El diputado acorrala al poderoso peronismo bonaerense. Alberto le dio un aval. Se ignora el efecto electoral. El hijo de Cristina muestra en público un estilo combativo. Por Eduardo Van Der Koy
Afuera está Alberto. Pide permiso para entrar”. Alberto era Fernández, el ahora Presidente. La solicitud discreta fue transmitida por uno de los dos ministros más importantes de Cristina Fernández a Máximo Kirchner. Era el mediodía del 28 de octubre del 2010. Se velaba en la Casa Rosada el cuerpo del ex presidente Néstor Kirchner, fallecido súbitamente un día antes en El Calafate.
“¿Quién?”, contestó como un autómata Máximo, abrumado por el drama y cercano al féretro. “Alberto” reiteró aquel ministro. “Ese es un traidor…hdp”, bramó el hijo del ex presidente. Luego de un cabildeo aceptó que el ex jefe de Gabinete rindiera homenaje a su jefe político y amigo. La escena se repitió con otras personas. Algunas integran hoy el equipo de ministros.
Aquel registro fiel de hace más de una década se engarza con la actualidad. Desnuda las miserias de muchos de los recorridos políticos. Alberto se convirtió ahora en el principal impulsor de Máximo para presidir el PJ de Buenos Aires. Maquinaria clave para que Cristina y los K puedan desarrollar a futuro su proyecto político. Está el 38% del padrón y el mayor conglomerado de pobres del país. Allí gobierna, formalmente, Axel Kicillof.
La decisión presidencial posee múltiples significados. Satisface, por empezar, una necesidad política de la vicepresidenta. Entierra más la posibilidad de la autonomía de Alberto, que ni su asunción como titular del PJ nacional podría reanimar. Implica la resignación protagónica del peronismo, consumido por el avance kirchnerista. También, la renuncia del Presidente a concederles un lugar en el poder a gobernadores e intendentes. Habrá que observar cómo tamaña metamorfosis incide en el año electoral. Sobre todo en Buenos Aires.
Algunos de los mandatarios que atesoraban expectativas (Omar Perotti, Sergio Uñac, Gustavo Bordet) parecen resignados. Los intendentes esbozaron una resistencia que encabezó el ministro de Obras Públicas, Gustavo Katopodis, y el albertista solitario de Hurlingham, Juan Zabaleta. Duró hasta que el alcalde de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde, aprendiz de Sergio Massa, saltó el cerco y se alineó con Máximo. Los actuales titulares rotativos del PJ bonaerense, Gustavo Menéndez, de Merlo, y Fernando Gray, de Esteban Echeverría, siguen en las trincheras aunque escondiendo un trapo blanco. Les cuesta ser guerreros. Gray arrancó en la UCeDe de Maipú y se acomodó como secretario privado de Chiche Duhalde. No paró hasta el trono comarcal.
El Presidente, en el llano a partir del 2009, creyó conveniente para salir del ostracismo un acercamiento con Máximo. Contó con la ayuda del camporista Juan Cabandié. Actual ministro de Medio Ambiente. La reconciliación tuvo precio. Alberto adaptó su manera de pensar. Como tantas veces. Caviló siempre que los muchachos de La Cámpora -entre ellos el hijo de Cristina- tenían una visión distorsionada de la historia de los 70. Contada, en tono edulcorado, por Néstor y Cristina. Alberto resumía ese tiempo como una tragedia completa. Coronada por la dictadura.
El presidente Alberto Fernández, Santiago Cafiero, Sergio Massa y Máximo Kirchner junto a los diputados del Frente de Todos, el miércoles en Olivos. Foto: Presidencia
Tras arrimarse a Máximo y empezar a desandar su alejamiento de Cristina mutó la perspectiva. “Son buenos pibes”, solía repetir cuando era interpelado sobre La Cámpora. “En ciertas cosas están equivocados”, aclaraba. Recuerdo puro. Alberto allana ahora el camino de esa organización aunque signifique hipotecar su propio futuro en el poder. Los dirigentes de la agrupación lo observan como un mandatario de transición.
La Cámpora es la organización política que más se desarrolló en la Argentina en la última década. Mérito indiscutido de Cristina que aprendió una fórmula de Néstor: combinar el despliegue territorial con el manejo de fondos. No hay política sin plata, aconsejaba el ex presidente. Exhibe sin embargo todavía un déficit ostensible: carece de grandes nombres y de sitiales importantes. Puede citarse a Kicillof. Pero el gobernador es incondicional de la vicepresidenta. No de La Cámpora. No controlan ninguna provincia. Apenas cuatro municipios donde solo sobresale Mayra Mendoza, en Quilmes. Tienen un lote interesante de diputados (14) y senadores (7).
Esa debilidad parece haber forzado el empinamiento de Máximo. “Reúne todas las virtudes para presidir el PJ de Buenos Aires”, pontificó Alberto. Siempre quedó la impresión de que el hijo de los Kirchner se volcó a la política antes por portación de apellido que vocación plena. También por necesidades objetivas luego de la muerte de su padre. Suele tener sintonía distintas en privado y en público. En las reuniones reservadas se muestra como un conciliador. Dice cosas que sus interlocutores desean escuchar para aplacar el temor que despierta su apellido. En especial, entre los hombres de negocios. Desde un atril o su banca, en cambio, le encanta exhibirse combativo. Áspero.
Ha sabido cultivar habilidad en el uso de sus desapariciones o largos silencios. Que son recurrentes. Da pábulo a infinidad de interpretaciones. La razón de aquella conducta, tal vez, sería lineal. Muchas veces no habla porque no tiene demasiado para decir. No deja de ser un gesto inteligente. Pero las usinas de la política argentina jamás se detienen. Detrás de cada bache, según esa mirada, existiría una estrategia refinada. Ojalá no suceda una decepción como sucedió en tramos de nuestra historia. Al final de la dictadura se inventó a Roberto Viola como “el general de los silencios”. Un ingeniero sutil de la política. Cuando abandonó aquella postura, el mito se derrumbó.
La versión combativa de Máximo reapareció en Diputados. Fue cuando se aprobó el nuevo proyecto de ajuste a los jubilados. Quizás, una cortina para esconder su incomodidad que lo llevó a bajar al recinto recién en el discurso de cierre. Antes estuvo en su oficina. Tal incomodidad pudo haber estado basada en varias razones. Carecía de argumentos para explicar que durante todo 2020, $ 98 mil millones que correspondían a los haberes jubilatorios fueron bloqueados. También, que durante el año pasado los aumentos dispuestos por los decretos presidenciales representaron, en promedio, casi la mitad de lo que hubieran significado con la polémica fórmula aprobada en 2017 por Mauricio Macri.
En cualquier caso, siempre las comparaciones entre uno y otro caso encierran una falsedad. La discusión que nunca aborda la clase dirigente -por pequeñez política- radica en la necesidad de reformular un sistema previsional que está quebrado desde hace décadas. Agravado por muchas distorsiones que el kirchnerismo acumuló en su tiempo.
Quizás otra incomodidad de Máximo respondió a la existencia de dos episodios simultáneos. Reveladores de los privilegios de la clase dirigente -en medio de una miseria generalizada- siempre amparada en el Estado. El mismo día de la aprobación del ajuste a los jubilados, el juez subrogante Ezequiel Pérez Nami, hizo lugar a un planteo de Cristina contra el Estado para el cobro de dos pensiones. La de su ex marido como presidente. La de ella por el mismo ejercicio durante ocho años. Hay que añadir el sueldo que percibe como vicepresidenta. La resolución incluye el cobro de un retroactivo y la exención del impuesto a las Ganancias.
Máximo Kirchner en el acto que organizó La Corriente Peronista 13 de Abril en Florencio Varela.
Se trata de sumas siderales ($ 2 millones por mes y un retroactivo cercano a los $ 100 millones) que, para muchos entendidos, está ajustada a derecho. La discusión no pasaría por ese plano. Interpela, en cambio, la condición ética y moral de una líder política cuyas arengas apuntan siempre al presunto desvelo por los que menos tienen. Expoliados, según ella, por los poderosos.
Máximo también blandió en el Congreso esa bandera. Casi no refirió al proyecto de ajuste jubilatorio. Prefirió embestir contra la oposición a la cual emparentó con aquellos poderosos. Como si él fuera un despojado. Un contrapoder, que no es. Expresó fastidio porque Cambiemos recordó la salvajada de diciembre del 2017. Cuando miles de manifestantes kirchneristas y de izquierda desataron una batalla campal para tratar de impedir que fuera aprobada la fórmula jubilatoria con la cual el macrismo también enmascaró un ajuste.
De acuerdo con el relato de Máximo el problema no habría sido la provocación. Ni las toneladas de piedras arrojadas. Habló de la represión policial y exhibió balas de goma. Aquel escenario de violencia fue coordinado entre los disputados K y los manifestantes. Uno de los enlaces fue Andrés Larroque, amigo de Máximo, actual ministro de Kicillof. Quedó como desgraciado recuerdo el militante de izquierda Sebastián Romero, que disparó con un mortero en la Plaza Congreso. Estuvo dos años prófugo en Uruguay. Fue hallado casualmente luego de la asunción de Alberto. Está procesado y con prisión domiciliaria.
Máximo, fuera del Congreso, tuvo otro éxito. Logró que el Presidente desistiera del compromiso con los gobernadores para suspender este año las PASO. Con la pandemia como excusa. La Cámpora desea la competencia interna para lograr atenuar la influencia de los intendentes bonaerenses. Habrá que ver qué sucede con la ofensiva de estos para anular el límite a las reelecciones. A priori, no parece un buen negocio para el camporismo.
El Presidente hace de las concesiones internas su modo de gobernar. Aunque esa práctica lo debilite. También asume uno de los relatos dilectos de Cristina. Culpó a los medios de comunicación que no son dóciles con el Gobierno de fomentar la división y el desaliento en medio de la pandemia. Fue punzante. Afirmó que muchos periodistas que, según él, siembran el odio deberían recurrir a un psiquiatra. Puede que tenga razón. ¿Por qué no? Puede, también, que se trate de un simple autodiagnóstico.
Fuente Clarin