Los argentinos no quieren recordarlo pero hubo una guerra en Tucumán. Se luchó en la ciudad y en el monte.
Puedo ver una foto de la capilla ardiente en la que se vela a un soldado.
El general Edgardo Adel Vilas rezando ante el cuerpo de un soldado muerto es la prueba de una realidad dolorosa.
Uniforme de combate, fusil terciado en la espalda apuntando hacia el suelo, los dos solos, general y soldado ante la imagen de San Martín y el Cristo en la cabecera del féretro.
Releo relatos, testimonios, experiencias de dos periodistas de medios que entre septiembre y diciembre de 1975 estuvieron en el frente.
Es curioso, los que se autodenominan corresponsales de guerra hoy parece que la hubieran olvidado, pero en esa época contaban que había guerra y como en todas las guerras, las cosas sucedían rápido.
A mediodía, cuenta el corresponsal, cuando el sol es una gota de plomo fundido sobre las calles de la ciudad, cuando una muchedumbre desfila entre vendedores de abanicos mágicos, pilas, fósforos, cordones e indescriptibles costureros hechos de caracoles, un helicóptero los lleva a Acheral, donde ha estallado un combate. Nadie habla a bordo. Miran hacia abajo, hacia los cañaverales verdes y amarillos, hacia los campos prolijos e interminables.
Y tienen miedo, mucho miedo.
De pronto, otros ruidos inconfundibles los ubican de una vez por todas: a menos de 500 metros hay tableteo de ametralladoras, secos estampidos de fusiles FAL, disparos de pistola, humo de cohetes que parten de un helicóptero y revientan en los surcos. Están cara a cara con el horror de la guerra.
Los helicópteros vuelan sobre los surcos y los abren como una maestra revisando piojos entre los pelos de sus alumnos. Los camiones Unimog se bambolean por el terreno irregular y dejan a los soldados en posiciones estratégicas. El cerco se cierra sobre la patrulla subversiva, sorprendida una hora antes…
Uno de los helicópteros sufre una emergencia alcanzado por una bala de FAL en su sistema eléctrico y ha tenido que bajar en el centro mismo de la patrulla enemiga. El piloto ha salvado la máquina pero ha perdido al artillero, una bala le perforó el pecho. El hombre caído era un suboficial y justo ese día se iba de licencia. Fue su última misión.
La danza de los helicópteros no termina, arrojan bombas incendiarias y de demolición sobre los surcos.
Ramón Pío Fernández, nacido en Palma Sola, Jujuy.
Rogelio Ramón Espinoza, nacido en Caimancito, Jujuy.
Juan Carlos Castillo, nacido en Aguaray, Salta.
Enrique Ernesto Guastoni, nacido en Córdoba.
Freddy Ordoñez (desertor incorporado por su propia voluntad) nacido en Salta.
Todos estos soldados tenían 21 años y murieron en batalla de monte. Eran argentinos. Tanto como nosotros o mas porque combatieron en Acheral el viernes 10 de octubre de 1975.
Tenían el rostro aindiado, la piel morena. Sus gestos no sabían de grandilocuencias y sus respuestas eran cortas y seguras. Luchaban por la Patria y tenían las manos acostumbradas al monte. Eran un símbolo, un poco cortados con el mismo molde con el que estaban hechos todos los jóvenes argentinos que pelearon en Tucumán.
No se cual es la razón por la que nadie habla de ellos. Nadie cuenta sus historias. Nadie hace películas ni escribe libros sobre sus hazañas como han novelado en romance con la historia de los otros muchachos… “los idealistas” que pretendieron hacerse del poder a punta de fusil contra un gobierno constitucional.
Que concepto raro de verdad y justicia que tenemos los argentinos. ¡Que selectivos!.
Para unos el honor y para otros… ni justicia!
Un suboficial va cantando los nombres. Algunos están, otros se fueron de patrullaje. Otros murieron y su carta no tendrá destinatario. Todos abren sus sobres, leen y después… los comentarios: “Tengo un hermanito enfermo” “Mi señora está bien, esperamos un hijo para diciembre” “Mi hermano consiguió trabajo en Salta” “Mi papá me está levantando una piecita en el fondo para mi solo”. “Soy tío de una nena” Y muchos mas. Eran cosa de todos los días. Días de guerra en los que una noticia simple de una carta era un canto a la esperanza para los que cumplían con el deber encomendado.
Esto que les cuento no son inventos míos, son crónicas de guerra escritas por corresponsales para las revistas de época extrañamente desterradas al olvido.
Me da asco tanta injusticia.
Por eso escribo y seguiré escribiendo por más que me repudien.
Juan Martin Perkins.
Eva Maria Himmelbauer