La semana próxima, el ministro Martín Guzmán formalizará la nueva propuesta del país para concluir un acuerdo con los tenedores de deuda argentina bajo ley extranjera. La presentación será resultado de las conversaciones que avanzan, pero quizás no sean la estación final del acuerdo, que está cerca, pero aún con detalles a refinar.Por Jorge Raventos
Entretanto, el Presidente ha prolongado nuevamente la situación de cuarentena, esta vez por tres semanas, hasta fines de junio. Habría que dar por descontado que tampoco esta es la última extensión, aunque la situación se ha abierto ya, con desregulaciones de cambiante alcance, en el 85 por ciento del territorio nacional (si bien no para el 85 por ciento de la población).
La presidencia de Alberto Fernández está a días de cumplir seis meses y se ha visto obligada a dedicar casi la totalidad de ese tiempo a lidiar con esos dos problemas mayores: deuda y pandemia del coronavirus.
La envergadura de esas cuestiones ha ido realineando las fuerzas que llevaron a Fernández a la Casa Rosada, tanto como a las que se congregaron electoralmente detrás de la candidatura de Mauricio Macri, en un proceso de reestructuración del sistema político que se encuentra en pleno desarrollo.
En estos meses, y sobre todo a partir de la cruzada sanitaria contra la epidemia del Covid 19, Fernández ha alcanzado niveles muy altos de aprobación pública y ha fortalecido relativamente su poder, que muchos analistas imaginaron condenado a depender sine die de la voluntad de Cristina Kirchner, accionista principal de la coalición que lo llevó a la Casa Rosada.
Los equipos de Fernández
Si bien es cierto que el gobierno de Fernández, empezando por su gabinete, reúne exponentes de distintas corrientes de la coalición oficialista (fue “loteado”, describen los comentaristas más ácidos) y muestra una presencia fuerte de admiradores de la expresidente, no lo es menos que el Presidente se reservó áreas que consideró (y considera) estratégicas, sobre las que ejerce una conducción indiscutible y constituyen, por otra parte, una clave principal para el destino de su gobierno. En primer término, el relacionamiento internacional y la economía.
El estilo de Fernández es de naturaleza componedora y naturalmente conversa o consulta con la socia principal del Frente de Todos (y también con otros jugadores importantes, como Sergio Massa o Máximo Kirchner, o ciertos gobernadores), pero los casilleros centrales de aquellas áreas fueron cubiertos con personas que él eligió: Felipe Solá en la Cancillería, Gustavo Béliz en la muy abarcativa Secretaría de Asuntos Estratégicos, Martín Guzmán en Economía, Jorge Argüello como embajador y hombre orquesta en Washington.
Al iniciar su gestión, el tema que aparecía como netamente prioritario era el de la renegociación de la sofocante deuda externa y la recuperación del financiamiento y las inversiones y los movimientos exteriores de Fernández se enderezaron a allanar el camino para negociar con los acreedores privados y con el FMI, y abrir posibilidades para recuperar la inversión privada. La Casa Rosada siempre fue conciente de que para alcanzar esos objetivos resulta crucial la palabra y el aval de Washington y tejió sus redes para alcanzarlos.
Por cierto, esta política no fue acompañada de buen grado por sectores del Frente de Todos; en particular, por los más sesgados ideológicamente, que prefieren un horizonte de default para “vivir con lo nuestro”.
En el seno del oficialismo existen notoriamente grupos que desconfían de la moderación y el realismo del Presidente; muchos analistas describen con el marbete simplificador de kirchnerismo a esa reticencia que, sin embargo, no necesariamente responde a aquel origen aunque se referencie en él.
En cualquier caso, el gobierno parece a veces desbordado por la presión de esos sectores, que el Presidente se esfuerza por contener incluso a costa de su propio capital político: cuando ellos adquieren algún protagonismo público la buena imagen del gobierno se resiente. Ocurrió, por ejemplo, en las últimas semanas con la propuesta de la diputada Vallejo, vinculada a La Cámpora bonaerense, en la que se alentaba una intervención del Estado en las empresas privadas que reciban ayuda del Estado a raíz de la pandemia. Lanzada para colmo en la etapa decisiva de la negociación por la deuda, la iniciativa mereció finalmente un juicio lapidario de Fernández: “ideas locas”.
La política del Presidente
Contra lo que sugiere cierta campaña mediática, el Presidente no está apostando por el aislamiento, sino por la integración al mundo; no juega al default sino que, al contrario, está siguiendo de cerca la negociación para evitarlo, negociando con fuerza, pero buscando un acuerdo que le permita al país estar del lado de adentro de los movimientos de reconstrucción económica global que sobrevendrán para superar los efectos devastadores que ha provocado la pandemia en todo el mundo.
El default es una frontera que el Presidente no quiere franquear. Considera, sí, que el Estado debe ser parte de la reconstrucción y la modernización, y plantea abiertamente la necesidad de cambios en las reglas de juego (“el contrato social”) que incorporen mayores cuotas de equidad y marcos más estrictos para el capital privado. Pero con ese reformismo no alienta, en modo alguno, una política de hostilidad hacia éste y mucho menos juega al aislamiento.
Esta semana, Fernández dio nuevas muestras en este sentido cuando convocó a jerarquizados líderes empresariales a Olivos, donde también recibió a una figura muy respetada en esos ámbitos: Roberto Lavagna. Con todos ellos habló del esfuerzo de su gobierno por concluir exitosamente la negociación por la deuda y de su expectativa de un fuerte rebote económico cuando esa cuestión haya sido zanjada.
Una personalidad clave del gobierno de Fernández, el secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Béliz, había ofrecido la semana anterior señales inequívocas del norte que ha elegido el Presidente. Lo hizo en un artículo publicado en el boletín Argentina en Foco que distribuye la no menos estratégica embajada del país en Washington. La nota elogia la iniciativa “América Crece” lanzada por el gobierno de Estados Unidos con el objetivo de brindar un nuevo y fuerte apoyo a los proyectos de inversión del sector privado en América Latina y destaca que el presidente Alberto Fernández identificó desde el primer momento “como lo sigue siendo hoy. la citada iniciativa como prioritaria”. Tras ese testimonio sobre la opinión presidencial, Beliz avanza: “ A través de la iniciativa América Crece, Estados Unidos se posiciona una vez más como un socio proactivo para el desarrollo de América Latina”.
Al elocuente texto del secretario de Asuntos Estratégicos hay que agregar otros hechos. Mientras atendía durante los últimos tres meses el acuciante frente de la pandemia, Fernández ha estado conduciendo un amplio y complejo operativo vinculado a la negociación de la deuda y a evitar el default en el que participan, además del ministro Guzmán y de Gustavo Béliz, el embajador en Estados Unidos, Jorge Argüello, Sergio Massa, Cristina Kirchner y una pequeña legión de amici curiae, en la que forman el ex presidente de YPF Miguel Galluccio, el titular del fondo Fintech David Martínez, los economistas Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz. A través de ese dispositivo Fernández ha operado sobre el FMI, sobre la secretaría de Finanzas de Estados Unidos y sobre los líderes de los principales núcleos de bonistas para encaminar las negociaciones hacia “un diálogo constructivo y de buena fe” que puede dar sus frutos en un acuerdo antes de que termine el mes en curso.
La decisión de trabajar firmemente en ese rumbo, provoca inevitablemente una decantación política: deja a un lado de la frontera a los reticentes y asimila a los que se amolden a la situación; exige una política de diálogos y acuerdos con sectores de la oposición para viabilizar las medidas que permitan darle forma legal a lo que se pacte con los acreedores. Más aún: el pacto mismo está condicionado a que haya un sector ponderable de la oposición que lo avale o lo consienta explícitamente. Macri necesitó ese consenso para acordar en 2016 y la situación se repite: los acreedores quieren compromisos de la mayoría de los actores políticos, tanto del oficialismo como de sus principales competidores. En 2016 Cristina Kirchner no avaló las negociaciones con los bonistas; el respaldo opositor fue facilitado por la entonces habilitada “avenida del medio” del peronismo alternativo por la que transitaban Sergio Massa, Miguel Pichetto, Juan Schiaretti… y también Alberto Fernández… Esta vez, aunque muchos kirchneristas rezonguen o se opongan, la señora de Kirchner está adentro. Quizás en el límite…pero del lado de adentro de una política antidefault (para decepción de sus “duros”…y de los de enfrente).
Divergencias en el marco del consenso
La estrategia que encaró el gobierno en relación con la pandemia del coronavirus puede tener muchas contraindicaciones, pero resulta políticamente funcional a los cambios que tienden a producirse con la negociación de la deuda.
Ante una y otra problemática el eje de la Casa de Gobierno ha consistido en buscar puntos de articulación con los sectores más cooperativos de la oposición, en principio, con los opositores que cumplen tareas ejecutivas en sus distritos. En primer lugar, Horacio Rodríguez Larreta, el gobernante más representativo de Cambiemos, y con el resto de los gobernadores de signo opositor Pero también con intendentes (varios del conurbano bonaerense, entre ellos Jorge Macri) y con legisladores y dirigentes que optan por políticas de diálogo y confrontación civilizada, y están a favor de construir políticas de estado y buscar consensos básicos.
Los consensos no excluyen las divergencias, pero las sitúan en un contexto no beligerante: competencia, no guerra.
El desafío del coronavirus ha ofrecido al sistema político la oportunidad de saltar por sobre la famosa grieta y encontrar el denominador común de la solidaridad nacional contra un enemigo que no es interno, sino ajeno, invisible y letal. Un contingente decisivo del sistema político formado por cuadros de distintas carpas ideológicas está tomando esa oportunidad: las nuevas condiciones no borran las diferencias, pero las subordinan al objetivo principal de ganar la guerra contra el virus. La pelea en la misma trinchera genera nuevas relaciones de cooperación y convivencia. Inclusive para tratar las divergencias y eventualmente acordar sobre otras cuestiones que afectan al conjunto, como aventar el riesgo del default.
Esa incipiente articulación de corrientes distintas en el centro del escenario puede consolidarse, pese a la obstrucción de los extremos y la presión de los intereses que buscan dividir para reinar. Concluir victoriosamente la guerra contra la pandemia y emprender la difícil reconstrucción de la posguerra vuelven más indispensable que nunca una estrategia de unión nacional.