Por Carlos Pagni
La escena que, como había que temer, iba a llegar, llegó. E inauguró una gigantesca incógnita sobre la vida nacional. Martín Guzmán frente a Cristina Kirchner. Entre los dos, la cuestión más espinosa: el aumento de tarifas. El ministro propone un 40%. La vicepresidenta le contesta: “Si vos estás ahí sentado, es porque yo gano elecciones. Y con ese ajuste las perdemos. No podemos tolerar más que un dígito. De una sola vez. En marzo”. El límite quedó en 9%. Es una condición que desbarata toda la estrategia de Guzmán. El acuerdo con el FMI está en peligro. La vicepresidenta tiene razones para ser hipersensible a las correcciones en los precios de los servicios públicos.
Julio De Vido se cansó de anunciarlas pero, llegado el momento, siempre se detuvo. La experiencia regional refuerza esa inhibición. A Sebastián Piñera se le incendió Chile después de una suba en el ticket del transporte. La marea de descontento que afectó a Dilma Rousseff, y desembocó en su impeachment, tuvo el mismo origen. Cuando se examinan las encuestas que determinaron la derrota de Mauricio Macri se advierte que el enojo se enfocaba en los incrementos tarifarios. La señora de Kirchner está repasando ese panorama. Por eso le dijo a Guzmán: “Si no ganamos en octubre del año que viene, vas a tener una mayoría opositora en el Congreso. En ese caso, olvidate de gobernar”. El razonamiento parece impecable. Salvo por un detalle: el camino alternativo también puede garantizar un derrumbe electoral.
La estrategia sobre servicios públicos comunicada al ministro de Economía se había insinuado el viernes pasado, en el Estadio Único de La Plata. Allí la vicepresidenta fijó dos premisas. Dijo que para que el crecimiento del año próximo “no se lo queden 3 o 4 vivos, hay que alinear salarios y jubilaciones, precios, sobre todo de los alimentos, y tarifas”. Y, en un sentido más amplio, propuso su propia gestión, ejecutada por Axel Kicillof, como la estrella de Belén que debería seguir ahora el Presidente. Fue directa. El éxito electoral de 2019 no se debió sólo al reencuentro de facciones, como pretende Sergio Massa. El electorado los prefirió porque recordaba el bienestar asociado a aquella experiencia. Ahí hay que volver.
La evocación nostálgica de Cristina Kirchner olvidó que aquel paraíso perdido contaba con una peculiaridad de la que este presente gris carece. Ella comenzó su segundo período, en 2011, con 25.000 millones de dólares de reservas líquidas en el Banco Central. Y entregó el poder con reservas disponibles negativas. Aún así, Kicillof debió soportar una devaluación en febrero de 2014. Además de reforzar una y otra vez el cepo cambiario, para que el público no accediera al mercado de divisas. Esos dólares fueron la fuente principal con la que se financió aquel muy discutible milagro.
Hoy el Banco Central no tiene más que 1.100 millones de dólares para intervenir en el mercado. En un año se perdieron 10.000 millones. El drenaje se debe a una expectativa devaluatoria muy justificada. El público huye del peso al advertir los enormes niveles de emisión a los que obliga un déficit fiscal abultadísimo, que no es susceptible de ser financiado de otro modo. Quiere decir que existe un puente directo entre la dimensión del déficit fiscal y la caída de reservas.
La vía elegida por la señora de Kirchner para ganar las elecciones activa ese círculo vicioso. Los agentes económicos lo advierten de inmediato. Desde sus declaraciones en La Plata los contratos de futuros del dólar comenzaron a cerrarse con precios cada vez más caros. Un ejemplo: entre el 18 de noviembre y el jueves pasado, la cotización de abril del año próximo había caído de 110,23 a 101,13 pesos. Ayer cerró a 103,80 pesos. Esa alteración se verifica en todos los meses por venir.
¿A qué se debe el cambio de tendencia? A que la propuesta de la vicepresidenta supone, en principio, una ampliación del déficit fiscal. Las distribuidoras de gas y de electricidad deben pagar a las empresas que les venden el producto un precio que no se cubre con la tarifa que le cobran al cliente. La diferencia se cubre con subsidios que paga el Tesoro. Los especialistas calculan que, si en vez de un ajuste tarifario del 40% se realiza uno del 9%, ese subsidio ya no sería, como está previsto, de 2,6 o 2,8% del PBI, sino de 3,3 o 3,5%. Por lo tanto, hay que esperar más emisión monetaria y, en consecuencia, mayor presión sobre el dólar.
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La devaluación de la moneda impacta sobre los contratos entre productores y distribuidores. El precio del gas está fijado en divisas: el plan que lanzó el Gobierno garantiza 3,40 dólares el millón de BTU. La electricidad que se paga a los generadores también está dolarizada. En el corazón del equipo energético ya hay una discusión sobre estas subvenciones. Cerca de la vicepresidenta, a Guzmán se le reprocha haber sido muy generoso con los productores de hidrocarburos. Por eso se espera que la carga del atraso tarifario sea repartida con las petroleras y con las empresas de generación eléctrica. Es una solución de patas cortas, porque provocaría una caída en la producción que obligaría a importar combustibles. Otra forma de perder las escasas reservas del Central. La necesidad de adquirir menos bienes en el exterior es tan imperiosa que hay quienes creen que es la verdadera razón de la reticencia a comprar la vacuna Pfizer. Costaría muchos dólares: ¿esa es la misteriosa “condición inaceptable” de la que habló Ginés González García?
Algunos especialistas sospechan que, para que el atraso tarifario no obligue a subsidios tan caudalosos, el Gobierno puede tentarse con atrasar el tipo de cambio. Las distribuidoras necesitarían menos pesos para pagar su producto en dólares. La devaluación del peso, por lo tanto, dejaría de acompañar a la inflación. Es el método más seguro para producir un trauma cambiario, con el consiguiente costo electoral.
Por una senda no elegida, la vicepresidenta va a lograr que el experimento económico de Guzmán comience a parecerse al que ella lideró. El congelamiento tarifario del primer kirchnerismo consiguió convertir un problema sectorial en un problema macroeconómico. El nuevo programa, llamémosle así, de Cristina Kirchner, conseguiría lo mismo: la negativa a ajustar los precios de los servicios públicos aceleraría el drama cambiario y dispararía la inflación. En rigor, lo que se discute en el seno del oficialismo es cuál es la receta más segura para perder las elecciones.
Este panorama, abierto a partir de la variable energética, no incorporó todavía un problema principal: en estas condiciones se volvería cada vez más improbable un acuerdo con el Fondo. O, dicho de manera menos pesimista: en esta nueva aritmética, al Fondo se le exigiría una flexibilidad desconocida. No hay que olvidar que, con una pandemia que persiste y una recesión que seguirá siendo dolorosa, de un momento a otro a Guzmán le llegará el reclamo interno para que reponga el IFE. Máximo Kirchner, por ejemplo, nunca aprobó su suspensión. Por eso, hace una semana, Kristalina Georgieva formuló una declaración bastante irónica: “Nuestro compromiso continuará tanto tiempo como sea necesario para que Argentina tenga claridad sobre sus objetivos de mediano plazo”. Traducido: como la Argentina todavía no definió qué pretende para el mediano plazo, el acuerdo con el Fondo se seguirá postergando.
La frase de Georgieva incorpora la novedad más importante de los últimos días: en el oficialismo hay una hoja de ruta que prescinde de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Cristina Kirchner es la que auspicia esa otra hipótesis. El gran interrogante: ¿a qué se debe? La respuesta más convencional ya fue ofrecida. Ella va a resistir el destino del griego Alexis Tsipras. Originario de la Juventud Comunista, versión helénica del Podemos español, Tsipras se convirtió en primer ministro en septiembre de 2015, cuando su país se agitaba en un vendaval económico. Días en que, desde Atenas, aplaudía la dureza de Kicillof frente a los fondos buitres.
Le propusieron medidas de ajuste y él las sometió a un referéndum, que las rechazó. Aun así, Tsipras encaró el plan de austeridad que le proponían desde Bruselas y, prestar atención aquí, desde el Fondo. Su ministro de Economía, Euclides Tsakalotos, admitió sin sonrojarse: “Soy marxista, pero aplico políticas neoliberales”. Con el plan de Tsipras su partido, Syriza, perdió el poder cuatro años después, a manos de Kyriakos Mitsotakis, un graduado de Stanford y Harvard que hizo toda su carrera en el sistema financiero. Mitsotakis se quedó con 158 bancas de las 300 del parlamento griego y sometió a Tsipras a un eclipse de duración desconocida.
Si bien estas lecciones pueden ser para ella contundentes, puede haber otra motivación en la reticencia de Cristina Kirchner a un acuerdo con el Fondo. Sobre todo si se considera que su especialidad no es la macroeconomía, sino el poder. Es muy probable que el acuerdo haya cambiado de significado cuando desde las oficinas de Georgieva pidieron un pacto con la oposición. Quiere decir que el contrato con las grandes potencias que dirigen el organismo incluye una intervención en la política doméstica, que para ella puede ser intolerable. La vicepresidenta, está clarísimo, rechaza una aproximación a Juntos por el Cambio. Se notó cuando desde esa coalición ofrecieron sumar los votos para alcanzar los dos tercios que requiere, en el Senado, la designación de Daniel Rafecas como procurador. Prefirió reducir la mayoría fijada por la ley con tal de no pactar.
Se puede sumar un motivo más a la negativa. Desde la sociedad civil se está pidiendo al Fondo que, como parte de las condiciones para auxiliar a la Argentina, incluya cláusulas anticorrupción. La asociación Será Justicia envió a la oficina de Georgieva un extenso documento, firmado por Raúl Aguirre Saravia y María Eugenia Talerico, en el que se detallan las maniobras del peronismo para evitar que se condenen los casos de corrupción. La iniciativa de estos abogados podría parecer una quimera. Pero tal vez no lo sea.
El lunes pasado, el FMI informó la exitosa conclusión de la primera revisión del acuerdo firmado con Ecuador, que permitió un segundo desembolso de 2000 millones de dólares en favor de ese país. El comunicado especificó que el programa ecuatoriano contiene una generosa política de asistencia social y también una ley de lucha contra la corrupción votada con una amplia mayoría en el Congreso. Andrés Arauz, el candidato de la oposición, apadrinado por Rafael Correa, rechazó el acuerdo y propuso un programa económico distinto, sostenido en un impuesto al patrimonio y el control de capitales. A comienzos de este mes, la señora de Kirchner recibió a Arauz en su despacho. Desde entonces, no se cansa de alentar su candidatura para las elecciones del próximo 7 de febrero. En este marco conviene recordar un antecedente muy ilustrativo: en 2006, Néstor Kirchner pagó por adelantado la deuda con el Fondo. Prefirió tomar plata prestada a una tasa mucho más costosa con tal de no someterse a requisitos como los que ahora Washington le exige a Guzmán.
Un detalle curioso, para terminar: este problema pudo ser analizado en buena parte de su complejidad, sin hacer referencia alguna a Alberto Fernández.
Fuente La Nacion