ese sentido, lo mismo. Por eso no me gusta verme como un disidente”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org