Por Nicolás J. Portino González
Nuestra ya muy dañada nación carga con un mal estructural: la falta de idoneidad en sus dirigentes. Una clase política que, en muchos casos, no alcanza siquiera los niveles básicos de formación educativa, y sin embargo decide sobre la vida de millones. Diputados con primaria incompleta, senadores que jamás estudiaron aquello sobre lo que legislan, funcionarios improvisados que confunden ocurrencias con políticas públicas. Y lo peor: un sistema que convirtió esa precariedad en cultura, en norma, en “folklore”. Un disparate institucionalizado. Imagen y video Señora Diputada Zaracho.
No es casualidad que llevemos décadas acumulando retrocesos. El juego político argentino es un tablero invertido: se avanza un casillero y se retroceden tres. No por mala suerte ni por conspiraciones externas, sino porque los que toman las decisiones no están preparados para hacerlo. Y esa incompetencia tiene consecuencias: crisis recurrentes, endeudamientos eternos, pérdida de soberanía, desconfianza social, desintegración del tejido productivo.
La política cree que “la gente interpreta estrategia”. La realidad es otra: lo que se ve es un grupo de individuos con baja o nula preparación, enquistados en los mismos espacios de poder, acumulando errores. El resultado es un espectáculo patético, que erosiona la legitimidad del sistema democrático.
Aquí surge la cuestión de fondo: ¿cómo impedir que la improvisación siga gobernando? La respuesta no puede ser tibia ni opcional: reforma constitucional. Establecer de manera taxativa que ningún ciudadano podrá acceder a cargos de relevancia nacional —Ejecutivo, Legislativo o puestos de alta jerarquía estatal— sin contar con formación universitaria completa y especializaciones en áreas estratégicas.
La democracia representativa no se degrada con esta exigencia: se fortalece. Así como para ejercer la medicina, la ingeniería o la abogacía se requiere título habilitante, resulta inadmisible que para diseñar el presupuesto nacional, redactar leyes de defensa o dirigir la diplomacia baste con un apellido conocido o con años de militancia.
La política debe profesionalizarse. El poder debe estar en manos de quienes acrediten, académica y profesionalmente, idoneidad en el área sobre la cual deciden. Y debe prohibirse constitucionalmente que un legislador o ministro opine, vote o decida en temas para los cuales no tiene competencia técnica.
Algunos dirán que esto restringe el derecho a ser elegido. La objeción es débil: la sociedad ya acepta limitaciones semejantes en otras áreas. No cualquiera puede pilotear un avión, operar a corazón abierto o defender a un cliente en tribunales. ¿Por qué habría de ser distinto con las decisiones que afectan a 47 millones de personas?
Otros argumentarán que un título no garantiza virtud. Es cierto: pero aumenta exponencialmente las probabilidades de reducir el error. Entre un improvisado sin estudios y un profesional especializado, las chances de que este último tome mejores decisiones son significativamente mayores. La experiencia argentina con legisladores semianalfabetos es prueba suficiente de lo contrario.
El problema no se resolverá únicamente con leyes: hace falta un cambio cultural. La política argentina debe abandonar la lógica de la rosca y de la lealtad ciega, para adoptar estándares de profesionalismo comparables a los de cualquier actividad seria. La idoneidad debe dejar de ser una excepción para convertirse en regla.
Ello no implica tecnocracia ni elitismo: implica responsabilidad profesional. Lo mismo que se exige a cualquier trabajador argentino en su ámbito: que no hable ni decida sobre lo que no sabe, que se prepare, que se especialice, que asuma que el conocimiento es requisito indispensable para ejercer autoridad.
El país no puede seguir gobernado por improvisados. La cultura de la mediocridad en la dirigencia es aberrante e inaceptable. Es hora de que la Constitución establezca un principio básico: sin formación académica y profesional, no hay acceso al poder.
El ciudadano común ya vive bajo esa regla. No puede ejercer un oficio sin capacitación, no puede progresar sin acreditar saberes, no puede ascender sin demostrar méritos. La dirigencia política no debe estar por encima de esas exigencias.
La Argentina necesita una clase política profesionalizada. Idónea. Responsable. Formada. Solo así podrá dejar atrás décadas de improvisación y decadencia. Y solo así podrá aspirar, de una vez por todas, a un futuro distinto.