No les fue posible aprovechar ni siquiera el modesto anuncio de que el índice de precios había perforado, al fin, el piso del 3% que viene remachado desde octubre de 2020, porque el 2,8-2,9% que algunos funcionarios esperaban para julio resultó un 3% redondo.
Conocidos los nuevos datos y el clima espeso provocado por la persistencia de semejante azote, mejor evitarse la gambeta que ensayó el ministro de Economía cuando sostuvo que bajar la inflación “no sólo es responsabilidad del Estado sino también una responsabilidad colectiva”. En una de sus definiciones, sarasa pura.
Obviamente, decir Martín Guzmán y mentar un problema que desparrama distorsiones económicas y desigualdad por todas partes es hablar de la gestión de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner y, también, de la responsabilidad que sin vueltas les cabe en el manejo del Gobierno. Bien al punto: después de un año y medio largo en la Rosada, la inflación no cede, sigue coleando y coleando con ganas.
En tren de sostener el impulso, toca agregar que el 29,1% que la estadística del INDEC marcó para enero-julio es récord en la serie que arrancó en junio del 2016, cuando terminaron de ser sepultados los impresentables malabares de Guillermo Moreno. Es un registro incluso mayor al del 2019 inflado por el violento salto que pegó el dólar, en las vísperas del retorno K.
Otro dato de este enero-julio deja al descubierto que nada garantiza que anclas consideradas sólidas sirvan para frenar el envión inflacionario, así sea transitoriamente: en escenarios poblados de incertidumbres, el remedio puede ser tan gravoso como poco útil si no directamente inútil.
El 28,7% del Gran Buenos Aires, un indicador apropiado para el caso, ocurrió pese a que las tarifas cuasi congeladas de la electricidad y el gas natural subieron sólo 8,7% y pese al 7,9% que aumentó el también regulado boleto del transporte público de pasajeros.
El mismo disloque quedó a la vista a propósito de la decisión de pisar el dólar oficial y acorralar al blue. El ahora apropiado índice de precios nacional arrojó 29,1% sin que ni el 14% ni el 9% que anotaron, respectivamente, el tipo de cambio oficial y el paralelo le provocaran siquiera un raspón.
Por si no advirtió, en cualquiera de ambas variantes la inflación duplica al incremento del dólar oficial, triplica el ajuste de las tarifas y continúa airosa, navegando en las alturas.
Se sabe que, por mucho que cuente por sí sola, la estadística es sobre todo un reflejo de aciertos y desaciertos, de previsiones e imprevisiones a menudo determinantes. Como ocurre con el peligroso combo de atraso tarifario más atraso cambiario que gobierna el experimento kirchnerista y, añadido, el riesgo de que pasadas las elecciones pueda estallarle en las manos al propio kirchnerismo.
Al interior de ese complejo tenemos que los consumidores pagan por la energía apenas el 30% de lo que cuesta generarla y, acoplada, su derivación: que durante el primer semestre del año los llamados subsidios energéticos aumentaron 108% contra el primero de 2020. Escalaron a notables $ 352.700 millones o, si se prefiere, sumaron US$ 3.460 millones al tipo de cambio oficial en sólo seis meses y van camino de duplicarse en los doce de este 2021.
De una especie que genera consecuencias parecidas, también tenemos que luego de achicarse durante un tiempito la brecha cambiaria se ha vuelto a instalar en la muy roja, distorsionante zona del 80%. Y junto a esa fuente de expectativas por cierto peligrosa, circulan análisis que ven hacia fin de año un índice de precios que le ha sacado 20 puntos porcentuales de ventaja al dólar oficial.
Quedan, encima, varios monumentos a la inflación desatada difíciles de igualar. Uno está en el 51,8% de los últimos doce meses, bien próximo al terrorífico 52,9% del macrismo en 2019. El siguiente, un impresionante 56,4% para el costo de los alimentos durante el mismo período. Y el último, una pinturita: de los 55 meses que acumula la nueva serie del INDEC, en ninguno el costo de vida bajó del 1%.
En este baile dislocado hay muchas decisiones mezcladas, mucho gastado por el uso y buena parte con el sello de Axel Kicillof. Además de las tarifas congeladas o casi congeladas y del dólar pisado, hay cepo y súper cepo cambiarios; precios máximos y precios cuidados aunque sólo en los títulos; tenemos exportaciones cerradas y en cuenta gotas; regulaciones para todos los gustos o ningún gusto y etcéteras varios. Eso sí, nada hay que haya dado algún resultado de esos que valen la pena, visibles en mejores cifras del INDEC y desde luego creíbles.
Está claro, clarísimo a esta altura, que esta historia viene de números y de números que van enganchándose unos con otros para terminar dibujando una Argentina a la que ya le sienta a la medida la definición de un analista: “Ahora somos un país del montón, de ingresos medios y medios bajos y con una pobreza estructural del 40% que costará dar vuelta”.
Entre esos datos y evidentemente asociado a la trepada de los precios asoma el que marca la caída del poder de compra de los salarios: nada menos que 24,4% promedio desde noviembre de 2017 o 44 meses consecutivos barranca abajo, según la consultora LCG. Siguen informes oficiales donde retumba la desaparición de 231.000 puestos de trabajo de mayo 2019 a mayo 2021, digamos de los buenos, del en un tiempo envidiable mundo del empleo privado en blanco.
Más del mismo boletín: un 30% de los trabajadores ocupados percibe ingresos que están debajo de la línea de pobreza; casi 2 millones de personas dejaron de pertenecer a la clase media, de un año para el otro, y 8 millones viven en la informalidad total. Nada raro, finalmente, las ventas en supermercados, gran parte esenciales, caen 2,6% real contra 2020 y un considerable 11,5% si el punto de referencia se pone en 2018, es decir, tres años atrás.
Aun cuando no todo sea responsabilidad del Gobierno, el caso es que los Fernández, Alberto y Cristina, deben enfrentar un cuadro económico bien difícil de resolver al modo que exigen sus aspiraciones electorales. Y han resuelto enfrentarlo a la manera kirchnerista: metiéndole bomba al consumo, a pura emisión y revoleando bonos.
Basta con visitar las páginas de la ANSeS y del Ministerio de Trabajo para encontrarse con una montaña de programas con nombres pretenciosos; digamos también, bastante voluntaristas y en cierto sentido un muestrario de ausencias.
Solo algunos: Reciclando Trabajo y Dignidad; Activar Cultura; Argentina contra el Hambre; Construir Futuro con Trabajo Decente; Empleo Independiente y el viejo Qunita, reflotado después de pasear por Tribunales. Más los conocidos Ahora 12, 18, 24, 30 o el que pinte próximamente, para electrodomésticos, televisores, ropa, zapatos o lo que pinte.
Nada aparece aquí que luzca semejante a un plan ni a un equipo puestos, como correspondería, a articular un paquete de medidas enorme y desperdigadas por ministerios y organismos diversos. Hay, en cambio, arriba de $ 400.000 millones y anuncios de campaña todo el tiempo. También, mucho de asistencialismo y poco de la inclusión social verdadera, de la que pasa por la creación de trabajo consistente.
El Gobierno sabe que la economía no le va a jugar a favor y que lo máximo a lo que puede aspirar es a que sea neutral y sabe, además, que el gran rival se llama inflación. La consigna es borrarla del diccionario oficial, del mapa si fuese posible, pero tiene un problema: que la gente debe convivir con el monstruo y sufrirlo todo el tiempo, y no hay modo de ocultarlo ni sarasa que valga.
Fuente Clarin