LA HABANA, Cuba.- Los cubanos hemos pasado gran parte de nuestras vidas haciendo reverencias, hincados de rodillas, inclinados, sin tener la certeza de que tales vocaciones sirvieran para algo. Los cubanos nos pusimos de hinojos desde hace mucho, y llevamos ya mucho tiempo formando parte de un ejército de inclinados, de adoradores y adoratrices. Y muy caras nos han costado esas genuflexiones, las exageradas reverencias, que sin dudas son inclinaciones que se convierten en subordinaciones.
Ahora mismo recuerdo las reverencias que dediqué a la Torre de Pisa cuando la tuve delante. Yo quise corresponder a esa inclinación que a mí, a todos, nos dedica la ‘pisana’ [sic], a pesar de su tanta fama. Ella está ladeada ante los ojos de todo el que la mira, y aunque sea famosa ella se inclina, pero se mantiene erguida a pesar de su gran inclinación. La Torre de Pisa sigue ahí, como una anciana inclinada. Y quizá por eso recibe reverencias, veneraciones.
Y no tuvimos nosotros una torre inclinada para doblarnos y hacer reverencias a la gravedad, a la “arquitectura inclinada”. No tuvimos la torre de Pisa ni el Templo inclinado de Huma, ni el campanario de Brujas en Bélgica, ni el Faro de Kiipsaare o la torre Oberkirche en Alemania, ni la de Bolonia, ni muchas otras que exhiben con decoro sus inclinaciones, sus reverencias al mundo y a sus habitantes.
No tenemos nosotros torres tan viejas, y mucho menos inclinadas. No sé cuál es la más vieja de entre las torres cubanas, aunque tenemos algunas bien añosas, como la de Manaca Iznaga en Trinidad, y alguna que otra, de breve altura y sin inclinaciones evidentes. Quizá la más conocida de nuestras torres sea la de la Plaza Cívica, que así se llamó hasta que Fidel Castro la rebautizara, a pesar de que no fue él quien la construyó. Fidel no tuvo una torre inclinada pero sí una plaza con torre para procurar inclinaciones.
Fidel no tuvo una torre inclinada como la de Pisa, pero se apropió de toda una plaza que fuera cívica alguna vez, esa que rebautizó poco después de su llegada al poder, cuando decidió llamarla, de la noche a la mañana, “Plaza de la Revolución”, como si el civismo le pareciera poca cosa, como si no fuera justo, como si no fuera bueno tener una plaza que fuera subrayada por su patriotismo. A Fidel debió molestarle lo cívico, y la neutralidad de la plaza, y sin remilgos le cambió el nombre, y nunca fue patriótica, aunque sí cínica, jamás revolucionaria.
Y esa Plaza Cívica que se levantó en el sitio donde antes estuvo la Ermita de los Catalanes se convirtió en la plaza de las más grandes inclinaciones, de las más exageradas reverencias a un gobierno que no es cívico y tampoco revolucionario, pero sí muy cínico. Fidel Castro renombró esa plaza, la llamó Plaza de la Revolución. Y todo lo que consiguió fue que la plaza misma y su torre fueran las más inclinadas del mundo, aunque no por el ladeo, pero sí por las genuflexiones de los que allí van a “apoyar” al gobierno que más inclinaciones exige a sus súbditos, a sus “devotos”.
Y a esa plaza acuden y se apostan frente a la torre erguida, frente a la torre sin inclinaciones aparentes, unas cuantas torres vergonzantes, “inclinadas”, aun cuando se crean erguidos. Y entre esos jorobados está Raúl Torres, Torres Iríbar, quien es el “jefe” del Partido en la capital, y también ese otro que exhibe apellidos muy desencontrados, ese que es Torres y también es Cuevas, lo que sin dudas es en extremo contradictorio, y quizá sea por esa discordancia, por la ambigüedad que arman sus apellidos al juntarse, Torres y Cuevas, que delira con tanta frecuencia, como en esa obstinación suya con la que nos quiere hacer creer que Perucho Figueredo escribiera el himno de Bayamo sobre su caballo, allí, en medio de la urgencia y por los reclamos de los bayameses, aunque ese detalle sea tan atinadamente combatido.
Sin dudas la Torre de la que fuera Plaza Cívica no está inclinada, en esa plaza los inclinados son otros. Los ladeados de esa plaza son los “fervorosos revolucionarios cubanos”, esos “revolucionarios” que temen al César y que son capaces, incluso, de gritar consolados: “los que van a morir te saludan”, que es, sin dudas, una letal manera de hacer reverencias.
Y los genuflexos no son solo cubanos. Esa extensión que fuera cívica también se llena de foráneos llegados de cualquier geografía, dispuestos a rendirse ante el César de turno. Quienes asisten a las nada voluntarias concentraciones, esperan allí los dictados del César, que puede llamarse Fidel, Raúl…, y cualquier otro dictador discursero que “desde arriba” sermonea a “los de abajo”. La multitud inclinada de la plaza, la multitud arrodillada, regala vítores al César, y a veces le advierte que los que van a morir lo saludan.
La Plaza de la Revolución, que alguna vez fuera cívica, es sin dudas una plaza que hace recordar a Withmann por aquello de “Canto a mí mismo”, que fue todo cuanto hiciera Fidel Castro en cada representación, y también sus babosos adláteres. En esa plaza de torre erguida ellos se aúpan, se reverencian, se cantan con aburridos y cheos ditirambos. En esa plaza, y ante la elevada altura de su torre, se han hecho las mayores inclinaciones de entre todas las que se conocen en la historia del mundo, y todas dedicadas a un hombre y a su fallido proyecto.
Y jamás desecharon las torres, al menos no esas que sirven para vigilar. Y una de esas torres, sin ninguna altura, sin dichosos predicamentos, es esa a la que llamaron Comité de Defensa de la Revolución, que desde el primer día fue un inclinado comité de chivatería. Y luego vendrían otras torres y torrecillas, como la FMC, CTC, UJC, UPC, PCC, como Raúl Torres, y Torres Iríbar y un muy extendido e inclinado etcétera que puede tumbar un viento fuerte, o quizá un vientecillo, que pruebe que no son más que torres de muy mal cimiento.
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ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org