Alberto Fernández y Sergio Berni tuvieron unos segundos cara a cara, el lunes, en el acto de renovación de autoridades del PJ. El Presidente venía de sufrir la rebelión de una buena parte del Gabinete, liderada por las mujeres, que exigían una reacción contundente frente al ministro bonaerense, al que acusaban de violento y de misógino por los episodios que sucedieron a la aparición de M., la nena secuestrada por un cartonero en Villa Lugano. Berni ya había hecho su juego en privado: respondió como responden los chicos cuando se sienten a salvo de una supuesta situación incómoda (mejor no citar sus palabras) y se desentendió con jactancia de los pedidos de renuncia con un “no me voy a ir ni en pedo”. Quienes disfrutan de elucubrar teorías conspirativas, incluso las más alocadas, sostienen que Berni asistió al club Defensores de Belgrano con la estrategia de no separarse en ningún momento de Axel Kicillof para que el encuentro con Fernández fuera inevitable.
Lo fue, por supuesto. Cuando Alberto y Kicillof se cruzaron la primera mirada, Berni estaba pegado al gobernador. Se desconoce si Kicillof ignoraba que eso podía pasar o si decidió ser cómplice de su funcionario. Lo cierto es que el primer mandatario y el ministro se miraron feo a los ojos, estiraron la mano para saludarse y no se dijeron una sola palabra. La escena no tiene demasiado de dramática, pero acaso ayude a entender cómo se mueve el poder en la era Alberto Presidente, Cristina vice. Y sobre cómo se van construyendo los pequeños enojos del Presidente y los de su séquito. En algunos casos suelen ser tardíos, como en este, pero ocurren y dejan marcas.
Porque aquel episodio en Defensores tuvo su correlato dos días más tarde, en la localidad de Las Flores, en la conmemoración del Día de la Memoria, a 45 años del golpe militar. Cristina lucía de lo más jocosa: “¿No me ven? A ver, ¿por qué no se bajan un cachito? Aquellos de atrás me quieren ver. No sé para qué… ¡Ya me tienen de memoria, muchachos! Soy la misma de siempre. Solo más vieja, estoy más vieja”.
Se reía, manipulaba el micrófono y arrojaba besos al aire. De fondo oía la música que sonaba en su época de discursos en el Patio de las Palmeras: “Cris-tiii-na/Cris-tiii-na”. Kicillof aplaudía a su derecha y Máximo Kirchner a su izquierda, sentados sobre una banqueta alta, desde donde tenían a sus pies a otra platea de elegidos. Entre ellos, en primera fila, Berni. Demasiadas señales de la vicepresidenta en un solo acto. Habría más, allí, y en los días que siguieron. Cristina es, tiene razón, la de siempre.
“El problema no es ella o, mejor dicho, no puede ser siempre ella”, dice un hombre que integra el primer anillo del poder. El hombre es, en teoría, del riñón albertista. Llegó a su despacho hace un año y tres meses con la convicción de que una administración distinta a la del último mandato de Cristina podía ser posible, pero hoy parecería coincidir con lo que la vice maldice en privado: cuando algo no anda bien siempre le echan la culpa a ella. Es un truco que supo rendir frutos. Hoy está gastado. Las culpas son, de mínima, compartidas.
La ex presidenta cree que su socio fomentó aquellas reacciones en los primeros meses de gestión, al compás de las encuestas, que lo exhibían con picos muy altos por el manejo de la pandemia. En aquel entonces, cuando se discutía la hipótesis en el Instituto Patria, los albertistas no prestaban demasiada atención y gozaban con la popularidad de su jefe, que anteponían a cualquier discusión sobre los comportamientos en el Frente de Todos. Imaginaban que tarde o temprano Alberto se sublevaría ante las exigencias permanentes de su socia. Viejos tiempos. Tiempos en los que el ala moderada de la coalición, cuando no había intrusos, se refería a Cristina como “La Maléfica”, en alusión al personaje de cine.
Hoy la vice acelera y no existen voces internas, al menos en público, que hagan de contrapeso. Sergio Massa, la otra pata importante del Frente, prefiere evitar los medios. Ni Venezuela ni las divergencias sobre la política de seguridad -que fueron dos temas en los que siempre enfrentó al kirchnerismo y hasta logró sacar réditos- lo sacan del silencio. Para Alberto es un dolor de cabeza adicional. El presidente de la Cámara de Diputados construye más con Máximo Kirchner que con quien, cuando se perfilaban como rivales en 2019, lo terminó de convencer para que abandonara su sueño presidencial y saltara a sus filas. Eso le deparó roces con algunos intendentes que son enemigos de La Cámpora.
Al mismo tiempo de que hay voces que callan se alzan otras -algunas muy asociadas con el cristinismo duro- que, lejos de mantener el equilibrio en un momento de crisis, arremeten contra Alberto, ayudando al desgaste de la figura presidencial y generando un estado mayor de incertidumbre en ministros y funcionarios. Hebe de Bonafini viene de decir, casi en sintonía con la irrupción de la vicepresidenta sobre las negociaciones con el Fondo, que “el Presidente y el ministro Guzmán nos engañan todo el tiempo”. Ni para ella ni para los ataques de los Amado Boudou, los Julio De Vido o los Guillermo Moreno hay respuestas.
“Alberto decidió no disputarle ni un gramo de poder a Cristina y eso será así a cualquier costo. Sobre esa base construimos la gestión”, asumen quienes visitan con frecuencia el despacho del primer mandatario. “Están ganando los ultra, qué duda cabe“, agregan.
En los últimos diez días ocurrieron hechos significativos y en varios ámbitos. En el plano partidario y electoral Máximo Kirchner se quedó con el futuro del PJ bonaerense, desde donde se armarán las listas para tratar de retener el principal distrito del país. La ministra más leal de Alberto, su amiga Marcela Losardo, le entregó el sillón a Martín Soria. Cristina condicionó las negociaciones de Martín Guzmán con el FMI y puso un candado a las subas de tarifas por encima del diez por ciento, o sea, redujo al 30% los incrementos que pretendía el ministro de Economía.
La política exterior del Gobierno, ahora sí, giró definitivamente hacia el paladar cristinista. Venezuela ya no es, para Alberto, lo que era hace unos años. La condena a la dictadura de Nicolás Maduro puede esperar: el kirchnerismo le ofrendó esta semana una de las pocas celebraciones a Maduro en medio de un país devastado que arrastra la condena de los principales países del mundo. Ocurrió ni más ni menos que un 24 de marzo.
La relación de la dupla presidencial es siempre de tensión. El diálogo, ciertamente, está mejor desde el 1 de marzo, cuando Alberto inauguró las sesiones ordinarias en el Congreso, si por eso se entiende que volvieron a hablar todos los días y a chatear a cualquier hora. Los rencores son subterráneos y cada tanto salen a la luz o en discusiones a puertas cerradas.
Ella sigue creyendo que la gestión es deficiente y en su lista negra todavía hay funcionarios que no funcionan. ¿Irá por ellos? Los albertistas sostienen que ya no hay mucho más para ceder y que es preferible pensar en priorizar la unidad, si es que existe, en un contexto de debilidad, con una preocupante escalada de contagios por Covid y con las elecciones legislativas a la vuelta de la esquina. Cristina, como es natural, estaría tramando nuevas sorpresas.
Fuente Clarin