Por Luciano Román
¿Hay una parte de la sociedad dispuesta a cerrar los ojos y saltar al vacío? ¿El hartazgo ha llegado a tal extremo que se prefiere romper todo antes que intentar arreglarlo? ¿Ya es tanto el escepticismo con la política que hay una mayoría dispuesta a experimentar con la antipolítica? El resultado de las PASO, que todavía intentamos descifrar y comprender, abre interrogantes complejos y ofrece indicios inquietantes.
Abundan las razones para el enojo, la angustia y la desesperanza de la sociedad. La Argentina ha sufrido un desmoronamiento “por goteo” que ha desfigurado su estructura social y ha provocado un gigantesco deterioro en las condiciones de vida. Sus problemas se han agudizado a extremos escalofriantes: desequilibrios económicos cada vez mayores, un Estado convertido en botín de la política, menores incentivos para el trabajo y la inversión, extrema inseguridad, desguace de la escuela pública, anarquía callejera y creciente debilidad institucional. Frente a ese paisaje abrumador, ¿iniciamos el arduo y trabajoso camino de recuperar y restaurar los cimientos de un país resquebrajado? ¿O nos embarcamos en el atajo y la aventura de un liderazgo que bordea el mesianismo autoritario? Aunque puedan estar justificadas, la rabia y la impaciencia no son buenas consejeras.
Las sociedades acosadas por el miedo suelen verse tentadas por la demagogia y el autoritarismo. Se sienten frustradas y agobiadas, y buscan de algún modo un “justiciero” que venga a reparar sus heridas. La venganza siempre resulta más rápida, y tal vez más excitante, que los procedimientos, las instituciones y las normas. Un grito de rabia amenazante busca interpretar y exacerbar ese sentimiento de angustia colectiva y crear, al mismo tiempo, la ilusión de una salida mágica de la mano de un “iluminado”. ¿Cómo se canaliza después la frustración cuando esas soluciones no aparecen? El populismo, de un signo o del otro, se desentiende del futuro: lo que importa es hoy.
La política ha defraudado tantas expectativas y ha malversado tantos valores que hoy muchos ven en la antipolítica una opción tentadora. Tiene lógica, por supuesto, pero también encierra una trampa peligrosa. Los males no pueden ser combatidos con males de signo contrario sin caer en una inercia pendular. ¿Se trata de combatir o de depurar la política? La del reformismo hoy asoma como una idea devaluada. La propuesta de mejorar las cosas despierta más escepticismo que esperanza. Y la noción del cambio parecería quedarse corta frente a la demanda de un giro radical. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Demoler y ver qué pasa? ¿Liberarse de “el sistema” y coquetear con la anarquía?
Está claro que la Argentina exige transformaciones profundas que demandarán una combinación de audacia, decisión y coraje. Pero firmeza no es temeridad. Confundir la institucionalidad con la tibieza y el diálogo con la claudicación puede llevarnos a un callejón más oscuro. La libertad es un principio sagrado, ¿pero puede imaginarse la libertad sin república? ¿Cuál es el costo de intentar los cambios por la fuerza y “sea como sea”? Son preguntas imprescindibles en medio de este proceso electoral.
Hubo un tiempo en el que, bajo el imperio de otros miedos y con angustias derivadas de amenazas y realidades diferentes, una mayoría ciudadana apostó a que supuestos “salvadores” nos libraran “como fuera” de enormes atrocidades. Cuando ya era tarde, quedamos perplejos frente al horror. Por supuesto que las comparaciones pueden sonar exageradas, pero hay una lógica que tiende a reproducirse en contextos históricos distintos.
Aun en medio de enormes retrocesos, la Argentina ha hecho un gran aprendizaje en los últimos 40 años: el de la continuidad democrática. Hoy se busca romper el statu quo a través del voto y no del quiebre institucional. Es un signo de madurez ciudadana que no debe minimizarse. Aun así, el ejercicio del ritual electoral es indispensable, pero no suficiente. Muchos países han engendrado en las urnas movimientos antidemocráticos. Sería tal vez apresurado afirmar que la Argentina se asoma a ese peligro, pero sería casi un acto de negligencia no reparar en señales alarmantes.
El más votado en las PASO fue el discurso de un cambio prepotente, que propone abrirse paso con una motosierra, que ve en la discrepancia una amenaza y que confunde críticos con enemigos. Se impuso un mensaje virulento y teñido de reduccionismos, equiparable a la violencia retórica y recargada de eslóganes que ha practicado y practica el kirchnerismo, pero con blancos antagónicos. Son discursos que naturalizan el agravio y avasallan al que se permite el ejercicio de la duda. ¿Pasaremos de la guerra contra el campo a la guerra contra “la casta”, y de la guerra contra la Justicia a la guerra contra el Congreso? Ya se insinúa la continuidad de la “guerra” contra el periodismo independiente. ¿Sería la única continuidad entre un poder en retirada y algo que se presenta como “nuevo? ¿O hay un parentesco muy estrecho entre lo que, al fin y al cabo, son expresiones antagónicas de una misma cosa, que es el populismo?
La motosierra pertenece a la familia del lanzallamas y la topadora. Reniega, en su simbología, del profesionalismo, de la precisión y lo quirúrgico, de lo institucional y procesal. Es cierto: “el sistema” suena desangelado y trabajoso. ¿Pero hay una salida por afuera? La motosierra arrasa con brocha gorda: no distingue ramas secas de brotes prometedores ni frutos podridos de semillas sanas. Remite a una imagen amenazante y representa un poder casi abusivo, sin margen para distinciones, matices ni sutilezas. Es una herramienta asociada a un dogma troncal del populismo: “vamos por todo”. Y se inscribe, con una épica inversa, en la línea del “látigo y la billetera” que aplicó el kirchnerismo y del “aniquilamiento” y “meter bala” que utilizó el peronismo bajo distintos ropajes. Se articula, además, con una concepción maniquea de buenos y malos. La idea de “la casta” toca una fibra sensible de una sociedad que por supuesto rechaza la malversación de la política y el reparto descarado de privilegios y acomodos. Pero hay que decirlo: también es una idea que abreva en las simplificaciones propias de los totalitarismos. Propone señalar a un “enemigo” y reproducir, bajo otro signo ideológico, la dialéctica de “ellos contra nosotros”.
El resultado de las PASO ha potenciado un liderazgo que se siente cómodo en el monólogo avasallante y en la descalificación, pero que pierde el equilibrio y la mesura ante la crítica y la discrepancia. Son síntomas de una actitud intolerante, que también se refleja en una idea de superioridad de alguien que no se siente convocado por la política y la vocación de servicio, sino destinatario de un llamado místico. El “elegido” no dialoga ni negocia: ejecuta “su misión”. Todo eso se expresa en una gestualidad rocambolesca, que a veces se interpreta como la aparatosa actuación de un “loco lindo”, como si la excentricidad disimulara la peligrosidad. Pero ¿en qué puede derivar ese “misticismo iluminado” cuando obtiene las atribuciones del poder? Tal vez sea otra pregunta que deberíamos formularnos antes de que sea demasiado tarde.
Hay señales que están a la vista. La idea de un “decisionismo plebiscitario” que pase por encima del Congreso no solo juega al fleje del sistema, sino que además desafía la división de poderes y la propia arquitectura constitucional. ¿Creemos que la salida puede estar en un gobierno asambleario? La Argentina empezaría a dejar atrás un ciclo en el que se vapuleó a la Justicia, se intentó colonizarla y se la atropelló con virulencia. ¿Inauguraría ahora una “nueva” etapa para embestir contra el Congreso en un arrebato de revanchismo popular y justiciero? Las instituciones deben ser mejoradas, no avasalladas. Varias legislaturas se han convertido en “cajas oscuras” de la política, pero hay que iluminarlas y dotarlas de transparencia, no cerrarlas y ponerles un candado. Nos hemos quedado sin moneda, pero ¿hay que abolir el peso o recuperar su valor?
Muchas sociedades defraudadas y angustiadas suelen aferrarse al pensamiento mágico y a la esperanza efímera de los que prometen soluciones fáciles y milagros salvadores. Es humano, pero también puede ser muy peligroso. En la Argentina, la ciudadanía ha expresado con claridad y contundencia la demanda de un cambio profundo: “esto no va más”, dijo una inmensa mayoría. Ahora hay que decidir cómo se hace: ¿reconstruir o demoler? ¿Gobernar o dinamitar? ¿Esforzarnos o apostar a la salvación mágica? Son preguntas que transitan por un camino de cornisa. ¿Será “Sulei” o “la ley”?
Fuente La Nacion