Por Enrique Guillermo Avogadro
“Hay que elegir muy bien a nuestros enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos”.
Jorge Luis Borges
Era evidente que el triunfo de Javier Milei en el ballotage del 19 de noviembre pasado produciría una implosión en todos los partidos políticos relevantes de nuestro país, o sea, el peronismo, el radicalismo y el PRO, porque los demás, sobre todos los bulliciosos y agresivos de izquierda, no cuentan. Pero nadie podía prever la magnitud que tendría. El kirchnerismo, la última franquicia del famoso movimiento, hoy se está matando entre las apetencias de dos horrores, el carísimo e incapaz Axel Kiciloff y el inútil hijísimo Máximo, una competencia que, al menos por ahora, la dueña del espacio no dirime, y que podría llevarla a optar por presidir la marca en la Provincia de Buenos Aires.
El más que centenario partido de Leandro Alem, Hipólito Irigoyen y Aristóbulo del Valle, en una curiosa voltereta que lo llevó a desechar el histórico cursus honorum que debían recorrer sus líderes y candidatos, eligió para encabezarlo a un sobrevenido Martín Lousteau, adepto a las alianzas contra natura, que lo han obligado a votar solitariamente en contra de toda su bancada en el H° Aguantadero, una prueba más del escaso acompañamiento a su gestión de las provincias que gobierna la UCR. Y en el fragmentado sector amarillo, Mauricio Macri no termina de digerir la masiva fuga, en el ballotage, de sus votantes hacia La Libertad Avanza, una actitud claramente racional y esperable para evitar el mal enormemente mayor que hubiera significado la victoria de Sergio Aceitoso Massa y la continuidad de sus ruinosos políticas económicas, amén de la desaforada corrupción del régimen que representaba.
Patricia Bullrich, que derrotó en las PASO a Horacio Rodríguez Larreta, un muy eficiente gestor que adolece de falta de carisma, llevó los colores del PRO al primer turno electoral pero, al resultar tercera en esa carrera, no dudó en escuchar la voz de sus seguidores y se incorporó, sin reclamar contraprestación alguna, al gabinete nacional en el más que difícil sillón de Ministro de Seguridad. Las encuestas muestran lo acertado de esa decisión, puesto que la ubican, junto con el propio Presidente y la Vicepresidente, Victoria Villarruel, entre las figuras públicas mejor calificadas por la ciudadanía, las únicas que superan el 50% de aprobación.
Todo eso hace que la gestión del Presidente, aunque errática en algunas áreas, en especial en el hiperbólico Ministerio de Capital Humano (creo necesario insistir en mi sugerencia de incorporar en cada ministerio un consejo asesor formado por gente con experiencia en cada tema, siempre ad honorem), no encuentre demasiada oposición, pese a la magnitud del ajuste que está llevando a cabo. La propia CGT, también fisurada entre los “gordos” y los camioneros de Pablo Moyano, se ha guardado a silencio y dejado en soledad a la combativa ATE, que patalea diariamente contra el cierre de organismos innecesarios y costosísimos, siempre aptos para el robo, y la consecuente “desvinculación” de miles de “ñoquis” incorporados a mansalva por los Fernández² a una ya gigantesca masa de empleados públicos.
Por lo demás, con sólo revisar la historia y, en especial, cómo surgieron a la escena Juan Domingo Perón, Néstor Kirchner y Javier Milei, se puede constatar la forma de acumular poder que caracterizó el comienzo de sus gestiones. Perón, que lo logró ya durante el proceso militar de 1943, derrotó a todos los partidos unificados y llegó aupado por las masas. Kirchner, que sólo contaba con el 22% de los votos de la primera vuelta, tenía a su favor el respaldo de todo el pragmático peronismo, al que supo encolumnar rápidamente detrás suyo. Milei, en cambio, pese al 56% logrado en el ballotage, carecía de partido propio, de gobernadores e intendentes adictos y hasta de legisladores fieles, todo lo cual lo obliga a actuar como depredador ante todas las formaciones adversarias.
El flanco más justificadamente débil de esta Presidencia es, sin dudas, el impulso que continúa dando a la candidatura del Juez Ariel Lijo para integrar la Corte Suprema. A medida que transcurren los días desde que fuera anunciada, más voces, todas seriamente relevantes, se alzan en público contra este monumental e inexplicado disparate institucional que, con certeza, tendrá una enorme repercusión negativa sobre la imagen de seguridad jurídica que el país necesita imperiosamente ofrecer a los inversores, sean éstos locales o internacionales, a punto tal que hasta el propio Wall Street Journal, el periódico financiero más leído en el mundo, hizo suyas tales fundamentadas críticas. Si el individuo en cuestión tuviera un mínimo de dignidad, ya hubiera renunciado no sólo a esa absurda candidatura sino como juez de la Nación, un cargo que requiere de quien lo ejerce y que, como tal, dispone sobre la honra, la libertad y el patrimonio de los ciudadanos, de excelsos saberes y condiciones morales.
Es una verdadera pena, porque esa presión para designar a un tan cuestionado personaje, sumada al írrito fallo de la Cámara Federal de Casación Penal que benefició a Angelo Calcaterra, se dan cuando la tan denostada Justicia estaba recuperando cierta credibilidad ante una sociedad que contemplaba, pasmada, sus desmanejos anteriores. Los recientes fallos que desecharon las nulidades en la “causa Cuadernos”, que confirmaron el procesamiento por delitos sexuales de Fernando Espinosa (Intendente vitalicio de La Matanza, vergonzosamente reelegido esta semana como Presidente de la Federación Argentina de Municipios), que condenaron por hechos similares del ex-zar de Tucumán (José Alperovich), o el pedido fiscal de condena para Guillermo Moreno (ex Secretario de Comercio de Néstor Kirchner) por falsear las estadísticas del INDEC, fueron en ese sentido, pero el affaire Lijo sepultará tales esfuerzos.