
«Mi pequeña se va haciendo mayor, ya 5 añitos; esto era impensable cuando te diagnosticaron esta mierda de enfermedad. Esta batalla es dura, pero no pienso rendirme, aunque te guste darnos algún que otro sustito de vez en cuando. Te quiero mucho, mi princesita guerrera». Rosa, su madre, escribió en Facebook estas palabras a Leyla, la menor de cinco hermanos, con motivo de su cumpleaños el 31 de julio. Porque Leyla, que depende de un respirador artificial las 24 horas del día, ha vivido muchísimo más tiempo de lo que los médicos auguraban, «no más de un mes», recuerda Rosa.
Desde la silla que empuja una mujer valiente, la niña sigue ganando la batalla a la Atrofia Muscular Espinal (AME), que tiene en agosto el mes de la concienciación mundial. Sólo mueve los ojos y algo los dedos de las manos, está rodeada de cables y tiene una traqueotomía. Pero está viva.
En esta contienda tiene como fiel escudera a su madre, que se encarga cada día de «trastearla», de aspirarle los mocos, asearla, darle de comer a través de una sonda y de hacerle coletas para ponerla aún más guapa. También Leyla usa su comunicador con un ratón óptico y ve dibujos bajo la atenta mirada de su progenitora, quien dejó de trabajar para cuidarla y cobra el subsidio por cuidado de menores con enfermedad grave (CUME).
Una madrugada de noviembre
Desde Huecas, un pequeño pueblo toledano de unos 1.000 habitantes, Rosa cuenta por teléfono que Leyla nació bien. Que le hicieron todas las pruebas oportunas y que ella estaba sana, como cualquier otro bebé. Pero sólo aparentemente. La niña era tranquila y no lloraba, como sus cuatro hermanos, por lo que su madre no se dio cuenta de ningún indicio de lo que su bebé tenía dentro de su pequeño cuerpo. Hasta que llegó la madrugada del 24 de noviembre de 2018, antes de cumplir los cuatro meses de vida, cuando la niña se puso malísima. No respiraba y Rosa la llevó corriendo al centro médico. Leyla llegó más muerta que viva porque tampoco se movía.
Ingresó muy grave en la UCI pediátrica del Hospital Virgen de la Salud de Toledo, ahora cerrado. Tenía fallos respiratorios, no respondía a los estímulos y le realizaron pruebas que confirmaron el diagnóstico: AME, tipo 1. «En menos de una semana nos dieron los resultados», rememora Rosa, que antes no había oído hablar de la enfermedad.
Había tratamiento para tener una mejor calidad de vida, «pero Leyla no tenía derecho porque no cumplía el protocolo genético». Entonces le propusieron que la dejaran morir, que la desenchufaran. «¿No hay más opciones?», inquirió Rosa. Sí, había otra: «Hacer lo mismo, pero en casa, rodeada de su familia, llena de máquinas y con una traqueotomía». Se la hicieron, salió milagrosamente adelante de tres operaciones en una, aunque se lo habían dibujado muy negro, y la niña se marchó a casa.
El protocolo
En su tortuoso camino, escribiendo y telefoneando a todo dios, Rosa halló una tabla donde agarrarse, Fundame, una fundación constituida en 2005 por familiares y afectados de atrofia muscular espinal para encontrar una cura definitiva a esta enfermedad. Aquí le confirmaron que su bebé, por la cuestión genética, no tenía derecho al tratamiento. Pero análisis y estudios posteriores concluyeron, más de un año después, que las anteriores pruebas habían sido realizada incorrectamente y que Leyla sí cumplía los requisitos genéticos para recibir el tratamiento.
Sin embargo, madre e hija se encontraron inmediatamente con otros palos en las ruedas: «Ella tenía traqueotomía y dependía de un respirador mecánico muchas horas al día, con lo que no cumplía con el protocolo». Leyla siguió viviendo y superó los dos y los tres años de vida, el funesto límite que se da a los niños enfermos de AME que no reciben el medicamento.
En esta sinuosa travesía, y gracias a la insistencia de Fundame y de Rosa, logró que su pequeña recibiera un tratamiento antes de su autorización, lo que se conoce como de uso compasivo, aunque su madre relata que antes tuvo que pasar por un comité ético del hospital toledano.
Se acuerda perfectamente del primer día que lo recogieron, el viernes 13 de marzo de 2020, porque fue unas horas antes de la declaración del estado de alarma por la COVID-19. «Si llega a ser después, nos quedamos sin el medicamento», añade Rosa mientras parece que esboza una pequeña sonrisa. «Desde entonces -resume-, no hace el efecto como a otros niños, porque estuvo casi dos años sin tratamiento, en este tiempo se le ha ido muriendo las neuronas y ella ha perdido mucho».
A pesar de los avatares, Rosa se animó de valor, dejó los miedos a un lado y el curso pasado llevó a Leyla al colegio, el Gregorio Marañón de Huecas, donde una enfermera y una auxiliar técnico educativo no dejaron ni a sol ni a sombra a su niña, como los nueve compañeros que tuvo en el aula. «Yo no me creía que pudiera ir a clase», reconoce su madre mientras su voz sufre un punto de inflexión. La chavalería se la llevaba de paseo, le acercaban objetos para que los tocara, le daban de comer y hasta jugaban a los médicos con Leyla «porque está enferma», decían, aunque ella no podía interactuar con ellos porque no se mueve. «Salía tan contenta y lloraba cuando la traía de vuelta a casa», evoca su progenitora.
El resto del año, Leyla tiene también los días ocupados en las citas al médico en Toledo y en el Hospital Nacional de Parapléjicos, donde pasa por las manos milagrosas de los fisioterapeutas, que también la visitan en su casa, al igual que una logopeda. Un completo equipo de leales gregarios, como los que tienen los buenos ciclistas.
Una pregunta que le repiten a menudo a Rosa es cómo sabe lo que le gusta o no a Leyla. «Siempre respondo que lo vas a notar. Te frunce el ceño y te pone una cara de asco que te das cuenta de que te ha dicho que no», explica de una manera gráfica mientras se cuelan por el teléfono unas sonrisas que te emocionan.
Fuente ABC