Buenos Aires, 3 de agosto de 2025 – Total News Agency – TNA-Hace diez años, María Belén González, una joven oficial de la Policía Bonaerense de 22 años, fue brutalmente atacada en San Francisco Solano, al sur del conurbano bonaerense. El 29 de julio de 2015, tras finalizar un turno de 24 horas en el Comando de Patrullas de Avellaneda, fue atropellada tres veces por un vehículo, despojada de su arma reglamentaria y abandonada en la calle con graves heridas. Hoy, a los 32 años, madre de un niño de seis años y con una discapacidad permanente, González reconstruye su historia de supervivencia, marcada por 32 cirugías, abandono institucional y una resiliencia inquebrantable.
El ataque ocurrió mientras caminaba junto a su tía. Un automóvil aceleró repentinamente y la embistió, arrojándola al capot. Tras caer al suelo, el vehículo la atropelló nuevamente y, al intentar dispararle con su propia arma, los atacantes huyeron tras un tercer atropello. Las heridas fueron devastadoras: fracturas en piernas, clavícula, cadera, fémur, tibia, peroné, pelvis y cráneo. En el hospital Arturo Oñativia, donde fue atendida inicialmente, los médicos advirtieron a su familia que prepararan su velatorio. Sin embargo, tras ser trasladada al Hospital El Cruce y luego a la clínica Fitz Roy, González enfrentó dos meses de internación y un total de 32 cirugías para salvar su pierna derecha y reconstruir su cuerpo.

“Sufrí muchísimo. Hubo un momento en que tiré la toalla, no quería más operaciones”, recuerda González en una entrevista con Infobae. Su recuperación física fue acompañada por un profundo impacto emocional. “Pasé de ser una mujer de 22 años a ser una nena. Mis padres me bañaban y me llevaban en silla de ruedas al baño”, relata. La rehabilitación, que se extendió por cuatro años, incluyó el uso de silla de ruedas, andador, férulas y botas. Aunque logró evitar la amputación, las secuelas persisten: una pierna más corta, dolores crónicos y la necesidad de medicación constante.
Un momento clave en su recuperación fue una llamada de Carlos Tévez, ídolo de Boca Juniors, equipo del que González y su hijo Izán, de seis años, son fervientes hinchas. “Me dijo: ‘Quiero que entres al quirófano y salgas bien’, según señalo ante Infobae. Fue mi motivación”, cuenta. Aunque no pudieron reunirse en la clínica debido a la presencia de periodistas, finalmente se encontraron en el predio de Casa Amarilla. “Le dije: ‘Vos a mí me salvaste la vida’”, recuerda emocionada.

A pesar de su deseo de retomar su carrera en la Policía Bonaerense, González no pudo volver a la Fuerza. “La Policía me abandonó. Pedí ayuda y me dieron la espalda”, denuncia. El caso de su ataque sigue impune: no hay detenidos, el arma robada nunca fue recuperada y el vehículo utilizado apareció quemado. La causa judicial, aunque abierta, no registra avances significativos. Además, el subsidio que recibía durante su rehabilitación fue dado de baja tras su retiro, y una casa prometida en Ezeiza nunca se materializó, dejándola en una situación de vulnerabilidad económica.
Hoy, González encuentra felicidad en su rol como madre de Izán, a quien cría sola y lleva al colegio y al club del barrio. “Dios me lo mandó para completar mi felicidad”, dice. Los fines de semana, madre e hijo comparten su pasión por Boca Juniors, asistiendo a partidos en la Bombonera. González también transformó las cicatrices del ataque en tatuajes con los nombres de sus seres queridos y símbolos del club que ama, dándoles un nuevo significado.

A una década del ataque, González reflexiona sobre el valor de la vida. “La gente se preocupa por cosas pequeñas, pero no se dan cuenta de lo importante que es estar vivos”, afirma. Cada 29 de julio, celebra su “segundo cumpleaños” junto a su familia, en un acto de agradecimiento por haber sobrevivido. Su historia, sin embargo, también pone en evidencia las falencias institucionales y la falta de apoyo a quienes, como ella, arriesgan su vida en el cumplimiento del deber.