Por Dr. Javier Francisco García- Envío especial Total News Agency-TNA-
Hay un momento en que la investigación penal deja de ser un terreno jurídico para transformarse en espectáculo. Ese instante, casi siempre imperceptible, ocurre cuando las fuerzas de seguridad deciden abrir la puerta a los flashes, cuando la imagen de un detenido esposado se convierte en mercancía informativa, cuando la noticia deja de narrar hechos para dramatizar culpabilidades. Allí nace la condena anticipada.
El problema no es solo ético o simbólico: es también jurídico y procesal. La presunción de inocencia, consagrada en nuestra Constitución y en los tratados internacionales, se desvanece en el mismo segundo en que la fotografía de un sospechoso invade las pantallas. El público, alimentado por titulares veloces, asume que quien aparece reducido ante la policía ya ha sido juzgado y condenado. Se trata de una pena simbólica, anticipada, sin expediente y sin sentencia, pero con una fuerza devastadora sobre la vida de las personas y sobre la credibilidad del propio sistema judicial.
El periodismo policial juega aquí un papel central. Con su afán de rating dramatiza, simplifica, exagera y, en su propia ignorancia del proceso penal, opina como si dictara cátedra. Hablan de derecho en general, sin comprender la particularidad y la técnica de cada caso concreto. Instalan relatos donde no hay prueba suficiente, donde la investigación apenas comienza, y lo hacen bajo la máscara de informar cuando en realidad estigmatizan. Así, la opinión pública, desinformada y manipulada, se transforma en un tribunal paralelo que hiere directamente el corazón del aparato judicial.
En ese mismo escenario aparecen abogados más atraídos por las cámaras que por los estrados, profesionales que buscan micrófonos antes que expedientes, que opinan sin rigor ni conocimiento pormenorizado y que con cada intervención mediática degradan el oficio que dicen ejercer. Esa suerte de mala praxis jurídica pública alimenta el fenómeno del opinólogo, que dicta sentencias frente a las cámaras con la misma liviandad con que desprecia la seriedad de un proceso judicial. El daño no es menor: además de estigmatizar a personas inocentes, inclinan erróneamente la balanza de la justicia al instalar una verdad mediática que se impone por sobre la verdad procesal.
Lo grave es que esta dinámica no solo lastima derechos individuales como la intimidad, la imagen y la dignidad, sino que afecta de manera directa a la investigación penal preparatoria. Esa etapa, concebida como rigurosa, objetiva y reservada, se contamina con la presión social que generan titulares y noticieros. Testigos que leen, fiscales que sienten el peso del veredicto mediático, jueces que saben que la sociedad espera una condena rápida: todo ello erosiona la imparcialidad y desnaturaliza la búsqueda de la verdad. La causa ya no se ventila en tribunales, sino en pantallas.
Así, lo que se presenta como una victoria en la política de seguridad ciudadana es, en realidad, una derrota de las garantías. Una sociedad democrática no puede permitir que la justicia se mida en minutos de rating, ni que la verdad judicial se sacrifique en el altar del espectáculo. La seguridad no se construye con imágenes fugaces de culpables exhibidos, sino con procesos sólidos, con respeto al debido proceso y con un compromiso indeclinable hacia los derechos humanos.
La justicia, decía la Corte Suprema, no puede ser espectáculo: es garantía, es límite, es el último resguardo frente a la arbitrariedad. Y cuando olvidamos eso, lo que perdemos no es solo la inocencia de un imputado, sino la propia inocencia de nuestro sistema de justicia.