Por Roderick Navarro
El chavismo y el petismo quieren destruir las fuentes de poder de María Corina Machado y Jair Bolsonaro para evitar que el pueblo les otorgue el mando para gobernar a Venezuela y Brasil, respectivamente
Ya hemos abordado el significado de la política en entregas anteriores, pero para esta oportunidad, vale rescatar su naturaleza civilizatoria: a través de ella se preserva la diversidad del conjunto social. En contra posición, lo antipolítico, desintegra esa diversidad para homogeneizar el conjunto social a través de la violencia. Ahora bien, la violencia no es exclusivamente física: también puede ser psicológica y monetaria. Estas formas de la violencia son esenciales en lo que sería la criminalización de la política en la sociedad.
La criminalización de la política puede verse como la respuesta de la izquierda revolucionaria a las acciones no-violentas inspiradas en la teoría de Gene Sharp que tuvieron un impacto a comienzos del siglo XXI. Entre otras cosas, esta teoría plantea debilitar las fuentes del poder autoritario para hacerlo caer. Estas fuentes de poder son las que le permiten al régimen tener medios y capacidades para ejercer la opresión. Si lo vemos a la inversa, lo que ocurre con la criminalización de la política es precisamente eso: destruir las fuentes de poder político para inviabilizar cualquier expresión opositora democrática que le dispute el poder a los autoritarios.
En este sentido, hablando de Venezuela y Brasil, criminalizar tiene que ver con atribuir carácter criminal a las actividades relacionadas con la política. Para hacerlo, llevan los asuntos políticos o legislativos al plano del Poder Judicial, en donde los revolucionarios tienen el control total y pueden legalizar cualquier cosa que les interese en última instancia, a fin de cuentas, ¿lo legal no es que la alta corte sea la que tenga la última palabra?
En esta instancia pueden definir qué es democracia, qué es antidemocrático, justo, fascista, radical, terrorismo, libertad de expresión, conspiración, golpe de Estado, financiamiento al terrorismo, desestabilización, discurso de odio, exclusión, discriminación, familia, y cualquier otra cosa que ellos necesiten resignificar para cumplir con su objetivo totalitario.
Esto deja más evidente una realidad: ser muy popular no significa tener el poder. El poder implica agenciar cambios por voluntad propia. Los agentes de cambios populares no consiguen realizar cambios que limiten el poder de los autoritarios, mientras que estos últimos, continúan avanzando en limitar las capacidades de los agentes de cambio con la mayor popularidad en las sociedades brasileñas y venezolanas.
¿Por qué dicen en Brasil y Venezuela que tanto Jair Bolsonaro como María Corina Machado son golpistas, fascistas y antidemocráticos? No existen pruebas de ningún tipo contra ellos dos, que se puedan comparar a los actos golpistas del chavismo en 1992 o a los actos terroristas llevados adelantes por el petismo antes de llegar al poder. Lo que sí existen son campañas de desprestigio y difamación contra ellos para desacreditarlos ante la opinión pública.
El chavismo y el petismo quieren destruir las fuentes de poder de ambos líderes para evitar que el pueblo les otorgue el mando para gobernar a Venezuela y Brasil, respectivamente. Los criminalizan para eliminarlos del escenario político y los judicializan mediante la construcción de historias incomprobables. Persiguen a los líderes de su entorno, los censuran, encarcelan a sus influenciadores, destruyen económicamente a quienes quieren apoyarles, corrompen a los partidos que compiten con ellos y siembran el terror en sus seguidores.
La izquierda ha entendido muy bien que tomar el poder es algo que va más allá de ganar una elección. Vale la pena que la derecha lo entienda y pueda reacondicionarse para enfrentar el desafío de los autoritarios, vencerlos y desmontar el totalitarismo en que viven nuestros países.
Fuente PanamPost