Por Nicolás J.Portino González
Buenos Aires,13 Octubre de 2025-Total News Agency-TNA–La Argentina —ese país que colecciona crisis como estampillas— parece haber descubierto un pecado nuevo: la sensatez.
Después de décadas de endeudarse mal, gastar de más y llorar de menos, decidió dar un paso hacia el escándalo de la cordura: pedirle dólares a Estados Unidos, pero para pagar deudas viejas y caras.
Sí, leyó bien, estimado lector: deuda nueva para deber menos.
Una herejía en la liturgia populista, donde endeudarse siempre fue pecado, salvo cuando el préstamo era para financiar campañas, subsidios o el próximo relato. Recordemos que Néstor Kirchner “pidio” dinero a Chavez al 16% para pagarle al FMI, que cobraba 4%.
El acuerdo con Washington —un préstamo, un swap, una bocanada de oxígeno envuelta en diplomacia— no viene solo.
Trae consigo la posibilidad de bajar la carga de intereses, recomponer reservas, y volver a los mercados internacionales con algo de dignidad.
Se anunciará en cuestión de horas, entre sonrisas diplomáticas y tecnicismos en inglés que los funcionarios repetirán con acento porteño.
Pero detrás del protocolo hay algo más simple: Argentina refinancia su deuda sin aumentarla, baja el costo del dinero y mantiene viva la única palabra que hoy tiene sentido: superávit.
El orden fiscal —ese concepto aburrido que no da votos pero evita tragedias— se mantiene como la piedra fundamental.
Porque sin superávit no hay futuro, y sin disciplina no hay moneda.
El Gobierno lo sabe, los mercados lo celebran y los ciudadanos, resignados, lo intuyen.
Pero la aritmética del Estado todavía no se traduce en alivio para la calle.
En los cafés, en los talleres, en las oficinas y en los galpones, la clase media argentina vive entre el hastío y la esperanza.
La sensación es simple: el salvavidas no llega.
Los impuestos siguen siendo un yunque del 92% sobre la cabeza de cada pyme.
El dueño trabaja para el Estado, el empleado teme por su salario, y ambos rezan que el próximo feriado no traiga otra resolución administrativa disfrazada de rescate.
Mientras tanto, el dólar sube cada vez que una elección no le sonríe al oficialismo. Sube si gana Boca o si Boca pierde. Da igual. Siempre sube y los sueldos en moneda dura se licúan como helado al sol.
Cada devaluación electoral pulveriza la ilusión de estabilidad, y convierte el esfuerzo cotidiano en una ruleta sin premio.
El billete que usamos —esa pieza de papel que vale más por lo que cuesta imprimirlo que por lo que compra— sigue siendo el reflejo más honesto de nuestra economía.
La gente no lo ahorra, lo escapa.
Y las pymes, que alguna vez fueron de sus dueños, hoy son del sistema impositivo: alquilan su propio trabajo.
Falta mucho, claro.
La baja de impuestos aún no comenzó el sendero devolutivo, para los empresarios que bancan un elefante sobre los hombros hace décadas, expropiados de “sus propias” empresas.
Pero la dirección, al menos, cambió: ya no se imprime para tapar agujeros, ni se gasta para comprar aplausos.
Se ajusta, se ordena y —con suerte— se empará a construir sobre algo firme (¿?)
No se trata de un milagro ni de una redención.
Es apenas el regreso a la sensatez, al menos en materia económica. Ese terreno donde la política no brilla, pero el país respira apenas un poco mejor.
El orden fiscal era, es y debe seguir siendo la piedra angular.
Sin él no hay crédito, sin crédito no hay inversión, y sin inversión no hay país.
El resto —el swap, las reservas, los anuncios y las fotos en Washington— son solo detalles de una historia que, por una vez, pareciera contarse al derecho.
Porque la Argentina no necesita promesas, necesita disciplina. Y definitivamente NO NECESITA un billete débil, sino todo lo contrario.
Y aunque el alivio aún no llegó al mostrador de la pyme ni al bolsillo del empleado, el rumbo, por primera vez en mucho tiempo, parece rectificarse.