Hay una extensa serie de dibujos donde Basualdo describe cómo arriban a su mente, a través de su retina, las cuestiones de este mundo. Presenta distintas cabezas, casi todas de perfil y con ojos resaltados que se multiplican. Allí está el proceso de elaboración mental del universo exterior y su paso al interior. El ojo del artista, el órgano más sensible, establece una interrelación con las ideas, sensaciones y sentimientos. Pero el fenómeno óptico del mirar y su deriva en saberes o en arte, puede ser un ejercicio tan denso como angustioso. Y Basualdo lo representa de modo muy elocuente. ¿Qué otra explicación tiene una densa mancha negra que invade toda una cabeza? En las salas de los dibujos, unas paredes inclinadas descolocan al espectador.
Cuando analiza el ejercicio de mirar, John Berger, observa: “Solamente vemos aquello que miramos. Y mirar es un acto voluntario, como resultado del cual, lo que vemos queda a nuestro alcance. Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos. Nuestra visión está en continua actividad, en continuo movimiento, aprendiendo continuamente las cosas que se encuentran en un círculo cuyo centro es ella misma, constituyendo lo que está presente para nosotros tal cual somos”.
En efecto, nuestros conocimientos, experiencias y creencias, determinan la manera de entender y apreciar las cosas, el arte y el mundo. Una gigantesca forma negra realizada en black fail (aluminio muy delgado), trae el recuerdo de los enigmáticos objetos que Basualdo cuelga del techo, semejantes a los “cosos” del creador de la “Menesunda”, Rubén Santantonín. Basualdo reconoce la relación entre sus obras anteriores y la instalación. Entonces, aclara: “Es la misma forma que está ahora abierta”. Y nos invita a rodearla para descubrir su lado más oscuro. Detrás de una inmensa y ambigua forma negra aparecen cuerpos sin vida: un tendal de muertos. La escena es comparable a la de los cuerpos momificados de Pompeya, las víctimas del Vesubio paralizadas en un gesto vital por el infierno de la lava volcánica.
Las obras de Basualdo pueden contener un mensaje ecologista, pero invitan más bien a descubrir el sentimiento posapocalíptico de ver qué queda después del fin. Victoria Noorthoon, directora del Moderno y curadora de la muestra con la colaboración de Alejandra Aguado y Clarisa Appendino, sostiene en su texto: “El ojo del artista se vuelca hacia afuera para contemplar las mismas figuras que hasta entonces anidaban apenas en sus pesadillas en lo más recóndito de su imaginación, como si las cavernas del cerebro no pudieran ya contener ese maligno hervor”.
El espectador que atravesó las pesadillas de Basualdo, puede encontrar un lugar cercano al paraíso en la gran sala del segundo subsuelo del Moderno.
Morelos
“El lugar del alma”, es ambiciosa. Invita al espectador a entablar un diálogo con la naturaleza, a recorrer los caminos de la enorme y sensual instalación que levantó en el Museo, unos inmensos paredones de adobe perfumado con aromas de tradición colombiana: canela, clavo de olor y café.
En la génesis de esta instalación figura como referente ineludible, la histórica obra que en 1968 presentó el conceptualista Walter de María en una galería de Munich y finalmente, en The New York Earth Room, un departamento del Soho, donde se exhiben más de 100 toneladas de tierra. El espacio, en plena restauración, reabrirá en 2023.
La instalación de Morelos al igual que la de De María, aparece aislada en el tiempo. Atrás queda el ruido de las calles, el vértigo de las ciudades populosas. La tierra es un material que convoca al silencio, su sola presencia impone cierta calma que potencia el misticismo de Morelos con su homenaje a la Pachamama. “Lo que atesora mi memoria es sagrado, ha llegado a serlo. Son los gestos que ahora se repiten y se honran, los gestos sagrados de generaciones de mujeres que se actualizan en mí y me desbordan”. Y allí está y se escucha, asegura la artista, “el sonido de la tierra”.