Los sesgos cognitivos, esa especie de fallos que caracterizan nuestras decisiones, van constituyendo una madeja más y más enredada. Al día de la fecha Wikipedia lista 175, distribuidos en categorías no siempre excluyentes, con duplicados y sesgos contradictorios.
Este lío abre preguntas lícitas sobre nuestra capacidad de cognición. ¿Cuán racionales somos? ¿Cómo sobrevivimos a tantos errores? ¿Cómo hacemos en todo caso para corregirlos?
Una forma de resolver este intríngulis es negar de plano la etiqueta “sesgo”. Quizá la conducta que en ciertos contextos aparece como un error, en otros es una bendición. Gerd Gigerenzer ha defendido esta postura durante toda su carrera. El psicólogo alemán señala que los fallos no son más que conductas adaptativas dotadas por la evolución que funcionan bien en la mayoría de las circunstancias. Las anécdotas sobre sesgos son populares porque suelen provocar burla, como aquella vez que un meteorólogo anunció que dado que la probabilidad de lluvias el sábado era del 50% y la del domingo también, era seguro que llovería el fin de semana. Gigerenzer reconocería que el razonamiento es falaz, pero también señalaría que la “equivocación” de llevar un paraguas al salir de picnic no parece después de todo una mala alternativa: es poco costosa y evitará eventualmente arruinar la ropa y la comida.
Otra posibilidad para organizar este embrollo, explorada por Keith Stanovich, es encontrar relaciones entre los sesgos, con el fin de reducirlos a un grupo identificable. A este psicólogo de la Universidad de Toronto le interesaba uno en particular, el sesgo de confirmación o prejuicio, que se define como la tendencia a evaluar solamente la evidencia y las pruebas que confirman las propias creencias, opiniones y actitudes. Stanovich lo rebautizó el “sesgo de mi lado” (myside bias) y lo analizó en detalle en su libro The Bias that Divides Us (El sesgo que nos divide). Su hallazgo más importante fue paralizante: se trata del único sesgo que no puede ser derivado a partir de las características individuales. No importa cuán inteligentes, abiertas de mente o educadas sean las personas; todas muestran el mismo grado de “sesgo de mi lado”.
Una idea inquietante
La idea luce inquietante, porque sugiere que no hay aprendizaje posible que aleje los fantasmas de nuestros prejuicios. En la misma tónica de Gigerenzer, podríamos preguntarnos qué capricho de la naturaleza nos hizo así, y si esto tiene algo que ver con la supervivencia humana. Y así es. Por extraño que parezca, el proceso de honrar nuestro conocimiento previo no solo es perfectamente razonable, sino que forma parte de la lógica del conocimiento científico. De hecho, es posible encontrar el “sesgo de mi lado” en el razonamiento del personaje más inteligente de la historia: Sherlock Holmes.
Arthur Conan Doyle presenta a su famoso detective en la novela Estudio en Escarlata. En el segundo capítulo, titulado “La ciencia de la deducción”, Holmes le explica a su ayudante Watson cómo supo de inmediato y sin conocerlo que había trabajado como médico en Afganistán: ‘Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar… Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y no es su color natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada… ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán’. Por “deductiva” que parezca, esta concatenación de pensamientos asume que cada paso es verdadero. Pero en realidad son valoraciones subjetivas, no hechos. Y cuanto más se aleja en el argumento, agregando nuevas premisas dudosas, menos probable es que la conclusión de Holmes sea verdadera.
Holmes no usa la lógica, pero su accionar igual debe considerarse racional. Su técnica consiste en recolectar agudas observaciones que usa (y de las que a veces abusa) para avanzar en su conocimiento. Aunque en distinto grado, esto es básicamente lo que hacen todos los humanos. El límite son esas premisas que son tan falsas que nos conducen a argumentos absurdos.
El gran interrogante, entonces, es de dónde sacamos los a priori que fundamentan nuestras creencias. Stanovich tiene un indicio y lo expresa así: nosotros no adoptamos las creencias, sino que las creencias nos adoptan a nosotros. Stanovich asocia esta idea con el modelo que el psicólogo Jonathan Haidt utiliza para explicar el desarrollo de la moral humana.
Las convicciones morales a menudo provienen de ideologías políticas, y cada vez más investigaciones indican que la ideología política y los valores muestran una considerable heredabilidad, que están asociadas a dimensiones de la personalidad que también se transmiten biológicamente, y que aparecen a muy temprana edad. O sea que la ideología nos atrapa para inocularnos el “sesgo de mi lado”.
Impacto asimétrico
Es interesante notar que el impacto de este sesgo no es simétrico. Las posturas extremas, como el terraplanismo, pueden corregirse cuando se trata de una persona poco educada, si se le transmite el conocimiento correspondiente con paciencia. En cambio, quienes cuentan con credenciales estarán más confiados en sus a prioris (y en su ideología) y descartarán con mayor seguridad la evidencia en su contra. Esto, plantea Stanovich, es un problema en las universidades de los Estados Unidos, donde el predominio demócrata por sobre el republicano puede llevar a la conclusión de que los conservadores (casi la mitad del país) están “moralmente equivocados”.
En economía existe un debate de larga data sobre el rol de la ideología. La corriente principal, la economía basada en principios liberales, contrasta con la visión intervencionista, muchas veces asociada con la “heterodoxia”. En una época se reconocía la influencia de la ideología como inevitable.
Irving Fisher, Joseph Schumpeter y George Stigler, entre otros, argumentaron sobre esta posición. Sin embargo, el cambio en la naturaleza del discurso económico, el creciente uso de las matemáticas y las estadísticas, y el dominio positivista representada por la Metodología de la Economía Positiva, de Milton Friedman, produjeron la ilusión de que el sesgo ideológico en la economía había sido superado.
El año pasado el economista coreano Ha-Joon Chang, experto en temas de desarrollo, decidió indagar mediante un experimento acerca del rol de la ideología en la profesión. Se pidió a un grupo de economistas que evaluaran declaraciones de economistas destacados sobre diferentes temas. Pero la autoría de cada frase se asignó al azar y sin que los participantes lo supieran. Chang encontró que cambiar las fuentes de la corriente liberal a otra menos ortodoxa reducía significativamente el acuerdo que los economistas declaraban tener con las afirmaciones. Esto contradice la imagen que los economistas tienen de sí mismos, ya que el 82% de los participantes habían informado antes del experimento que al evaluar una declaración solo prestaban atención a su contenido. El “sesgo de mi lado” en acción.