Por Nico J. Portino González
Nueva York, la ciudad que inventó el ego, el dólar, el bagel con salmón y la corrección política militante, decidió pegarse un tiro en el pie con la delicadeza de un mafioso tirando un cuerpo al East River. Eligieron alcalde. Progresista, joven, socialista cool, casi de catálogo universitario. Se llama Mamdani. Lo celebran como si fuera Sinatra reencarnado, pero con discurso de Columbia y camiseta de “Tax the Rich” versión boutique de SoHo.
La Gran Manzana, que antes mordía, ahora hace detox de kale con pretensión revolucionaria. Y claro, votaron al muchacho que promete buses gratis, renta congelada y justicia urbana empaquetada como merchandising de Brooklyn Flea Market. Porque la ciudad que sobrevivió a Giuliani, a Bloomberg, a pandemias y a raperos multimillonarios con autos eléctricos, ahora sucumbe ante la épica del voluntarismo progresista.
Hablan de “transformar el sistema” mientras hacen fila en Katz’s Deli pagando 28 dólares un sandwich porque la revolución se banca mejor con pastrami premium. Los chicos de Williamsburg, barbas definidas y bicicletas vintage, lloran de emoción. No saben si festejar o reservar vuelo a Los Ángeles, donde la decadencia progresista ya es tradición y no novedad.
Wall Street, siempre pragmático, ya googlea “costo m2 Brickell vs Upper East Side”. Eso sí, nadie se va hoy. Primero se mira el mercado, se estudian las tasas, se llama al abogado y se negocia una salida elegante, con bonus anual incluido. Son tiburones, no poetas. La poesía queda para los cafés literarios de Manhattan, donde gente con apellido doble explica que ahora sí, esta vez sí, el socialismo urbano funcionará. Like, totally.
El Bronx mira todo esto con una mezcla de resignación y carcajada. Porque los que militan el paraíso comunitario no viajan más allá de la 96 St salvo para ir a un show alternativo en el Apollo y twittear sobre “la verdadera cultura”. Harlem, mientras tanto, toca jazz y piensa: “otra vez el experimento progresista. Qué creatividad”.
La gente mayor del Upper East Side, viejos que vivieron guerras, crisis, Thatcher, Reagan, 9/11 y la era Kardashian, observa el panorama con sonrisa socarrona. “Esto ya lo vimos”, dicen, mientras beben martinis en un bar que existe desde que Manhattan era sensata. Les encanta ver al pueblo tropezar. Tienen acciones en compañías que se hacen ricas con el caos.
Desde Queens se aplaude la novedad. Desde Staten Island, silencio y rosarios. Desde la NYPD, aprete de mandíbula. Desde los despachos de inmobiliarias, brindis discretos: un poco de caos siempre ayuda a comprar barato.
Así la ciudad que inventó el capitalismo de lujo decide coquetear con el socialismo glam. Selfie con el abismo. Un suicidio fashion, con vista al Hudson y soundtrack de Jay-Z remixado con discurso de asamblea universitaria.
New York siempre fue exceso. Energía, ambición, neurosis, velocidad. Ahora suma ingenuidad. Y eso, queridos, no perdona. No es revolución, es estética revolucionaria con delivery vegano y tipografía moderna.
Triste, doloroso y patético pero…muy on brand.
Nueva York no cae. Nueva York se suicida con glamour.

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