El argumento tiene su origen en los fallidos tratados de paz en Oslo que se celebraron, en 1993, entre el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el líder de la OLP, Yasser Arafat. En aquellos días de tantos intercambios, hubo uno entre una joven diplomática noruega, Alex (Anneke von der Lippe), y un joven negociador israelí, Arik (Amos Tamam), que fue más fluido que cualquier otro. Pero el género que Netflix podría haber bautizado “Drama romántico fugaz con fondo de Negociaciones de Paz” dura muy poco; en verdad, es sólo el preámbulo al auténtico asunto de la serie, que se inicia en las playas del Sinaí, Egipto, en nuestros días, cuando Pia (Andrea Berntzen, la “chica de Oslo” del título) es secuestrada por el Isis junto a una pareja de hermanos israelíes, y por cuya liberación exige una serie de demandas que ni Noruega ni Israel se declaran capaces de satisfacer.
Pia resulta ser la hija de Alex, la diplomática noruega que sale volando a Israel para obtener, de la manera que sea, la liberación de Pia, y allí se dirige en primer lugar a Arik, quien a la sazón ahora no sólo es el Ministro de Defensa sino uno de los principales candidatos en las próximas elecciones. Quizás el lector empiece a maliciar conclusiones pero no se las afirmaremos ni desmentiremos: sólo le diremos que Alex está casada con uno de los principales abogados de Oslo, o sea, el padre de Pia, quien a su vez empieza a ser presionado también por el Isis para liberar a uno de los suyos, encarcelado en Noruega.
“La chica de Oslo”, en su brevedad y, como decíamos antes, carácter adictivo para una breve maratón de cinco horas, parece un ajedrez barroco en cuanto al movimiento de sus piezas, que también incluyen un líder inválido de Hamas, la viuda de otro guerrillero musulmán (actores ambos a los que quienes hayan visto “Fauda” reconocerán de inmediato), y un investigador israelí de “asuntos internos” colosal. ¿Que ese ajedrez es, por momentos, algo forzado? Sin duda, pero no puede dejar de verse.