Por Nicolas J. Portino González
En el marco del ordenamiento jurídico argentino vigente a marzo de 2025, el ejercicio de derechos fundamentales como el de peticionar a las autoridades (artículo 14 de la Constitución Nacional), el derecho a huelga (artículo 14 bis) y la manifestación del descontento social son expresiones propias del sistema democrático y republicano. Sin embargo, la legitimidad de tales derechos encuentra su límite insoslayable en la vigencia de la ley y el respeto irrestricto al orden público.
La Constitución Nacional, en su artículo 22, establece con claridad que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”, vedando cualquier tipo de acción directa que pretenda subvertir el orden institucional. Asimismo, el artículo 33 reafirma que ningún derecho puede ejercerse en desmedro de las instituciones, de los derechos de terceros, ni mucho menos en violación de las leyes que garantizan el funcionamiento armónico de la comunidad.
Cuando la protesta social degenera en actos de violencia material, atentando contra la propiedad pública o privada y, más gravemente aún, contra la integridad física de los miembros de las Fuerzas de Seguridad o de terceros, no nos encontramos frente al ejercicio de un derecho, sino ante un cuadro típico de delitos contra el orden público, tal como lo prevé y sanciona nuestro Código Penal.
El artículo 194 del Código Penal reprime a quien impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes o servicios públicos. El artículo 230, inciso 2, sanciona con prisión a quien se alce en armas contra la autoridad nacional o provincial, mientras que el artículo 239 tipifica la resistencia o desobediencia a la autoridad, y el 237 castiga las agresiones contra funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Estos dispositivos dan cuenta de un plexo normativo que protege no solo a las instituciones sino también a quienes, encarnando el poder legítimo del Estado, deben garantizar la seguridad y el orden.
En este contexto, la intervención de las Fuerzas de Seguridad es no solo legítima sino imperativa, en virtud del principio de legalidad y el principio de autoridad, ambos consagrados por la Constitución y operativizados mediante la legislación penal y procesal penal vigente.
El Código Procesal Penal Federal refuerza esta lógica. Su artículo 218 establece la inmediata intervención policial en casos de flagrancia, obligando a la detención de quien sea sorprendido cometiendo un delito. A su vez, la Ley de Seguridad Interior (Ley N.º 24.059) refuerza que las fuerzas federales y provinciales están habilitadas para actuar frente a alteraciones graves del orden público o ante la comisión de delitos flagrantes, siempre bajo la conducción y control judicial posterior.
Corresponde afirmar con énfasis que la represión estatal no es una opción política, sino una obligación jurídica cuando la legalidad es quebrantada. La autoridad pública no puede abdicar de su responsabilidad bajo el pretexto de la tolerancia democrática. No reprimir al violento es traicionar al ciudadano que actúa dentro de la ley y dejar inerme al tejido social frente a la anarquía.
El equilibrio entre la libertad y el orden es el núcleo mismo de la seguridad pública. La represión legalmente ejercida —en su acepción técnica y desapasionada— es la aplicación coercitiva de la fuerza legítima por parte del Estado para restablecer el orden vulnerado.
El Estado, como garante de la seguridad y la paz social, no debe temer al ejercicio de la represión cuando ésta se ajusta a la legalidad y se despliega ante actos que lesionan gravemente la convivencia democrática. Es la expresión concreta de la potestad estatal de restaurar el equilibrio alterado, preservando la vigencia del derecho y protegiendo la vida, la libertad y los bienes de la ciudadanía.
Cuando las Fuerzas de Seguirdad intervienen frente a grupos que destruyen bienes públicos, que atacan físicamente a agentes de la ley, o que amenazan la vida y la integridad de las personas, no estamos frente a un exceso represivo, sino frente al cumplimiento del mandato constitucional de “afianzar la justicia y consolidar la paz interior” (Preámbulo de la Constitución Nacional).
Así, y en este plano, la represión debe ser proporcionalmente firme y terminante cuando el nivel de violencia social así lo exige, pues el Estado no solo tiene derecho, sino el deber indelegable de restituir el orden quebrado.
No es represión ilegítima lo que manda la Constitución, sino la represión necesaria, regulada, con sujeción al marco legal y operativo que la misma norma madre y la legislación penal disponen. Quien busca el enfrentamiento con el Estado debe prever la reacción del mismo, porque en la esencia del derecho público se encuentra la preservación de la autoridad frente a cualquier agresión que pretenda debilitarla.
Como lo enseñó la doctrina penal más clásica y aún vigente: “El que agrede al orden público se expone a la legítima coerción estatal”, y esa coerción —cuando es legal y proporcionada— constituye la manifestación misma de un Estado que no abdica de su rol soberano y protector.