“No había sitio en el corazón de nadie mas que para una vieja y tibia esperanza, esa que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”, escribió Albert Camus en “La Peste”, libro que todos leímos (o creemos haberlo hecho) durante la pandamia.
Aquella “obstinación de vivir” que el escritor francés colocó entre los habitantes de Orán, en su Argelia natal, es la que permitió a la humanidad sobrevivir a las pestes que asolan la tierra desde hace casi dos mil años.
Es que ante la peste negra en la ficción de Camus o frente a la viruela de comienzos del siglo XVI o en la denominada gripe española de 1918, existir significó siempre ser con otros para evadir la muerte. Solidaridad, esperanza, conocimiento y políticas públicas permitieron superar la enfermedad o simplemente convivir con ella.
Una epidemia se produce cuando una enfermedad contagiosa se propaga rápidamente en una población determinada y afecta simultáneamente a un gran número de personas durante un período de tiempo concreto. Eso ocurrió en Buenos Aires en 1871 con la fiebre amarilla, que mató a unas 14.000 personas y cambió para siempre la fisonomía de la Ciudad.
Pero si un brote epidémico afecta a regiones geográficas extensas (por ejemplo, a varios continentes) estamos ante una pandemia, como ocurrió con el cólera en 1817 o con la nueva cepa del coronavirus (SARS-Cov-2) surgida a fines de 2019 y todavía en curso.
La lista es larga y se extiende por toda la historia. Virus o bacterias provocaron enfermedades que causaron la muerte a cientos de millones de personas en el planeta. Sin embargo, aunque la mayoría de esos agentes patógenos todavía existen, e incluso conviven con nosotros, la humanidad pudo sobrevivir.
La peste negra o bubónica es considerda la pandemia de peste más letal de la historia. Se estima en 200 millones la cantidad de muertes producidas en las distintas oleadas de la enfermedad que se produjeron hasta 1490 y que exterminaron a un tercio de la población europea.
Sólo el brote que se registró entre 1346 y 1353 mató a unas 75 millones de personas y alcanzó a Europa, Asia y África. Aquella cifra representaba entre un 30 y 60 % de la población europea del siglo XIV. Hubo tres brotes importantes, el más antiguo está registrado en el año 541.
La enfermedad, provocada por la bacteria Yersinia Pestis, se transmite a través de las pulgas que viven en el pelaje de las ratas y las gotitas respiratorias de personas contagiadas.
La afección causa inflamación e infección de los ganglios linfáticos y los historiadores creen que pudo ser controlada mediante una cuarentena estricta y, fundamentalmente, con la mejora de las condiciones de higiene.
En la actualidad el número de contagios es bajo y la enfermedad puede tratarse con antibióticos. En julio de este año se encendieron las alarmas cuando se detectó un caso de peste bubónica en una región de China, según reportó la BBC.
Causada por el virus Variola minor, la viruela provoca el desarrollo de pústulas llenas de líquido en todo el cuerpo. Puede transmitirse a través de gotitas de la nariz o de la boca de una persona contagiada o con el contacto con sus llagas.
Sus efectos fueron devastadores a lo largo de la historia. Se estima que en el siglo XVIII morían en Europa unas 400.000 personas al año por la enfermedad y que un tercio de los sobrevivientes quedaban ciegos.
Con brotes importantes en distintos períodos, se calcula que la viruela mató a más de 350 millones de personas y dejó marcas y malformaciones a varios millones más en todo el mundo. Su índice de leatalidad era especialmente alto, del 30%.
A pesar de que aún en el siglo XX fallecieron unas 300 millones de personas a causa de este virus, hoy nadie muere por esta enfermedad. Esto ocurrió gracias a la vacuna diseñada en 1796 por Edward Jenner, que sin embargo tardó doscientos años en llegar a todos los habitantes de la Tierra.
En 1980 la Organización Mundial de la Salud certificó la erradicación de la enfermedad, siendo una de las dos enfermedades infecciosas que el ser humano a logrado eliminar (la otra es la peste bovina).
El cólera es causado por la bacteria Vibrio cholerae, que se adhiere al intestino y segrega una toxina que obliga al organismo a dirigir todos sus líquidos a las vísceras para expulsarla.
Puede ser mortal porque somete al cuerpo humano a una rápida deshidratación, ocacionada por el agua que se pierde debido a la diarrea. Provoca fiebre y dolor abdominal.
Es una enfermedad endémica en los países más pobres. Ya mató a 40 millones de personas a lo largo de distintos brotes. La primera y más letal de las pandemias provocadas por el cólera se originó en la India en 1817 y se extendió por Asia suboriental, China, Japón, Oriente Medio y el sur de Rusia.
La Organización Mundial de la Salud relevó seis pandemias provocadas por el cólora entre comienzos del siglo XIX y del XX. En la actualidad la OMS estima que cada año hay entre 1,3 y 4 millones de casos en todo el mundo, y entre 21.000 y 143.000 defunciones por esta causa.
Dado que se contrae al ingerir alimentos o agua contaminados la mejora en la infraestructura y de las condiciones de vida en general, las campañas de prevención, la vacunación, el tratamiento y la higiene resultan fundamentales para previr la enfermedad y restringir su circulación.
La fiebre amarilla nunca se convirtió en una pandemia pero sí se manifestó en distintas epidemias en la segunda mitad del siglo XIX que afectaron, fundamentalmente, a la población más pobre.
La más importante de ellas ocurrió en Buenos Aires en 1871 y se estima que provocó 14.000 muertes. La enfermedad se propagó por la carencia de agua potable, la contaminación de las napas, el hacinamiento en que vivían los inmigrantes europeos (fundamentalmente en el Sur de la Ciudad) y por el clíma cálido y húmedo del verano porteño.
El virus de la fiebre amarilla, trasmitido por el mosquito Aedes Aegypti, solía llegar en los barcos que arribaban al Puerto de Buenos Aires desde Brasil, donde es endémica. Sin embargo, la epidemia ocurrida en 1871 se presume que provino del Paraguay, a través de los soldados que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza.
En el pico más alto de la enfermedad, que puede manifestarse a través de la fiebre o de enfermedad hemorrágica o hepática grave, Buenos Aires vio reducida su población a menos de la tercera parte, debido al éxido de quienes abandonaban la ciudad huyendo del flagelo, algo que cambiaría su geografía para siempre.
Las mejoras en las condiciones sanitarias, las medidas de prevención y la coordinación de acciones con Brasil, Uruguay y Paraguay hicieron retroceder la fiebre amarilla a comienzos del siglo XX, reduciendo significativamente la cantidad de casos letales hasta quedar prácticamente erradicada en la Argentina.
La gripe es una enfermedad respiratoria contagiosa provocada por el virus de la influenza. La humanidad sobrevivió a distintas pandemias de gripe (fiebre, dolores musculares, tos, secreciones, dolor de cabeza y fatiga, entre los síntomas usuales) que se produjeron por más de dos siglos, entre 1800 y 2010.
La gripe de Hong Kong, en 1968, mató a un millón de personas y todavía circula de manera estacional. Lo mismo sucedió con la gripe A (H1N1), que infectó entre el 11 y el 21 % de la población mundial de entre comienzos 2009 y fines de 2010, aunque con una tasa de mortalidad mucho más baja (algo más de 200.000 muertos según cifras extraoficiales).
El aislamiento, la cuarentena y las medidas de higiene personal resultaron clave para combatir las gripes y relentizar su circulación. La influenza puede ser leve o grave, y en ocaciones mortal. Según la Organización Mundial de la Salud unas 650.000 personas fallecen por gripe estacional en todo el planeta.
Fue la pandemia más severa de influenza de la historia reciente. Se estima que mató entre 50 y 100 millones de personas a lo largo y ancho del del mundo. Es decir, entre el 3% y el 6% de la población mundial.
La mayoría de los investigadores creen que comenzó en una base del Ejército de los Estados Unidos en Kansas, durante la primavera de 1918. Debe su nombre castizo a España, el primer país en admitir su existencia. Fue provocada por el virus H1N1.
Se calcula que un tercio de la población mundial se infectó con el virus, según una estimación del Centro para el Contro y la Prevención de las Enfermedades de los Estados Unidos (CDC). La gripe española tuvo una tasa de mortalidad del 2 %, veinte veces más que la gripe común.
La enfermedad se diluyó cuando cepa particular de aquella gripe fue mutando hasta convertirse en una versión más benigna, que aún circula.
En los años 80 se produjo la propagación del virus de la inmunodeficiencia humana (HIV), que transmitido principalmente mediante los fluidos corporales ya provocó más 32 millones de muertes en todo el mundo.
No es el virus en sí el que provoca la muerte sino que destruye la capacidad de defensa ante otras enfermedades, de modo que una mínima infección puede matar. Además, se propaga con rapidez porque el portador puede no saber que lo tiene.
Los avances en las técnicas de diagnóstico, las campañas que cambiaron el comportamiento sexual durante las últimas décadas (fundamentalmente a partir del uso de preservativos) y la disponibilidad de inyecciones seguras para los consumidores de drogas, ayudaron a ralentizar los contagios y evitaron el crecimiento de las infecciones.
Aunque no existe cura para el HIV-SIDA, el acceso a una buena atención médica y a medicamentos antirretrovirales hace posible una vida larga y saludable a los portadores del virus. Esto es así en los países que cuentan con efectivas políticas de prevención y un buen sistema de salud.
Alrrededor de 690.000 personas murieron a causa del SIDA en 2019, según cifras de la Organización Mundial de la Salud.
En 2019 surgió una nueva versión del coronavirus. El denominado SARS-Cov-2 o Covid-19 desató la pandemia todavía en curso, que al 30 de diciembre de 2020 ya había infectado a 82.330.000 personas en todo el mundo y provocado 1.797.732 muertes, de acuerdo a la Universidad Johns Hopkins.
El Covid-19 puede manifestarse con los síntomas usuales de las gripes pero también ser asintomático, facilitando el contagio. También puede asumir formas leves o severas, y ocacionalmente provocar la muerte. La tasa de letalidad promedio a nivel mundial es del 2,4 %.
Mientras se desarrolla una carrera frenética para detener el virus mediante una vacuna (con colaboración científica inédita y disputa geopolítica incluídas), lo más efectivo sigue siendo el aislamiento, la distancia social y las medidas de higiene personal y seguridad que restringa la circulación y el contagio.
Políticas activas en materia de salud pública, investigación científica, colaboración internacional y responsabilidad individual y social parecen ser las claves para convivir con el virus hasta que este quede controlado por las vacunas y/o mediante la inmunidad comunitaria.
Con casi dos milenios sobreviviendo a las pandemias, la humanidad aprendió que con ellas puede aparecer lo mejor y lo peor de cada individuo pero que nadie se salvo solo. La vida como la muerte, cuando es provocada por una enfermedad, son en definitiva un hecho colectivo.
Solidaridad, esperanza, conocimiento, políticas púbicas, restricciones, medicina, comunicación, creencias. Palabras que no significaron lo mismo a lo largo de la historia pero que siempre sirvieron para derrotar la enfermedad o para aprender a convivir con ella.
Esta vez tampoco habrá excepción. El Covid-19 dejará de ser una amenza. De uno y otro modo, quedará atrás. Mientras tanto la humanidad, a igual que los personajes de Camus, mantendrá sus “continuados esfuerzos, desesperados y monótonos”, por recuperar la felicidad. Por arrancar a la peste esa parte de ella misma “que defendía contra toda asechanza”.