
Mariana Travacio: Los textos no se completan sin la mirada del lector, y esta novela en particular ha tenido muchas lecturas diferentes, y todas me han asombrado porque cuando la escribía, como otras veces, no sabía bien qué estaba escribiendo. Iba tirando del hilo. La empecé en el nordeste del Brasil, mi país de crianza. Escribí de un tirón un primer capítulo que nunca pude tocar, quedó intacto. Después me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo sin saber qué era esa voz que había aparecido sobre el papel, sin poder seguirle la cadencia. Un día empecé a tirar del hilo de la voz de ese Manoel, que terminó siendo el narrador de todo lo que ocurre, y así se fue componiendo la historia. Siguiendo la sintaxis de esa voz se construyó todo hasta el final. Borges decía que cuando uno encuentra una voz, encuentra un destino. Lo que más me costó fue respetar la cadencia de la voz de Manoel y lo que ella me imponía. A medida que avanzaba tenía que volver a leer en voz alta lo que había escrito para que esa voz no se me perdiera. Sentía que Manoel tenía los ojos perplejos, que era un poco cándido, que miraba el mundo como si lo viera por primera vez, como nombrándolo. Era la perplejidad de Manoel y mi propia perplejidad yendo detrás de estos hombres y viendo qué hacían.
P.: ¿Qué le pasó al escuchar interpretaciones tan diversas de su novela?
M.T.: Fue para descorchar un vino y celebrar. Cuando un texto va encontrando su camino, va encontrando otros ojos, sus lecturas. Hubo muchas por el lado del western y de la recreación de la literatura gauchesca. Confieso que escribí la novela más pensando en Rulfo y en el nordeste de Brasil por una cercanía literaria y vital con esos territorios. Uno nunca escribe alejado de aquello que lo compone, y que luego empieza a reconocer. Flannery O’Connor decía “escribir primero, pensar después”. Cuando uno termina el artefacto narrativo se da cuenta de lo que estuvo haciendo.
P.: De ser llevada al cine, quien le gustaría que la dirigiera: ¿Clint Eastwood o los hermanos Coen?
M.T.: Probablemente los Coen.
P.: Hay algo de ese posgauchesco que pasa de los folletines de Eduardo Gutiérrez a los cuchilleros de Borges.
M.T.: En muchas batallas que se libran en la novela se juegan cuestiones de honor, de coraje. Una de las decisiones narrativas que tomé fue que la historia no tuviera marcas temporales y geográficas precisas, que los pueblos no tuvieran nombre. Eso algunos lo vieron como un escenario posapocalíptico de precariedad, desolación, intemperie, donde ya no quedaba nada, sólo un puñado de hombres a la buena de Dios siguiendo su destino. Otros me hablaron del hijo que busca vengar a sus padres y va trenzando por azar vínculos de amistad, de solidaridad, de lealtad. En el caso de Miranda, el hacendado que ayuda a Manoel y a Tano a formar la partida, para la venganza, para ir a enfrentar a los Loprete, su lealtad remite a una lealtad anterior, a una deuda que ahora paga y que marca un linaje de lealtades y solidaridades. La paradoja de la historia es que Manoel por vengar a un padre pierde a otro.
P.: Qué cantidad de locos suma en su historia, los terratenientes Loprete, Miranda y el fantasma de su mujer…
M.T.: Me enternece la locura. Los Loprete, estos hermanos locos que enloquecieron para salvarse porque hay bastante locura del otro lado también. Así surge un territorio de completa locura, de demasías, de excesos, de desborde. Un mundo delirante y violento tanto por lo que hacen los considerados sanos como los insanos.
P.: ¿En qué está ahora?
M.T.: En febrero se publicará “Quebrada”, que trata el tema de las emigraciones y desarraigos, de tierras que desalojan a sus hijos, que los ve partir, de un matrimonio que emigra, el hijo ha emigrado antes, y va a para al campo de los Loprete.
P.: ¿Es una continuación de esta novela?
M.T.: No, ocurre diez años antes. No es una precuela porque es otra historia, una de emigraciones y las pérdidas que esos desalojos significan. Avanza a través de las voces de tres narradores, las del matrimonio que abandona la Quebrada y la de Rulfino, habitante del pueblo aledaño a los Loprete. Hace años leí una entrevista a una maestra rural que respondía con una cadencia tan curiosa que tomé nota de algunas de sus palabras para guardarme esa música. Y la voz de la narradora que arranca mi nueva novela busca seguir esa cadencia. Cuando hay una voz hay todo, lo historia depende de que esa voz sea. La voz determina todo lo que ese personaje puede hacer y no puede hacer, puede pensar y no puede pensar, de lo que es capaz, de lo que no es capaz, de lo que puede decir, de lo que no puede decir. Borges decía que la creación poética es misteriosa, reducirla a una serie de operaciones del intelecto no es verosímil. Es misterioso de dónde nace un texto y es maravilloso poderse encontrarse con eso.