Por Nicolás J. Portino González
En un escenario geopolítico cada vez más complejo, América latina enfrenta una amenaza creciente multifacética que pone en peligro no solo la estabilidad regional, sino también la seguridad global. Los movimientos subversivos y terroristas, ideológicamente alineados con el Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla, están siendo financiados y apoyados por actores extrarregionales como Irán, Rusia, China y Cuba. Estas fuerzas están impulsando una agenda que ha fragmentado sociedades enteras, sumiendo a las naciones de Sudamérica en ciclos de violencia, pobreza y desestabilización.
La influencia del Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla, bajo la tutela de estas potencias extranjeras, ha tejido una red de alianzas con el narco-terrorismo internacional, empleando tácticas de guerra asimétrica y financiamiento ilícito para sostener sus regímenes y enriquecer a sus líderes. Organizaciones como Hezbollah, las FARC, el ELN y los cárteles de droga han encontrado un terreno fértil en esta región, donde la complicidad y la corrupción han permitido su expansión, generando un entorno de terror e incertidumbre para los ciudadanos comunes.
El ejemplo más reciente de resistencia a esta influencia perniciosa lo ofrece Argentina, donde el gobierno de Javier Milei ha mostrado una clara alineación con las políticas de Israel y, previsiblemente, con una futura administración de Donald Trump en los Estados Unidos. Este cambio de rumbo debe ser un catalizador para la región. Es imperativo que los gobiernos que aún defienden la libertad y la democracia en América del Sur adopten una postura de ofensiva contundente contra estos movimientos subversivos.
No es suficiente con emitir comunicados o declaraciones de intenciones. La historia reciente ha demostrado que las palabras, sin las acciones que las respalden, son insuficientes frente a enemigos de esta calaña, sin ningún respeto ni limitación de ley. América Latina necesita una estrategia coordinada en ofensiva para desmantelar de raíz estas insurgencias y acabar con la influencia de potencias que no tienen otro objetivo que el de debilitar la región para su propio beneficio.
Esto no es solo una cuestión de seguridad; es una batalla por el futuro de nuestros países. Los trabajadores, estudiantes, emprendedores, inversores e idóneos servidores públicos -aún los hay- que se esfuerzan día a día por construir un mejor mañana para sus familias y comunidades no pueden seguir siendo rehenes de una agenda que los atrofia, los explota y los somete. La pasividad ya no es una opción. Es hora de actuar con decisión, y con la fuerza necesaria para erradicar estas amenazas de una vez por todas.
El llamado es claro: quienes se encuentran en el poder y aquellos que buscan liderar deben unirse en una lucha implacable para liberar a América Latina de las cadenas del subdesarrollo socialista y comunista, la violencia y la opresión. La defensa de la libertad y la prosperidad no puede esperar. La hora de la ofensiva ha llegado, y debe ser implacable e impostergable.