
Este es uno de los aspectos que privilegia Halac: en varias escenas, el mismo Hall del Teatro San Martín se reproduce abismalmente, en espejo, de la misma forma como el vestuario de Jessica, la esposa de Hugo, es transportado en cajas en las que se lee claramente “Las manos sucias – Teatro San Martín”. Se trata de una representación de actores que están representando personajes que, a su vez, sostienen que son personajes en un engranaje político que puede cambiar radicalmente por obra de las circunstancias, y que quien hoy es traidor mañana puede ser un héroe a quien se le levanten estatuas en parques y paseos.
La obra, pues, se ocupa del tema del traidor y del héroe, sintetizados en la persona de Hoederer, el jerarca del Partido, contraparte de Hugo, el anarquista burgués, puro, de manos siempre limpias, incapaz de comprender el engranaje, y a quien los enemigos internos de Hoederer, como al Benjamín Otálora de “El muerto” de Borges, ya daban por muerto antes de encomendarle la misión de matarlo. “Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro”, escribe Borges, y con el Hugo Barine de Sartre ocurre lo mismo: se infiltra en la residencia de Hoederer, en la que va a trabajar como su secretario, y lleva consigo un revólver y una orden. Le han dicho que Hoederer traicionó al partido porque se propone formar una alianza con el Grupo de los Cinco, burgueses liberales, y con el hijo del Regente (la acción transcurre en el imaginario país de Iliria). Pero esa “acción directa” nunca llega. ¿Y si Hoederer tuviera razón? Evitar esa alianza circunstancial, le explica, ahora que los nazis están perdiendo la guerra, podría desembocar en una masacre feroz del ejército rojo, y el Partido tiene escasos adherentes hasta entre los campesinos. La lucidez de Hoederer golpea la conciencia de Hugo, pero el reloj corre en su contra: quienes lo enviaron ya lo consideran un traidor, y él quiere ser un héroe.
Halac ha aprovechado el inmenso escenario de la sala Casacuberta (utiliza, funcionalmente, el proscenio levadizo para establecer allí la oficina de Hoederer), y la escenografía de Micaela Sleigh, también responsable del vestuario, proporciona fondos a veces fantasmales que se combinan con la mencionada reproducción del hall del Teatro. La estructura original de la obra, en siete cuadros, reconoce un perfil cinematográfico ya que el primer y último cuadro corresponden al presente, y del segundo al sexto los flashback con lo ocurrido antes. El paso del tiempo entre una instancia y otra permite que haya dos actores distintos en el papel de Hugo: Guido Botto Fiora, el del pasado (y de mayor lucimiento), y León Ramiro Delgado, el actual. Daniel Hendler, como Hoederer, se lleva los lauros (favorecido por lo rico del papel). Son buenas la Jessica de Flor Torrente y la Olga de María Zubiri, al igual que el Karsky de Guillermo Aragonés y el Príncipe de Juan Pablo Galimberti. La música, sugerente, ominosa por momentos, de Gustavo García Mendy, le da el toque de lujo a la puesta.
“Las manos sucias”, de Jean Paul Sartre. Dir.: E. Halac. Int.: D, Hendler, G. Botto Fiora, F. Torrente (Teatro San Martín, Sala Casacuberta).