La República Islámica está en pie de guerra. Por primera vez en su historia, ha izado la bandera roja sobre la cúpula de la mezquita de Yamkarán, en la ciudad santa
No podía ser de otro modo ante la escalada que esa operación de Estados Unidos ha supuesto en el enfrentamiento controlado que ambos países mantienen desde hace cuatro décadas y que se ha reavivado durante la presidencia de Donald Trump. El golpe llega además en un momento en el que la República Islámica, acosada por las sanciones norteamericanas, afronta una creciente contestación interna y su influencia es cuestionada tanto en Irak como en Líbano. La duda es cómo, dónde y cuándo va a responder. De momento, la mera incertidumbre ya está teniendo consecuencias en Oriente Próximo.
Descartado el enfrentamiento directo, algo que sería suicida para el régimen iraní, todas las miradas están puestas en la guerra asimétrica a la que es adepto y en la que Soleimani consiguió sus galones. Ni siquiera su propaganda lo esconde. Más allá de la pantomima para consumo interno del puñado de voluntarios vestidos de negro que se congregaron en el aeropuerto de Mehrabad de Teherán dispuestos a emprender misiones contra Estados Unidos en la región, el propio Jamenei ha dicho que “todos los grupos de resistencia querrán vengarse”.
El ayatolá tiene donde elegir. Desde su fundación en 1979, la República Islámica ha cultivado una red de milicias aliadas, desde el Hezbolá libanés hasta las Fuerzas de Movilización Popular iraquíes, pasando por los paramilitares prorrégimen sirios y, en menor medida, la Yihad Islámica palestina o los Huthi yemeníes. Para todas ellas, el general asesinado era el interlocutor clave como responsable de las operaciones en el exterior de la Guardia Revolucionaria.
¿Cuáles son las opciones? Dado que varios de esos grupos se encuentran limitados por sus propios retos locales (protestas populares en Líbano, guerra aún abierta en Siria o temor a la respuesta de Israel en los territorios palestinos), dos destacan entre todas. La más contundente sería un ataque en el golfo Pérsico a las fuerzas de Estados Unidos o a las infraestructuras de sus aliados con el doble objetivo de mostrar que Irán no va a renunciar a su agenda regional y señalar a Washington el elevado coste de continuar la escalada.
Tomar esa decisión supone asumir que un Trump casi en campaña electoral no va a lanzar una guerra total. Es una apuesta arriesgada. Washington ha presentado el asesinato de Soleimani como una acción preventiva ante los planes iraníes para atentar contra sus intereses y dado a entender en reuniones de altos funcionarios con periodistas que su política de “máxima presión” va a continuar hasta que Teherán acepte las condiciones de Washington para limitar su programa nuclear (que ha reactivado como respuesta al abandono por Estados Unidos del acuerdo de 2015) y su interferencia en los países árabes.
Existe pues el riesgo de que Estados Unidos responda a una acción de ese tipo con el bombardeo a sus infraestructuras petroleras, muy vulnerables por encontrarse en la costa. Sería un paso que terminaría de hundir su economía y que sin duda contaría con el respaldo de sus rivales árabes, en particular Arabia Saudí, y de Israel.
La otra posibilidad, menos espectacular, pero igualmente peligrosa, es delegar la venganza en las milicias iraquíes, que ya están soliviantadas tanto por la muerte junto a Soleimani de uno de sus máximos responsables, Abu Mahdi al Mohandes, como por el hecho de que la operación se produjera en su país. Es un escenario que ya se vivió tras la ocupación estadounidense de 2003, bajo la supervisión de aquel. De hecho, algunos medios proiraníes han empezado a intoxicar con falsas noticias de ataques contra bases de las fuerzas estadounidenses en Irak.
De momento, esa mera amenaza está teniendo consecuencias. La OTAN ha puesto a sus fuerzas en máxima alerta, para lo cual ha desviado operaciones de vigilancia del Estado Islámico, lo que deja un peligroso vacío que ese grupo sin duda va a aprovechar. También se han suspendido por ahora las misiones de entrenamiento de los militares iraquíes. Aunque una guerra no sea inminente ni inevitable, el riesgo de un ciclo incontrolado de represalias aumenta el peligro de un choque de consecuencias imprevisibles.
El País