Lo cierto es que Macri supo cifrar su gestión en una dramaturgia mediática y judicial, a través del ejercicio continuo del espionaje. Por lo tanto, su ocaso –a partir de 2019– coincidió con el desplome de tales imposturas al quedar a la intemperie el affaire del agente polimorfo Marcelo D’Alessio.
Se trataba de una disfunción que ya en junio de ese año adquirió ribetes internacionales a través del lapidario informe del relator especial de la ONU, Joseph Cannataci, en cuyo dossier habló de “vigilancia ilegal masiva”. Aquella definición estaba basada en un promedio de seis mil pinchaduras telefónicas mensuales. Y sin soslayar la subordinación de la Corte Suprema (que ejercía la administración de las intervenciones) hacia la AFI (su brazo ejecutor), entre otros trastornos institucionales.
Tal reporte coincidió con otro escándalo en la materia: la denominada “Operación Puf”, que consistió en la difusión mediática de escuchas ilegales a los presos kirchneristas con la ilusión de pulverizar el expediente instruido en Dolores por el juez federal Alejo Ramos Padilla.
Entre los efectos indeseados de esa puesta en escena se destacó el airado descargo de los camaristas Irurzun y Javier Leal de Ibarra –en el nombre de la DAJuDeCo (Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejo y Crimen Organizado), que depende nada menos que de la Corte Suprema–, al atribuir el delito a la AFI. Pero no era el primer cortocircuito entre el máximo tribunal y la central de espías, un chisporroteo que, por añadidura, también enlazó a la Casa Rosada–. ¿Acaso se fue una desinteligencia inesperada?
En este punto conviene retroceder a fines de la primera década del siglo.
El edificio está en la Avenida de los Incas 1834. Es una construcción de siete pisos con ladrillos a la vista y ventanales polarizados. Allí, entre el invierno de 2008 y el otoño siguiente, solía acudir una vez por semana el espía Ciro James para retirar las escuchas ilegales encargadas por el Gobierno de la Ciudad. Era la sede de la Oficina de Observaciones Judiciales de la ex SIDE, más conocida como la “OJota”. Ya se sabe que por ese asunto el ex comisario Jorge “Fino” Palacios, el entonces ministro de Educación porteño, Mariano Narodowsky, y el propio James habían quedado anclados en la antesala de un juicio oral. Pero Macri, que encabezaba el lote de procesados, salió bien librado del asunto: el 22 de diciembre de 2015 –a menos de dos semanas de acceder al sillón de Rivadavia– fue bendecido por el juez federal Sebastián Casanello con un muy oportuno sobreseimiento.
Medio año antes, el actual senador Oscar Parrilli –ya al mando de la flamante AFI que sustituyó a la ex SIDE– había disuelto la Ojota. Y las pinchaduras pasaron a la órbita de La Procuración General de la Nación. Un artero golpe para dicho organismo de inteligencia, dado que la venta de escuchas era una de sus cajas históricas, y su uso sin orden ni control judicial era otra de sus fortalezas.
Desde luego, el hecho de que la jefa de los fiscales fuera Alejandra Gils Carbó no mejoraba las cosas cuando Macri asumió. De modo que éste, en su ofensiva contra ella, traspasó la potestad de las intervenciones telefónicas a la Corte Suprema mediante un DNU, al mes de llegar a la primera magistratura. Así nació el Departamento de Captación de Comunicaciones, cuyo cacique operativo, Juan Rodríguez Ponte –un ex secretario del juez federal Ariel Lijo– pasó a comandar un ejército de 250 fisgones de la AFI subordinados a dicha dependencia. Su sede siguió siendo el edificio de Avenida de los Incas.
El primer signo visible de las travesuras cometidas desde tal catacumba fueron las pinchaduras a los teléfonos de Parrilli y la filtración ilegal a medios oficialistas de sus conversaciones con CFK.
Tales diálogos empezaron a ser televisados a partir de enero de 2017. Y una jauría de editorialistas, casi a coro, apuntaba un imperdonable cúmulo de actos inmorales y graves delitos de la ex mandataria: desde pronunciar malas palabras hasta urdir una conspiración contra el célebre espía Antonio Stiuso, además de presionar a jueces del fuero federal. Pero sin reparar en el auténtico delito en curso: la difusión de audios filtrados ilegalmente, algo muy mal visto por la Ley de Inteligencia.
Justamente este tema colateral dio pie a los primeros roces entre los más reputados pilares de la Nación.
Bastó en aquel entonces que el fiscal Federico Delgado iniciara una causa (que el juez federal Rodolfo Canicoba Corral dejó inconclusa) con el objetivo de identificar al entregador de los audios, para encender un áspero intercambio de acusaciones entre los jefes de la AFI –el inefable Arribas y Silvia Majdalani– con los popes del Poder Judicial vinculados a la maniobra: Ricardo Lorenzetti, en complicidad con la dupla Irurzun-Leal de Ibarra y Rodríguez Ponte.
Ese entredicho había salpicado al mismísimo Macri. Y el maquiavélico Lorenzetti comprendió que, al recibir la potestad de las escuchas, en realidad sostenía una brasa entre las manos.
Ya entonces saltó a la luz pública el modus operandi de la maniobra: la AFI solicitaba en algún coto de Comodoro Py la aplicación de una pre-causa, palabra que alude a un recurso pseudo-legal –e instrumentado únicamente en hechos muy excepcionales– para colocar bajo el radar de sus fisgones a una persona sin tener un delito concreto que probar. Los jueces no dudaban en aceptar con beneplácito esa invitación a “salir de pesca”. Aquella dinámica era de manual: la AFI registraba las comunicaciones telefónicas del sospechoso, la prensa amiga difundía sus palabras y los fiscales lo llevaban a indagatoria. Ello se cumplía a rajatabla con recurrencia. Pero la inesperada intromisión del fiscal Delgado dejó el método al descubierto.
Lo notable es que desde aquel momento lo hicieran con la alevosía de quienes saben que ese truco ya es un secreto a voces.
Entre las pre-causas relevadas por la Bicameral hay una particularmente estrambótica: la que tuvo en la mira a la modelo Florencia Cocucci, cuyo gran pecado fue haber tenido una relación con el fallecido fiscal Alberto Nisman.
Corría el invierno de 2016. Era necesario probar que el suicida había sido asesinado. Hubo entonces que presionar a esa mujer de 25 años para que su testimonio favoreciera tal falacia.
La solicitud de la AFI al juez federal Sebastián Ramos para iniciar esa pre-causa no tuvo desperdicio. Y se refería a la planificación de “un atentado terrorista a ejecutarse en España y Francia” por un grupo Yihadista (sic) que estaría integrado por personas de diferentes nacionalidades”. Agregaba que el plan fue denunciado a la policía española por “un individuo identificado como Carlos” y que “estaba implicada la ciudadana argentina Florencia Cocucci”.
Como parte del hostigamiento, recibía llamados telefónicos en las que voces anónimas le soltaban datos privados obtenidos en las escuchas: lo que había cenado anoche, que al día siguiente iría a una óptica y que el perro tenía un problema urinario, entre otros detalles. Tales informaciones se encontraban debidamente asentadas en los denominados “Legajos de investigación”.
La operatoria de las pre-causas no tenía límites. Incluso, envalentonados por dicha franquicia, los muchachos de la AFI –con el ahora procesado Alan Ruíz a la cabeza– no vacilaron en “alambrar” con micrófonos, a mediados de 2018, el pabellón de los presos kirchneristas en la cárcel de Ezeiza.
Ya se sabe que los frutos sonoros de aquel emprendimiento fueron la savia del “Operativo Puf” .
El actual diputado Eduardo Valdéz (FdT), que a raíz de esa maniobra fue en su momento situado en el eje del mal por sus llamadas telefónicas a ex funcionarios bajo arresto, lo explicó con elocuencia: “Son tan obvios que ante una causa que los incrimina por espionaje ilegal publicitado desde los medios de comunicación, responden con escuchas ilegales publicitadas desde los medios de comunicación”.
El diputado Valdéz ahora integra la Comisión Bicameral que fiscaliza a los organismos de inteligencia. Vueltas de la vida.